Otra reunión escolar
Las cosas no resultaron muy agradables en los dos o tres días siguientes. Kathleen no le dirigía la palabra a Jenny, si bien esto no sorprendió a nadie considerando lo que había dicho de ella.
Aparte de eso, Kathleen empezó a hablar de Jenny. Ésta tenía mucho apetito y comía abundantemente. Kathleen la tildó de niña voraz.
—Me pone enferma ver comer a la glotona de Jenny —dijo un día a Belinda después del té—. De veras, se comió siete pedazos de pan con mantequilla, tres bollos y un enorme pastel de cumpleaños que Harriet le dio.
Belinda no contestó. A ella le disgustaban las murmuraciones. Pero Elizabeth, más impulsiva, al oírlo, salió enseguida en defensa de Jenny.
—Esto no está bien, Kathleen. Jenny no es una glotona. Es verdad que tiene buen apetito a la hora de comer, pero nunca he visto a Jenny ansiosa ante la comida, o servirse más cantidad si no había suficiente para todos. Es de muy mal gusto contar los pedazos de pan con mantequilla que se come alguien.
—Volveré a hacerlo —respondió Kathleen—. Y te sorprenderá saber que tengo razón. Jenny es una glotona. ¡Qué niña más desagradable!
—¡Kathleen! ¿Qué pasa con tus pastelillos? —gritó Elizabeth—. Tú sí que eres una glotona. Además, nunca invitas a nadie.
—Bueno, callaos ya —intervino Belinda sintiéndose incómoda—. No sé qué es lo que pasa con nuestro grado este año. Parece que siempre hay quien tiene ganas de pelea.
Kathleen se marchó. Elizabeth cogió su caja de pinturas y se sentó a una mesa dando un fuerte golpe. Su rostro estaba negro como el trueno.
—Elizabeth, no sé cómo no has roto la caja por la mitad —exclamó Belinda—. Me gustaría que vieras la expresión de tu rostro.
—Debiste apoyar a Jenny —se quejó Elizabeth, agitando el agua con tanta fuerza que se derramó sobre la mesa—. Yo no permitiría que nadie hablase mal de una amiga mía.
—Tú has puesto las cosas mucho peor al protestar —atajó Belinda—. No sé qué te pasa últimamente. Qué mal genio tienes.
Elizabeth no escuchó el consejo.
—No hay tal mal genio. Simplemente, las cosas han ido mal, eso es todo. Sin embargo, no pienso consentir que Kathleen diga cosas desagradables de Jenny. Jenny es una deportista. ¡No me reí poco con el ratoncito el otro día! La señorita Ranger se portó muy bien, ¿no te parece?
Poco después, Jenny entró en la sala. Traía aspecto desabrido. Se sentó. Belinda alzó la vista de su costura.
—¡Caramba! ¡Ya se fragua otra tormenta! —exclamó—. ¿Qué te ocurre, Jenny? Si te arrimases a un vaso de leche, se volvería agria.
—No te las des de graciosa —respondió Jenny—. Esa horrible Kathleen ha dicho a Kenneth que ayer le cogí la bicicleta sin pedírsela. ¡Y no es cierto! Me llevé la de Harry y se la pedí. La mía tiene una rueda pinchada.
—Me parece que Kathleen se está pasando mucho —intervino Elizabeth indignada—. Hoy ya se ha metido dos veces contigo. Tan pronto la vea, sabrá lo que pienso de ella.
—Está en el pasillo, hablando a Kenneth de mí. Ve y dile lo que quieras.
—Oh, no lo hagas —intervino Belinda—. Eres demasiado explosiva. No intervengas.
Elizabeth se encaminó al pasillo, donde halló a Kathleen.
—Oye, Kathleen, si no dejas de decir mentiras sobre Jenny, informaré de ti en la próxima asamblea.
—¿Y qué hay de las cosas desagradables e intrigas que dijo ella delante de mí y de todos vosotros? —saltó Kathleen, en voz baja y temblorosa—. ¿Cómo se atrevió a burlarse de mí?
—Bien, quizá no fue muy amable de su parte, pero no dijo mentiras.
Elizabeth lamentó haberlo dicho, pero era demasiado tarde para enmendarse. Kathleen dio media vuelta y se fue sin responder. Sin duda temió que Elizabeth informase de ella. Decidió no hablar contra Jenny. Pero realizaría una serie de pequeñas cosas para molestarla y ponerla en apuros. También procuraría fastidiar a Elizabeth.
«Pondré mucho cuidado en que nadie averigüe que soy yo —se dijo Kathleen—. Ocultaré sus libros, haré borrones en sus deberes y otras cosas parecidas. Pronto me lo pagarán».
La siguiente Junta escolar no se hizo aguardar. Los niños tomaron asiento como de costumbre y empezó la asamblea. Se recogió bastante dinero, dado que había sido el cumpleaños de tres escolares y habían recibido varios giros.
—Hoy somos ricos —dijo William, moviendo la caja para que sonara—. Reparte el dinero acostumbrado, Eileen. Mary recibirá cuatro peniques y medio extras. ¿Alguien más necesita algún extra?
Leonard, uno de los chicos mayores, se puso en pie.
—¿Puedo solicitar media corona para arreglar una ventana, por favor? Rompí una en la sala ayer.
—¿Por accidente o hacías el tonto? —preguntó William.
—Jugaba con una vieja pelota de cricket.
—Sabes perfectamente que en el curso pasado acordamos que no podían entrar pelotas en la sala de juegos —respondió William—. Son un constante peligro para las ventanas.
—Me olvidé de la regla —dijo Leonard—. Me gustaría recibir la media corona, es una suma muy grande para mí solo. Lamento lo ocurrido, William.
El jurado trató el asunto. Comprendían que media corona era demasiado para un niño que sólo recibe dos chelines por semana. Por otra parte, Leonard había quebrantado una regla que él mismo había ayudado a establecer el pasado curso. Entonces, ¿por qué el dinero de la escuela había de servir para reparar las consecuencias de sus tonterías?
Al fin se solucionó el problema. William golpeó con su mazo y los niños guardaron silencio.
—¿Alguien más jugaba contigo? —preguntó.
Leonard se puso en pie otra vez.
—Bueno, sí. Pero la ventana se rompió cuando yo lancé la pelota.
—El jurado considera que la media corona no debe salir de la caja escolar. También opina que no tienes que pagarla tú toda. Será mejor que lo trates con los niños que jugaban contigo y, entre todos, tocaréis a menos. Eso es lo justo.
Un chico se levantó.
—Yo también jugaba. Pagaré mi parte. Acepto que eso es lo justo.
Dos más se alzaron, un niño y una niña.
—Pagaremos también nuestra parte —prometieron.
—De acuerdo —aceptó William—. Tocáis a siete peniques y medio cada uno. Eso no arruinará a ninguno y, puesto que las reglas son acordadas por todos, es cosa vuestra el mantenerlas.
John empujó a Elizabeth.
—Pide el dinero para el azafrán. Vamos. Yo no pienso hacerlo. Fue idea tuya.
—La Junta no me concederá nada después de lo ocurrido la semana pasada.
—Cobarde.
Elizabeth se disparó enseguida. No podía soportar que la calificasen de cobarde.
Kathleen la miró asustada. Temía que se quejase de ella.
—¿Qué deseas, Elizabeth? —preguntó Rita—. ¿Dinero extra?
—Sí, por favor. John y yo hemos hecho planes para el jardín. Consideramos que sería muy bonito plantar azafrán amarillo y púrpura en la hierba del talud cerca de la verja. John dice que necesitamos por lo menos quinientos bulbos. ¿Podemos confiar en que se nos dará el dinero para conseguirlos?
William y Rita hablaron un momento y el jurado asintió. Todos consideraban que podía concederse.
—Sí, recibiréis lo pedido —accedió William—. Todo el colegio disfrutará al ver las flores en cuanto llegue la primavera y es justo que el dinero salga de la caja escolar. Calculad cuántos bulbos se necesitan y nos complacerá daros el dinero. También me complace proclamar cuánto os agradecemos el modo en que cuidáis nuestro jardín.
Elizabeth se sonrojó de placer. Aquello era totalmente inesperado. Se sentó tras dar las gracias. John le sonrió complacido.
—¿Qué te dije? Siempre puedes confiar en William y Rita.
—¿Quejas? —preguntó Rita.
Un pequeño se levantó con presteza.
—Quiero presentar una queja contra Fred White. Siempre me pide cosas y nunca me las devuelve.
—Eso es un cuento, no una queja —aclaró William—. Recurre a tu monitor, que está facultado para resolver esas nimiedades. ¿Quién es tu monitor?
—Yo —contestó un muchacho llamado Thomas.
—Bien, explícale claramente la diferencia entre contar chismes y una queja grave. En la reunión sólo tratamos asuntos de importancia.
—¿Más quejas? —preguntó Rita.
William Peace se levantó. Estaba en el banco de delante de Elizabeth. Se trataba de un chico de rostro grave.
—Tengo una pequeña queja. Estudio violín y mis horas de práctica han sido cambiadas y coinciden con las salidas de mi clase para las lecciones de ciencias naturales. Pertenezco a los amigos de la naturaleza y no querría perderme esos paseos. ¿Puede cambiarse la hora de la una a las dos?
—Supongo que será fácil —respondió William—. Trátalo con el señor Lewis y consulta si alguien quiere cambiar las horas de práctica contigo.
—Gracias.
No hubo más quejas. Kathleen no se levantó, si bien estaban seguros de que se quejaría de Jenny. Ignoraban que la niña iba a castigar a su compañera con sus propios métodos.
—La Junta ha concluido —dijo William.
Los colegiales enfilaron la salida y, en cuanto llegaron a las salas de juego, se pusieron a parlotear.
Elizabeth se acercó a John.
—Ha sido estupendo que podamos disponer del dinero para los bulbos, ¿no te parece? —le resplandecieron los ojos—. Iremos al pueblo mañana mismo y veremos cuánto cuestan. Ansío plantarlos. ¿No te ocurre a ti lo mismo? Octubre es el mes adecuado. Estarán preciosos cuando llegue la primavera.
—Elizabeth, no sabes lo sumamente agradable que eres cuando te sientes feliz y sonríes así. Tanto como desagradable cuando frunces el ceño y te enojas.
—Siempre tienes algo que reprocharme, John.
Pero la satisfacía que John se mostrase complacido con ella. Mas, ¡ay!, esa complacencia no duraría mucho tiempo.