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El ratón blanco de Jenny

Elizabeth no durmió muy bien aquella noche. Se revolvía pensando en la Junta, en el odioso Robert, como ella le llamaba y en la disculpa que se había visto obligada a formular. Trazó planes para sorprender a Robert cuando se mostrase antipático con algunos de los más pequeños.

«Sí, vigilaré y le sorprenderé —se dijo—. Es un abusón. Sé que lo es y, tarde o temprano, le pillaré».

Elizabeth se despertó al día siguiente con los párpados hinchados y cansada. Recitó mal sus lecciones, especialmente la de francés, y la señorita se enojó con ella.

—¡Elizabeth! ¿Por qué no te aprendiste los verbos irregulares ayer? Eso no está bien. Pareces medio dormida y no prestas ninguna atención. No estoy satisfecha contigo.

Robert se rió para sus adentros. Elizabeth le observó. Se mordió el labio inferior para evitar ser ruda con Robert y Mademoiselle.

—Bien, ¿no tienes lengua? —preguntó impaciente la profesora—. ¿Por qué no te aprendiste los verbos irregulares?

—Me los aprendí —contestó sincera—. Pero no sé cómo, pero los he olvidado esta mañana.

—Entonces tendrás que aprendértelos otra vez, y hoy mismo —siguió la profesora—. Ven a decírmelos cuando te los sepas.

—Lo haré —aceptó sombríamente Elizabeth.

Pero Mademoiselle no parecía complacida. Golpeó sobre su escritorio y habló secamente.

—A mí no se me responde en ese tono, sino: «Lo haré, Mademoiselle».

—Muy bien Mademoiselle —repitió Elizabeth, sabiendo cuánto se estaba regocijando Robert y deseando arrancarle unos cuantos pelos más de su oscura cabeza.

Tras el incidente, la lección transcurrió con normalidad, pues Elizabeth no estaba dispuesta a conceder a Robert más oportunidades de disfrutar a su costa. No lo hizo tan bien como de costumbre, pues en cuanto tenía un momento para pensar, lo dedicaba a meditar cómo sorprender a Robert.

Belinda, Joan y Nora sostuvieron una conversación mientras asistía a la clase de música.

—Tenemos que mantenerla alejada de Robert durante unos días, si podemos —dijo Joan—. Le odia, y ya sabéis qué vivo tiene el genio. Sin duda le atacará de nuevo si le hace alguna mueca.

—Eso hará que se calme los nervios —intervino Nora—. Si os parece, nos la llevaremos al pueblo y también que esté ocupada en el jardín con John o algo parecido. Cuanto menos vea a Robert, mejor. Yo misma no tengo el más mínimo interés en verle mucho.

Así, en los días sucesivos, Elizabeth se encontró que la solicitaban por todas partes.

—Ven a ayudarme a elegir una cinta —le suplicó Joan—. Necesito una.

Y las dos se fueron al pueblo.

—Elizabeth, ven a practicar lacrosse —la invitó Nora—. Un poco más y serás del primer equipo.

Elizabeth, resplandeciente de orgullo, se fue en busca de su raqueta.

—John quiere que le ayudemos a amontonar desperdicios para hacer una formidable hoguera —le gritó Belinda—. ¿Vienes?

Y Elizabeth, contenta, se apresuró a ir. Apenas veía a Robert, excepto en la clase. Pero no olvidaba sus planes en cuanto tenía oportunidad, vigilaba su comportamiento con los niños menores a él.

No descubrió nada. Robert parecía dejar en paz a los pequeños. Se sabía vigilado y no quería darle oportunidad de que se saliera con la suya. Elizabeth se cansó al fin. A Robert le gustaba la equitación y cabalgaba siempre que podía. Pero no le permitían cuidar de los caballos, ya que eso era privilegio exclusivo de los chicos y chicas mayores que él. Sin embargo, se pasaba muchos ratos en los establos, hablando a los caballos de ojos castaños que sacaban sus cabezas por los portalones cuando le veían. A Robert no le preocupaban en absoluto los otros animales, lo que era causa de desilusión para otros chiquillos que gustaban de enseñar sus mascotas.

Las continuadas galopadas de Robert y el que Elizabeth fuera distraída por unos y otros, hacía que los dos enemigos apenas tuvieran oportunidad de coincidir. Sólo en las clases podían mostrarse el disgusto que se inspiraban mutuamente.

Robert, decidido a no dar oportunidad a Elizabeth para que se mofase de él, trabajó con ahínco y cuidó especialmente sus deberes. La señorita Ranger, sorprendida de ver cuánto progresaba, le alabó.

—Robert, lo haces muy bien. No me sorprendería que alcanzases el primer puesto de la clase.

Robert enrojeció de placer. En realidad era un niño perezoso que nunca había estado cerca de los primeros de la clase. Elizabeth se molestó al oír a la señorita Ranger. Ella, Elizabeth, sería la primera si se lo proponía. Trabajaría hasta el agotamiento para demostrar a Robert que nunca alcanzaría la cumbre mientras ella perteneciera a aquel grado.

Y así fue como empezó una gran competición de trabajo entre ambos niños para ver quién era más brillante. Sin embargo, no gozaban de sus progresos, lo que era una gran lástima.

Durante una temporada, olvidaron su disputa.

El ratoncito blanco de Jennifer armó un gran alboroto y su dueña estuvo a punto de verse en graves problemas.

Su ratón blanco tenía una familia de nueve ratoncillos, todos adorables, de blanca y suave piel, naricillas y rosados ojos y diminutas colas.

Jenny amaba a los pequeñuelos y resultaba todo un espectáculo ver a la niña con media docena de ratoncillos que subían y bajaban por sus mangas.

—Jenny, guarda los ratones que ya ha sonado el timbre —apremió Elizabeth una mañana—. ¡Deprisa! Te retrasarás y la señorita Ranger no está de muy buen humor en estos momentos que digamos.

—¡Oh, es que no los encuentro a todos! —se lamentó Jenny, palpándose el cuerpo en busca del más rebelde—. ¿Hay uno en mi espalda, Elizabeth?

—¡Oh, Jenny! ¿Por qué se lo consientes? No, no hay ninguno en tu espalda. Ya debían estar en la jaula. Vamos, no espero un segundo más.

Jenny cerró cuidadosamente la puerta de la jaula y corrió detrás de su amiga. Llegaron jadeantes a la clase, al mismo tiempo que la señorita Ranger.

Al fin se sentaron. Tocaba geografía de Australia y sus enormes granjas de ovejas.

Jenny se sentaba en la primera fila, delante de Elizabeth y Joan.

Mediada la lección, Elizabeth vio la nariz de un ratoncito blanco que asomaba por el cuello de Jenny, cosa que notó su dueña. Se removió, alzó la mano y empujó al ratón hacia abajo.

Un deseo incontenible de reírse hizo presa de Elizabeth, que no se atrevía a mirar de nuevo para no estallar en carcajadas. Cuando al fin alzó la cabeza, vio al ratón asomado por la manga izquierda de Jenny. Pareció mirarle con sus ojos rosados. Luego volvió a desaparecer.

Jenny procuraba aguantar las cosquillas. Se revolvió inquieta. Intentó que el ratón se subiera a su hombro, donde se encontraría bien y se dormiría. Pero el animalito no deseaba dormir y corrió por todo el cuerpo de Jennifer, oliendo aquí y allí.

La señorita Ranger lo advirtió.

—¡Jenny! ¿Qué te pasa esta mañana? ¡Estate quieta!

—Sí, señorita Ranger.

Un segundo después, el ratón se puso debajo de su brazo izquierdo, lugar muy sensible a las cosquillas, y la niña dejó escapar una risita e hizo un movimiento brusco.

—¡Jennifer! ¡Te estás comportando como un parvulito! Elizabeth, ¿qué te pasa?

No le ocurría nada, pero no podía evitar reírse de Jenny, dado que sabía el motivo de sus agitaciones. El ratón asomó la cabeza por el cuello de Jenny y contempló a Elizabeth y Joan. Las dos niñas sofocaron sus risas.

—¡Esta clase es una desgracia esta mañana! —gritó impaciente la profesora—. Ven al estrado, Jennifer. Si no puedes estarte quieta sentada, quizá lo consigas de pie.

Jenny obedeció. El ratón, contento de que lo llevaran de paseo, recorrió toda la espalda de Jenny. Ésta se pasó la mano por detrás.

—¡Jenny! ¿Qué te pasa? —preguntó la señorita Ranger.

Toda la clase sabía ya lo del ratón de Jenny y todos se inclinaban sobre los libros, sonrojados en un imposible esfuerzo por contener la carcajada. Un pequeño chillido de Kenneth hizo que la señorita Ranger dejase su libro.

—Alguna broma está en marcha. Bien, deja que yo la comparta. Si es graciosa, podremos reírnos todos. Si no lo es, seguiremos con la lección. ¿Cuál es el chiste?

Nadie se lo dijo. Jenny suplicó silencio con la mirada. El ratón apareció en otra de sus mangas. La señorita Ranger se hallaba realmente intrigada.

Y entonces el ratón decidió explorar un poco el mundo. Saltó al escritorio de la profesora y se sentó a lavarse los bigotes.

Ya nadie pudo contenerse y estalló la risa. La señorita Ranger miró al animalito con la mayor de las sorpresas. No había visto de dónde había salido el ratón.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí?

—Salió de mi manga, señorita Ranger —aclaró Jenny—. Jugaba con mis ratones blancos cuando sonó el timbre y supongo que no los puse a todos en la jaula. Éste se me quedó en la manga.

—Así, ése es el chiste —exclamó la señorita Ranger, empezando a sonreír—. Bien, acepto que se trata de un buen chiste y no me extraña que todos se rieran. Pero no es una broma para repetir, Jenny. Esta vez ha resultado divertido. Recuerda que una segunda vez no lo consideraré chistoso. Lo entiendes, ¿verdad? Los ratones blancos son agradables en su jaula, pero no corriendo por encima de un alumno a la hora de la clase.

—¡Oh, sí! Lo comprendo, señorita Ranger. Ha sido un mero accidente. ¿Puedo guardarme el ratón en la manga?

—Preferiría que no lo hicieses —adujo la señorita Ranger—. Me temo que esta lección no tenga mucho éxito mientras se halle aquí el ratoncillo. Llévalo a la jaula. Tendrá mucho que contar a todos sus hermanitos.

Jenny salió del aula y la clase se serenó de nuevo. Pero la risa había hecho bien a todos. Especialmente a Elizabeth.