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En Whyteleafe

Pronto estuvieron bien instalados. Excepto los recién llegados, los demás ya venían del trimestre anterior. Los que pasaron a una clase superior se sintieron importantes durante los primeros días. El chico y las dos niñas fueron asignados a la clase de Elizabeth.

La señorita Ranger pronunció sus nombres.

—Jennifer Harris, Kathleen Peters, Robert Jones.

Jennifer, de aspecto alegre, tenía el pelo denso, muy corto y un flequillo voluminoso. Sus ojos castaños centelleaban. Las otras niñas intuyeron que era divertida.

Kathleen Peters, de cara pálida, llena de granos, tenía cara de enfadada, el pelo graso y una expresión desagradable. A ninguna le gustó del todo.

Robert Jones, demasiado alto para su edad, mostraba un semblante hosco, si bien al reír cambiaba completamente.

—A mí no me gusta la boca de Robert, ¿y a ti? —preguntó Joan a Elizabeth—. Tiene labios muy delgados y el inferior le sobresale. No parece muy amable.

—Pienso que no podemos cambiar la forma de nuestras bocas —respondió Elizabeth.

—Quizás estés equivocada —opinó Joan—. Creo que la gente forma su propio rostro a medida que crece.

Elizabeth rió.

—En tal caso, es una lástima que la pobre Kathleen Peters no haya conseguido un rostro mejor.

—Calla, que te oirá.

La primera semana transcurrió sin novedad. Durante la misma, se repartieron libros, lápices y plumas y se asignaron los puestos que cada niño debía ocupar en clase. A Joan y Elizabeth les tocó sentarse juntas y eso las agradó. Desde sus asientos, cerca de las ventanas, veían el jardín.

Todos podían cultivar el jardín. John Terry ofrecía pequeñas parcelas a los interesados, siempre que prometieran cuidarlas.

Había niños que preferían cultivar lechugas; otros, flores, y hasta había un enamorado de las rosas en cuyo huerto sólo crecían seis bonitos rosales.

Elizabeth prefirió no aceptar una parcela, sino ayudar a John en sus tareas de jardinería mayor. Se sentía impaciente por hacer planes con él. En su mente bullían mil proyectos. Había leído dos veces un libro de horticultura durante las vacaciones.

También podían tener sus propios animales, excepto perros o gatos, por la dificultad que entrañaba alimentarlos. Las mascotas no podían tenerse encerradas en jaulas. Abundaban los conejos y los conejillos de Indias. También había palomas con cola en forma de abanico en un palomar construido sobre un poste. Otros niños tenían canarios o carpas doradas. Resultaba divertido tener animales, pero no a todos los niños se les permitía semejante responsabilidad. De ese privilegio gozaban sólo aquéllos que amaban a los animales. Éstos se hallaban instalados en grandes y ventilados cobertizos no lejos de los establos donde vivían los caballos. En el colegio de Whyteleafe se practicaba la equitación.

Las gallinas y patos pertenecían a la escuela. Los niños podían cuidar de ellos y alimentarlos. Tres hermosas vacas pacían en el prado y una pareja de alumnos se cuidaban de ordeñarlas cada día. Para ello debían madrugar. Y lo hacían gustosamente, pues les divertía.

Jennifer Harris trajo varios ratones blancos muy pequeños. Los tenía en una gran jaula que limpiaba todos los días. Nadie podía tocarlos. Constituían una novedad, pues ningún niño poseía ejemplares parecidos. Elizabeth y Joan fueron con Jennifer a verlos.

—¿Verdad que son simpáticos? —dijo Jennifer, dejando correr un ratón por debajo de su manga—. ¿Ves sus ojos rosados, Elizabeth? ¿Te gustaría que uno corriera por debajo de tu manga? Da una sensación muy agradable.

—No, gracias. Puede que a ti te guste, pero no estoy muy segura de que resulte agradable para mí.

—¿Son tus ratones blancos, Jennifer? —preguntó Harry—. ¡Oh, qué bonitos! Pero ¡cáscaras! Uno asoma por tu cuello, ¿lo sabes?

—Claro que sí. Cógelo, Harry. También se introducirá por tu manga y saldrá por tu cuello.

¡Y lo hizo! El diminuto roedor se perdió en la manga del muchacho para luego asomar su pequeña nariz por detrás de su cuello. Joan se estremeció.

—¡Oh, yo no lo soportaría! —dijo.

Sonó el timbre y el ratón volvió precipitadamente a su caja.

Joan dio una última mirada a los conejos, que compartía con Elizabeth.

Las horas del té y de la cena durante la primera semana fueron inolvidables. Los niños tenían permiso para sacar lo que quisieran de sus cajas de golosinas. ¡Cómo gozaban con los pasteles, bocadillos, dulces, bombones, carnes en conserva y confituras! Todo el mundo ofrecía lo suyo. Robert no parecía muy complacido. Kathleen Peters no ofreció ninguna de sus golosinas, pero sí aceptaba cuando la invitaban.

Elizabeth recordó su propio egoísmo al principio de su primer curso y no dijo nada.

«No puedo censurar a nadie por algo que yo también hice —pensó—. Pero me agrada saberme distinta ahora».

El gran acontecimiento de la semana fue la primera Junta del colegio. Toda la escuela asistía, incluso algunos profesores.

La señorita Belle, la señorita Best y el señor Johns nunca faltaban. Se sentaban al final y no participaban en las deliberaciones, a menos que los niños requiriesen su ayuda.

Era una especie de asamblea que regía la escuela, donde los niños establecían sus propias reglas, formulaban quejas y peticiones, se juzgaban los unos a los otros y castigaban el mal comportamiento.

No era agradable que las faltas de uno se divulgaran y se discutieran. Pero, por otro lado, resultaba preferible airear los fallos a guardarlos en secreto y que éstos fuesen cada vez peores. Más de un niño había corregido actitudes tan feas como engañar o mentir, al beneficiarse de la simpatía y ayuda de todos los demás.

La primera asamblea escolar se celebró al final de la primera semana. Los niños entraron en el gimnasio, donde había instalada una gran mesa para los doce monitores del jurado. Éstos habían sido elegidos en la anterior Junta. Su cargo duraba un mes y podían ser reelegidos.

Todos se pusieron en pie cuando William y Rita, los dos jueces, entraron en el gimnasio.

William golpeó la mesa con un pequeño martillo de madera y los niños se sentaron en silencio.

—No hay mucho que decir hoy —habló el niño juez—. Supongo que a los nuevos se les habrá dicho por qué celebramos la Junta todas las semanas y qué hacemos en ella. Vemos aquí a los doce monitores y sabemos para qué han sido elegidos. Confiamos en ellos, nos consta que son leales, sensibles y amables, y por eso obedecemos y aceptamos las reglas que aprueban.

Rita prosiguió el discurso de William.

—Espero que hayáis traído vuestro dinero. Los nuevos sabrán ya que el dinero se deposita en esta gran caja y sólo recibiremos dos chelines cada semana. Con esto hay suficiente para comprar cuanto necesitamos: sellos, golosinas, tintas, cordones de zapatos y otras cosas. Quien necesite más, deberá decir para qué lo quiere y le será concedido si lo merece. Ahora preparad vuestro dinero, por favor. Nora, pasa la caja.

Nora cogió la gran caja y la pasó de hilera. Los niños depositaron su dinero. Robert Jones no ocultó su disgusto.

—Tengo una libra que me dio mi abuelo y no veo por qué tengo que ponerla en esa caja —gritó.

—Robert, algunos de nosotros disponen de mucho dinero y otros de poco —explicó William—. También se da la circunstancia de que algún alumno, por su cumpleaños, recibe dinero en exceso y en otras ocasiones es más pobre que un bolsillo al revés. Si depositamos nuestro dinero en la gran caja, todas las semanas dispondremos de dos chelines para gastar. Y si necesitamos algo más, podemos conseguirlo si el jurado lo concede. Así que entrega tu dinero.

Robert puso su billete, pero muy poco convencido de la bondad del sistema.

—¡Alégrate! —le susurró Elizabeth.

La mirada de Robert la hizo enmudecer.

Nora depositó la caja de nuevo en la mesa. Pesaba mucho.

Entonces se devolvieron dos chelines a cada uno. Rita y William recibieron lo mismo.

—¿Alguien necesita dinero extra esta semana? —preguntó William.

Kenneth se levantó.

—¿Me pueden conceder seis peniques? —solicitó—. He perdido un libro de la biblioteca y no lo encuentro. Me han multado con seis peniques.

—Sácalos de tus dos chelines —dijo William, y el jurado asintió—. El dinero de la caja no debe servir para pagar descuidos, Kenneth. Se pierden demasiados libros. Paga a la biblioteca los seis peniques y ya los recuperarás cuando devuelvas el libro.

Una niña se levantó.

—Mi madre vive en el extranjero y tengo que escribirle cada semana, pero el sello vale siete peniques. ¿No podría conseguir algo más de dinero para este gasto extra?

El jurado discutió el caso y estuvo de acuerdo en admitir la pésima fortuna de Mary, obligada a gastarse tanto dinero en una sola carta todas las semanas.

—Bien, tendrás cuatro peniques y medio más cada semana —accedió Rita—. Tú pagarás dos peniques y medio, el resto lo abonará la escuela. Considero que es una solución justa.

—¡Oh, claro que sí! —exclamó Mary—. Gracias. Muchas gracias.

Le dieron cuatro peniques y medio, que guardó en su monedero.

—Creo que esto es todo por esta semana —siguió Rita, consultando sus notas—. Sin duda habéis comprendido que todo mal comportamiento, antipatía, desobediencia, engaño, abuso y demás, debe ser notificado a esta Junta. Sin embargo, espero que los niños nuevos no caigan en la tentación de contar chismes. Sus monitores sabrán explicarles todo lo que he dicho.

—Lo intentaremos —contestó Nora.

—¿Alguna queja más antes de levantar la sesión? —preguntó William.

No la hubo; por lo tanto, se acabó la Junta y los niños salieron en fila del gimnasio.

Elizabeth caminaba silenciosa, recordando sus malos ratos ante la Junta. ¡Qué desafiante y grosera había sido! Ahora le parecía inconcebible. Acompañó a Joan a dar de comer a los conejos. Uno de ellos era tan manso que permanecía quieto en los brazos de Elizabeth.

—¿Has advertido que tranquilo se presenta este curso? —preguntó Joan—. Espero que sea de nuestro agrado. ¿Corremos un poco?

Joan ni se imaginaba ni remotamente que la paz reinante no tardaría en verse alterada.