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De vuelta a Whyteleafe

Elizabeth estaba excitada. Las largas vacaciones de verano ya casi habían terminado y se aproximaba la hora de ir al colegio. Su madre, la señora Allen, le preparaba sus cosas y la niña la ayudaba a ordenar el gran baúl.

—Me entusiasma la idea de ver nuevamente a todos mis amigos —exclamó Elizabeth—. Soy feliz al pensar que volveré a Whyteleafe. El invierno me resulta ahora más atractivo.

La señora Allen miró a su hija y se rió.

—¿Te acuerdas de lo excitada que te pusiste antes de ir a la escuela por primera vez el pasado curso? Entonces prometiste ser mala y desobediente para lograr que te devolviesen a casa. Me complace saber que ahora irás feliz.

—¡Oh, mamá! Fui una gran estúpida —Elizabeth enrojeció al recordar lo ocurrido entonces—. Me ruborizo cuando pienso en las cosas que dije e hice. ¡Hasta me negué a compartir las golosinas! Fui terriblemente ruda y grosera en clase y me negué acostarme a la hora. En verdad que me propuse conseguir mi vuelta a casa.

—Por fortuna no te expulsaron porque luego resultó que te agradaba el colegio —comentó su madre, sonriente—. Bueno, confío en que este año no serás la niña más traviesa de la escuela.

—Por supuesto que no, mamá, aunque tampoco seré la mejor. Tú sabes con qué facilidad salto. Además, hablo demasiado al buen tuntún y no sé reprimirme, lo que me origina algún que otro disgustillo. Lo importante será acabar bien y con provecho el curso.

—Excelente —aplaudió su madre, cerrando la tapa—. Ya está listo el baúl. He puesto una caja de caramelos, un gran pastel de chocolate, bocadillos y un gran bote de compota negra de grosella. Es suficiente, ¿verdad?

—¡Oh, sí, gracias, mamá! A todas les gustará probarlo. Confío en que la madre de Joan se acuerde de regalarle una caja de pasteles.

Joan era la amiga de Elizabeth. Ambas habían pasado juntas las vacaciones de verano, que transcurrieron felices. Finalmente, Joan se marchó a su casa para estar una o dos semanas con sus padres antes de volver al colegio.

Elizabeth esperaba con impaciencia reunirse de nuevo con su amiga. La ilusionaba compartir con ella el mismo dormitorio, sentarse en el mismo banco y disfrutar con los mismos juegos.

La señora Allen conocía a través de su hija las costumbres del colegio Whyteleafe, donde los alumnos se gobernaban por sí mismos. Sólo en muy raras ocasiones imponían castigos los profesores. Semanalmente se celebraba una gran asamblea y era obligatorio asistir a ella. Un niño y una niña eran elegidos jueces, y doce monitores elegidos por los propios muchachos formaban el jurado. Cualquier queja debía ser expuesta a la Junta y, si algún niño se había portado mal, ellos mismos le imponían un castigo.

Elizabeth llegó a sufrir las peores sanciones debido a su pésimo comportamiento y desobediencia. No hubo regla del colegio que no vulnerara. Gracias a Dios, comprendió a tiempo lo beneficioso que resultaba observar una conducta intachable y el bien que ello comportaba a todo el colegio.

Sin duda alguna, el próximo curso le depararía la ocasión de demostrar a los demás lo estupenda que era.

La marcha estaba fijada para el día siguiente. Entre sus cosas había un nuevo palo de lacrosse y otro de hockey sobre hierba para practicar ambos deportes en Whyteleafe. Se sentía muy animada. En realidad nunca había practicado un deporte, si bien estaba determinada a sobresalir en ellos. Le gustaba correr y no dudaba de que lograría marcar muchos goles.

Su madre la llevó a la estación de Londres donde aguardaba el tren que llevaría a los niños al colegio. Elizabeth bailó de contento en el andén al ver a sus amigas.

—¡Joan, has llegado primero! ¿Cómo está, señora Townsend? ¿Ha venido a despedir a Joan?

—Así es, querida. Me complace saludarla, señora Allen, y también me complace ver a la peor niña del colegio Whyteleafe contenta de volver a él.

—Por favor, señora Townsend. Nunca más seré la peor niña del colegio. ¡Oh, allí está Nora! ¡Nora! ¡Nora! ¿Qué tal has pasado las vacaciones?

Nora, alta y morena, se volvió.

—Hola, Elizabeth. Compruebo que vuelves. Querida, tendremos que redactar nuevas reglas para ti.

La señora Townsend se rió.

—Ya lo ves, Elizabeth. Todos te fastidiarán recordándote el pasado. Creo que lamentarán que ya no seas la misma del curso anterior.

—¡Mira, ahí llega Harry! —gritó Joan—. ¡Harry! ¿Te acuerdas de los conejos que nos regalaste? Pues se hicieron mayores y han tenido crías. Me he traído dos gazapos. Serán mis favoritos.

—Los recuerdo y eran… ¡Hola, Elizabeth! ¡Qué morena estás! Eh, John, mira quién está aquí. Seguro que te gustará hablar de tu jardín con ella —contestó Harry.

John Terry se acercó. Alto y fuerte, de unos doce años, aficionado a la jardinería, era el responsable del jardín de la escuela, después del señor Johns, un maestro. Con Elizabeth había planeado toda clase de actividades para el inminente curso.

—Bienvenida, Elizabeth —saludó—. ¿Te has traído aquel libro de agricultura que me prometiste? Este año será más divertido. Cavaremos de lo lindo y quemaremos toda la maleza.

Hablaron ávidamente uno o dos minutos, hasta que llegó otro muchacho de pelo oscuro y semblante frío que cogió por el brazo a Elizabeth.

—¡Hola, Richard! Eres un mentiroso. Prometiste escribirme y no lo has hecho. ¿También te has olvidado de practicar durante las vacaciones?

Richard se rió. Estaba considerado como un futuro gran músico. Pese a sus pocos años tocaba con rara perfección el piano y el violín. Richard y Elizabeth amaban la música y ambos interpretaban dúos en los conciertos del colegio.

—Estuve en casa de mi abuelo. Por cierto, tiene un violín maravilloso. Me permitió tocarlo y, aunque me olvidé de todo el mundo, dediqué todo el tiempo de mis vacaciones a la música. Gracias por tu postal. La escritura era tan mala que sólo pude leer tu nombre. De todos modos, gracias.

—¡Torpe! —gritó indignada Elizabeth, que al observar el pestañeo de Richard, se rió—. Perdóname. Sin duda el señor Lewis nos dejará tocar algún dúo este curso.

—Despedíos de vuestras familias —ordenó la señorita Ranger, aproximándose al pequeño grupo—. El tren está a punto de salir. Ocupad vuestras plazas lo antes posible.

La señorita Ranger había sido profesora de Elizabeth. Aunque severa, jamás cometía una injusticia y sabía ser alentadora.

Elizabeth y Joan se alegraron de verla. Ella les sonrió y se fue al siguiente grupo.

—¿Te acuerdas cuando la señorita Ranger te expulsaba de clase, por lanzar papeles con la regla a los compañeros? —comentó John, sonriendo.

Las dos niñas se subieron a un vagón. Elizabeth rió. Luego se volvió hacia su madre.

—Adiós, mamá querida. No sufras por mí. Seré buena.

Se oyó el estridente pitido de la máquina. Los colegiales se habían acomodado en los respectivos compartimientos. Los padres y familiares les decían adiós. El tren se puso en marcha y abandonó la estación de Londres.

—Otra vez solas —comentó Elizabeth.

Luego miró a su alrededor. Allí estaban Nora, Belinda, Harry y John Terry. Éste sacó una bolsa de caramelos y ofreció el dulce contenido a sus amigos, que aceptaron uno. Luego charlaron y rieron. Los chicos explicaban los sucesos más sobresalientes de sus vacaciones.

—¿Se incorpora algún nuevo alumno este curso? —preguntó Joan—. No he visto a ninguno.

—Sí, hay dos o tres novatos —explicó John—. Un chico de aspecto desagradable y sombrío y una pareja de niñas. Creo que pertenecen a tu grupo.

—¿Qué opinas de las niñas? —preguntó Joan.

El chico no contestó.

—Bien, ya averiguaremos cómo son —Joan se volvió hacia Elizabeth—. Elizabeth, ¿qué contiene tu caja de golosinas? Mi madre me ha puesto una enorme caja de bombones, un pastel de jengibre, un bote de miel y otro de mermelada.

—Excelente —alabó Elizabeth.

Los muchachos hablaron acerca de sus cajas de golosinas. El tiempo transcurría tan feliz como el tren rodaba por la vía.

Y llegó ese momento de nervios de todo final de viaje. El tren se detuvo en la estación de una pequeña ciudad y los muchachos corrieron a tomar por asalto dos autocares.

—¿Alguien distingue ya Whyteleafe? —preguntó Elizabeth cuando los coches se pusieron en marcha—. ¡Oh, mira allí! ¿No te parece hermoso?

Los muchachos miraron la montaña en cuya cima estaba la escuela. Todos se sintieron complacidos. Las enredaderas en las paredes comenzaban a tornarse doradas y las ventanas brillaban al sol otoñal.

Los autocares atravesaron la amplia arcada y ascendieron por el camino hacia la puerta principal. Elizabeth recordó su primera llegada, cinco meses antes, y el odio que experimentó hacia todo aquello. Esta vez, gozosa, abandonó el autocar y corrió con los demás hasta la escalinata. Desde allí vio a los nuevos alumnos, que discutían desorientados sin saber qué hacer o adónde ir.

Elizabeth cogió del brazo a su amiga Joan.

—Acerquémonos a los nuevos —propuso—. Parecen polluelos perdidos.

—Adelante —aceptó Joan.

El trío oscilaba entre los once y los doce años. El muchacho era muy alto para esa edad.

—Venid con nosotras y os enseñaremos dónde están los lavabos y el comedor —invitó Elizabeth.

Ellas la miraron agradecidas. Rita, la chica juez, llegó entonces.

—Compruebo que te preocupan los nuevos, Elizabeth. Gracias por tu interés.

Elizabeth la presentó.

—Es la chica juez. ¡Mirad!, aquí llega William, el otro juez. Los dos son estupendos. Venid.

Poco después entraban hambrientos en el comedor. ¡Qué placer les produjo el olor de estofado con zanahorias y cebollas!

—Es grato volver —exclamó Elizabeth, sonriendo a los rostros desconocidos—. Me ilusiona pensar las aventuras que nos aguardan en este curso.

—Quizá no tengamos ninguna —respondió Joan.

Sin embargo, fueron muchas las novedades en aquel curso.