22

Rita habla a Elizabeth

—Elizabeth fue a la enfermería en el momento en que el ama salía sonriente de allí.

—¿Cómo está Joan? —preguntó Elizabeth.

—Mucho mejor. Pronto le daremos de alta y correrá por ahí otra vez.

—¡Oh, qué bien! ¿Puedo entrar?

—Sí. Puedes quedarte veinte minutos, hasta las clases de la tarde. Habla con voz pausada y no excites a Joan.

Elizabeth cerró la puerta silenciosamente tras ella. Vio a Joan tendida en su blanco lecho debajo de una gran ventana soleada y a la señora Townsend sentada a su lado.

—¿Eres Elizabeth? —preguntó la madre de Joan, con una sonrisa de bienvenida.

La niña le estrechó la mano, pensando que la señora Townsend no tenía aspecto de estar enfadada a pesar de todo. Se inclinó y besó a su amiga.

—Me siento feliz de que estés mejor, Joan. Te echo de menos.

—¿De veras? —preguntó Joan, complacida—. Yo también te he echado de menos.

Acércate, Elizabeth —dijo la señora Townsend—. Quiero darte las gracias por tu carta. Me sorprendió mucho su contenido. Debió de resultar difícil escribirla.

—Es verdad —afirmó Elizabeth—. Tuve mucho miedo de que se enfadara conmigo, señora Townsend. Yo sólo quise que Joan fuera feliz el día de su cumpleaños y no pensé en que averiguaría la verdad. Comprendo que hice mal.

—No, Elizabeth. Te debemos que todo ahora sea mejor que antes.

—¿Cómo es posible? —preguntó Elizabeth sorprendida, mirando a Joan y a su madre.

—Así es, pequeña —aclaró la señora Townsend sonriente—. Joan te explicará lo que hemos hablado y comprenderás muchas cosas. Ahora sólo quiero decirte que estoy muy, muy contenta de que Joan tenga semejante amiga. Será mucho más feliz en Whyteleafe si tú estás con ella. Debe de ser horrible carecer de amigas.

—¿Por qué no te quedas en Whyteleafe? —suspiró Joan, cogiendo la mano de su amiga—. ¿No podrías quedarte?

—No me lo pidas, Joan. Sabes que estoy decidida a irme y es de débiles cambiar de opinión. He dicho que me iré si la Junta lo acepta y regresaré con mis padres cuando vengan a visitarme a mitad de curso.

—¿Vendrás a visitarme mediado el curso, mamá? —preguntó Joan.

—Claro que sí. Entonces no estarás enferma y podremos pasar el día en la ciudad, Joan.

—¡Oh, qué bien! —gritó la niña, feliz.

Por primera vez su madre vendría a mitad de curso y la pequeña se sentía encantada.

—Ahora sí que me repondré pronto —añadió—. Así estaré bien cuando vengas.

Sonó un timbre. Elizabeth se levantó rápidamente.

—Hora de clase. Debo irme. Adiós, señora Townsend. Y gracias por su amable acogida a mi carta. Adiós, Joan. Celebro que te sientas tan feliz. Vendré a verte otra vez si el ama me deja.

Salió corriendo.

La señora Townsend se volvió hacia Joan.

—Es una niña muy simpática. No comprendo que al principio se mostrase tan rebelde. ¡Lástima que quiera irse! Es la clase de niña de la que Whyteleafe puede enorgullecerse.

Mientras se hallaba sentada en clase de dibujo Elizabeth pensó en Rita.

«Le prometí hablarle en cuanto obtuviera respuesta a mi carta. Bueno, no ha sido exactamente una respuesta y, no obstante, sé la respuesta. La señora Townsend vino en persona a decírmela».

La señorita Belle y la señorita Best llamaron a Rita aquel mismo día y le hablaron de la extraña carta que Elizabeth enviara a la señora Townsend.

—Se gastó el dinero en comprar un gran pastel a Joan y otros obsequios —dijo la señorita Belle—. Ahora ya sabes en qué invirtió el dinero, Rita.

—¿Por qué no lo dijo? —preguntó extrañada Rita.

—Porque todos se hubieran enterado de la amargura de Joan por el olvido de su madre —explicó la señorita Best—. Elizabeth lleva poco tiempo en Whyteleafe, de otro modo hubiera recurrido a ti, o a cualquiera de los monitores de su confianza para pedir consejo. Eso, unido a su terquedad e independencia, hizo que tratase de resolver sus asuntos sin ayuda de nadie.

—De todos modos, debemos admitir que es una niña muy buena —añadió la señorita Best—. Es valerosa, amable e inteligente y, aun cuando haya sido la más desobediente y terca niña que hayamos tenido, se corrigió pronto.

—Sí —afirmó Rita—. Me gustó casi desde el principio, aun cuando fue muy difícil. Y, por supuesto, es la clase de niña que queremos en Whyteleafe. Pero regresará a su casa y hemos prometido consentirlo, si ella lo desea.

—Háblale, Rita —aconsejó la señorita Best—. Dijo que hablaría contigo cuando recibiera respuesta a su carta, ¿no es así? Bien ya sabemos la respuesta y no es una respuesta que pueda explicarse en una Junta escolar. Habla con ella y decide tú qué debe hacerse. Ahora sabes que, si bien hizo mal, su intención compensa los problemas causados.

—Sí yo también lo creo así —convino Rita, que había escuchado con mucho interés cuanto la señorita Belle y la señorita Best acababan de relatarle.

Después del té, Elizabeth corrió en busca del ama para rogarla que le permitiera estar con Joan. Tropezó con Rita.

—¡Caramba! ¡Vaya huracán! —exclamó Rita, respirando entrecortadamente—. Eres la persona a quien busco. Acompáñame.

Rita disponía de un pequeño dormitorio individual por ser delegada. Se sentía muy orgullosa de ello y lo había decorado lo mejor que pudo. Elizabeth no lo había visto antes. La joven observó complacida a su alrededor.

—¡Qué estancia más linda! Me gusta la alfombra azul y el mantel azul y los cuadros y las flores. ¿Es tuya esta habitación, Rita?

—Sí. William tiene otra igual, tan bonita como ésta. Ahora viene. ¿Quieres un caramelo, Elizabeth?

Rita cogió un bote de un pequeño armario y se lo ofreció a Elizabeth, que sacó un caramelo, mientras se preguntaba qué le dirían William y Rita. Se oyó un golpe en la puerta y William entró.

—Hola —saludó sonriente—. ¿Cómo está la Valiente Salvaje?

Elizabeth rió. Le gustaba que William le llamase así, aun cuando había odiado el nombre.

—William y yo sabemos ahora en qué te gastaste la libra y por qué no lo dijiste —explicó Rita—. Comprendemos perfectamente por qué te negaste a decírselo a la Junta.

—Nosotros tampoco hablaremos de eso ante la Junta —afirmó William, sentándose en el cómodo sillón de Rita.

—¿No estás obligado a hacerlo? —preguntó Elizabeth sorprendida.

—No —respondió William—. Rita y yo somos los jueces y decidimos si debe o no hablarse en la Junta. Por lo que si consideramos improcedente dar explicaciones, nadie puede exigirlas. Estamos en nuestro derecho. Anunciaremos que hemos sido satisfactoriamente informados y que el asunto se da por zanjado.

—¡Oh, gracias! —exclamó Elizabeth—. Bueno, no pensaba en mí, sino en Joan.

—Lo sabemos —intervino Rita—. Intentaste hacer una cosa buena por el procedimiento inadecuado. Si llevases más tiempo en Whyteleafe, hubieras actuado de modo muy distinto.

—Eso es cierto. Sin embargo ya he aprendido mucho. Aunque me gustaría saber tanto como tú y William.

—¿Por qué no te quedas y lo aprendes? —propuso. William, riéndose—. Eres la clase de chica que necesitamos en Whyteleafe. Serías una monitora excelente.

—¿Yo monitora? —preguntó Elizabeth, en el colmo de la sorpresa—. ¡Oh, nunca, nunca sería monitora!

—Puede parecerte imposible ahora, Elizabeth —contestó William—. Pero dentro de un curso o dos, serás lo suficientemente sensata y responsable para hacerlo bien.

—La verdad es que me encantaría ser monitora y sentarme en el jurado. ¿Qué pensarían mamá y la señorita Scott, mi antigua institutriz? ¡Jamás lo creerían! Me consideran incapaz de hacer nada que valga la pena.

—Eso era antes —afirmó Rita riéndose—. Muy pronto serás capaz de todo. ¿Por qué no te quedas y lo intentas?

—Empieza a seducirme la idea. Pero no puedo cambiar de opinión. Prometí irme a casa a mitad de curso y voy a cumplirlo. Sólo los débiles cambian de opinión. Primero dicen una cosa y después otra. Yo no quiero ser así.

—Me gustaría saber de dónde sacaste esa idea —exclamó William—. Me refiero a que es una debilidad cambiar de opinión. Estás equivocada.

—¿Equivocada? —preguntó sorprendida Elizabeth.

—Naturalmente. Uno adopta decisiones según las circunstancias. Pero cuando la realidad nos demuestra que estamos equivocados, entonces la debilidad consiste en no cambiar de opinión. Admitir los errores y corregirlos es privilegio de los fuertes.

—No se me había ocurrido —aceptó Elizabeth confundida.

—Bueno, no le des muchas vueltas en la cabeza —aconsejó William levantándose—. Debo irme. Piensa en lo que hemos hablado, Elizabeth. La próxima vez será la última para ti si nos abandonas. Nosotros mantendremos nuestra palabra y te dejaremos marchar si así lo quieres. Puedes decírselo a tus padres cuando vengan a verte. La señorita Belle y la señorita Best te apoyarán. Sin embargo, sentiremos perder a la niña más desobediente del internado.

Elizabeth abandonó la estancia con la cabeza hecha un torbellino. Le gustaban Rita y William. Pero ¡no podía cambiar de opinión! Se avergonzaría de aceptar que estaba equivocada.