Más problemas
Elizabeth se sentó a escribir a la madre de Joan. Mordió el extremo de la pluma. Empezó dos veces y rompió el papel. Era muy, muy difícil.
Necesitó mucho tiempo para escribir la carta, pero por fin acabó y la echó al buzón. Decía lo siguiente:
Querida señora Townsend: Soy Elizabeth Allen, amiga de Joan. Quiero mucho a su hija, pero soy culpable de su desgracia. Joan está enferma. Le explicaré.
Joan me habló de usted y del gran amor que le profesa. Pero duda que usted le corresponda, pues no le escribe ni recuerda su cumpleaños. Es muy triste que no recuerden el cumpleaños de una cuando se está en el colegio. Todas reciben felicitaciones y un pastel. Bueno, tío Rupert me envió una libra y se me ocurrió una buena idea. Pero no lo fue. Encargué un pastel grande para Joan con una dedicatoria, le escribí unas felicitaciones que decían: «Con cariño, de mamá» y «Con amor, de papá» y se las mandé. Compré un libro y fingí que era usted quien se lo regalaba.
Joan fue muy feliz el día de su cumpleaños al creer que usted se había acordado de ella. Nunca se imaginará lo feliz que fue. Luego le escribió a usted para darle las gracias por todo. Yo no tuve en cuenta eso y, claro, usted le contestó diciendo que no lo había enviado. Joan tuvo un gran disgusto. Salió a dar un paseo y la sorprendió una tormenta. Regresó empapada y ahora está muy enferma.
Me siento muy desdichada. Toda la culpa es mía. Sin embargo, mi intención fue hacer feliz a Joan. Le ruego que venga y traiga un poco de amor a Joan. Eso la pondrá tan contenta que no dudo de que la ayudará a restablecerse pronto. Sé que se enfadará mucho conmigo cuando sepa todo esto. ¡Lo siento!
Elizabeth acudió al ama para rogarle que le permitiera visitar a Joan. El ama no lo autorizó.
—El médico lo ha prohibido. Está muy enferma.
Entonces buscó a John, entretenido en clavar palos para que los guisantes se encaramasen por ellos. Los niños pasaban todos sus ratos libres en el jardín. Y eso era lo bueno de Whyteleafe. Todos podían plasmar en realidad sus aficiones, seguros de que hallarían comprensión y ayuda.
—Joan está enferma. ¿Puedes darme unas flores para ella?
—Claro que sí. Coge aquellos tulipanes rosados, si te gustan.
—¡Oh, son los mejores que tienes, John! ¿No los reservabas para algo especial?
—Que Joan esté enferma es algo especial —dijo John—. Córtalos con tallo largo y hazles una ranura en los extremos antes de ponerlos en agua, así durarán mucho.
A Elizabeth le faltó tiempo para coger los tulipanes, buscar un jarrón y entregarlos al ama antes de que sonase el timbre de la escuela. El ama prometió llevárselos a Joan. Luego se apresuró y llegó con el tiempo preciso para la clase.
—No olvides que la reunión escolar será esta noche —le recordó Belinda a Elizabeth.
—¡Qué lata! —se quejó Elizabeth desalentada—. No iré, pues habrá problemas para mí.
—Tienes que ir —aconsejó, sorprendida—. ¿O te da miedo?
—No. No tengo miedo. Iré.
Y asistió. Muy enfadada, se acomodó entre Harry y Helen, segura de que Nora se quejaría de ella.
«Aunque lo haga, no proclamaré el secreto de Joan —se dijo Elizabeth—. Que me castiguen, pero entonces volveré a ser mala; peor que nunca».
Nora se puso en pie y habló gravemente a Rita y William.
—Tengo un serio informe acerca de Elizabeth. Aun cuando le dimos oportunidad de ser buena y útil la semana pasada, lamento decir que ha sido mezquina y mentirosa. Bajó al pueblo a gastarse una libra esterlina en vez de ponerla en la caja. No quiso darme explicaciones.
Todos miraron a Elizabeth.
—¡Una libra! —exclamó Rita—. ¡Veinte chelines gastados en una tarde! ¿Es cierto eso, Elizabeth?
—Cierto —contestó malhumorada.
—Eso es muy malo —gritó Eileen—. Todos ponemos el dinero en la caja y lo compartimos. Además le dimos un extra a Elizabeth para un disco. En cambio, ella pone su dinero en su bolsillo. ¡Mezquina!
Todos hablaron enojados. Elizabeth, silenciosa, sonrojada y seria, permaneció sentada.
Rita golpeó la mesa.
—¡Silencio!
Cuando todos se enmudecieron, se volvió hacia Elizabeth.
—Ponte en pie. Dime en qué gastaste la libra. Al menos concédenos el derecho a juzgar si gastaste el dinero bien o mal.
—No puedo decirte en qué la gasté. No me lo preguntes, Rita. Es un secreto y no me pertenece. En realidad, me olvidé que debía entregarlo a la caja y me lo gasté en lo que quise. Es verdad, me olvidé.
—¿Crees que te hubiéramos autorizado a gastarlo en lo que compraste? —preguntó Rita.
—Lo ignoro. Sólo puedo decirte que lamento haberlo gastado. Me equivoqué.
Rita lo sintió por Elizabeth.
—Bien, al menos acepta que diste un mal uso al dinero. Si te hubieras atenido a nuestra regla, ahora no lo lamentarías. ¿Comprendes lo acertado de nuestro sistema?
—Sí, lo comprendo —contestó Elizabeth, agradeciendo que Rita se mostrase amable.
—Ahora escucha, Elizabeth —dijo Rita, tras hablar un rato con William—. Seremos contigo lo más imparciales que podamos. Pero debes confiar en nosotros y decirnos en qué gastaste el dinero. Si consideramos que el fin fue bueno, no hablaremos más del asunto. En otro caso, te rogaremos que en lo sucesivo te atengas a la regla.
—Eres muy justa, Rita —contestó Elizabeth, casi anegada en lágrimas—. Pero no puedo decírtelo. Sé que utilicé mal el dinero pero hay alguien más mezclado y, sencillamente, no debo hablar de este asunto.
—¿Quién está metido en el asunto? —le preguntó Rita.
—Imposible responderte —contestó Elizabeth, dispuesta a no involucrar a la pobre Joan.
—¿Le has hablado a alguien de este secreto?
—Sólo a una persona mayor.
—¿Qué dijo esa persona mayor? —preguntó William.
—Nada, de momento. Le escribí ayer, contándoselo.
William, Rita y los monitores hablaron durante un rato. Todos se hallaban intrigados y sin saber qué hacer.
Era un asunto muy grave y había que solucionarlo de un modo u otro.
—La señorita Best y la señorita Belle no están aquí esta noche —dijo Nora, mirando hacia atrás—. Parecen preocupadas con la enfermedad de Joan Townsend. Sólo ha venido la señorita Ranger y el señor Johns. Puesto que no podemos pedirles consejo a ellas, que nos asesore la señorita Ranger o el señor Johns.
—Hay otra solución —dijo William—. Dejemos el asunto pendiente hasta que Elizabeth reciba respuesta a su carta.
—De acuerdo —añadió Rita, que golpeó la mesa con el martillo.
Cuando los presentes callaron, dijo:
—Elizabeth, vamos a dejar el asunto pendiente hasta que hayas recibido respuesta a tu carta. ¿Vendrás a mí y me lo dirás cuando la recibas?
—Sí, Rita —contestó Elizabeth, agradecida—. La persona a quien escribí estará enfadadísima conmigo y me gustaría desahogarme en tu hombro, pero ahora no puedo.
—Bien, opino que Elizabeth sufre su propio castigo al no poder confiarse a nosotros —intervino William—. En todo caso, dentro de un día o dos, que acuda a Rita y le hable de la respuesta recibida.
Elizabeth se sentó, contenta del resultado de la reunión. Sus compañeros se mostraban justos e imparciales. Ni siquiera la castigaban.
Cuando repartieron los dos chelines, ella devolvió las suyos a la caja.
—No me los quedo esta semana —dijo—. Renuncio a ellos.
—Buena chica —comentó William.
La decisión de Elizabeth llevó una sensación más agradable a la sala. Todos comprendieron que intentaba reparar su falta.
Después de la reunión, Elizabeth fue a preguntar por Joan. El ama movió la cabeza.
—No mejora. Según el doctor, se halla preocupadísima por algo. Ni tan siquiera desea ver a su madre.
Elizabeth se marchó desalentada.
Joan no quería ver a su madre y ella le había rogado en la carta que viniera.
«Todo me sale al revés —se quejó para sí—. Me gustaría contárselo a Rita. Quizás ella podría ayudarme, pero entonces traicionaría el secreto de Joan, que me odiaría siempre por haber divulgado que el pastel no se lo envió su madre. ¡Oh, Señor! ¿Qué sucederá? ¡Ojalá la señora Townsend se dé prisa en responderme!