Elizabeth tiene un secreto
Aquella semana llegó una carta certificada para Elizabeth. Era de su tío Rupert. Al abrirla, saltó de gozo. ¡Había un billete de una libra en el interior!
«¡Veinte chelines! —murmuró—. ¡Doscientos cuarenta peniques! ¡Oh, amable tío Rupert!»
Leyó la carta. Su tío se había enterado de su marcha al colegio y le mandaba dinero para que se comprara algunas golosinas.
«¡Una libra entera! —musitó Elizabeth con ojos resplandecientes—. ¡Puedo comprar montones de cosas! ¡Puedo comprar un magnífico regalo para Joan!»
Se fue al dormitorio para guardar el dinero en su bolso. Forjó planes, fantásticos planes.
—¡Oh! —dijo sentada en su cama—. ¡Qué divertido! Bajaré al pueblo y encargaré un lindo pastel para Joan. Creerá que es de su madre y le alegrará mucho.
Su pensamiento no se detuvo.
—Pediré el libro que Joan desea y se lo mandaré por correo. En la postal escribiré: «Con cariño, de mamá». Y Joan nunca más será desgraciada.
No se detuvo a reflexionar que Joan más pronto o más tarde descubriría la verdad. Sólo ansiaba proporcionar a su amiga una agradable sorpresa.
Joan no podría bajar con ella al pueblo, pues entonces se enteraría. Rogó a Belinda que la acompañase.
—Iré —accedió Belinda—. Quiero comprar sellos. Iremos después del té. No gastes tan pronto los dos chelines, Elizabeth.
La niña estuvo pensando todo el día en el pastel y los obsequios para Joan. Pensó tanto en ello en la clase de francés que Mademoiselle se enojó.
—¡Elizabeth! Te he formulado tres veces una pregunta y permaneces sentada, sonriendo y sin decir nada —gritó la profesora.
La niña se sobresaltó.
—¿Qué me ha preguntado, Mademoiselle? —balbuceó.
—¡Esta niña! ¿Acaso crees que repetiré cien veces la misma pregunta? —Mademoiselle agitó los brazos en un gesto muy peculiar—. ¡O escuchas con atención durante el resto de la clase, o te quedarás media hora más después del té!
«¡Caramba! —se dijo Elizabeth, recordando su propósito de ir de compras—. Será mejor que deje de soñar y piense en la lección de francés».
Y se esforzó al máximo. La profesora le sonrió amable. A veces la encontraba graciosa, si bien había momentos en que deseaba sacudirla. Sobre todo cuando Elizabeth le decía: «Señorita, no necesita preocuparse de si soy aplicada o no en los exámenes, pues no me quedaré pasado el medio curso».
«Eres la niña más obstinada que jamás he visto», contestaba la profesora de francés, medio enojada y medio sonriente.
Después del té, Elizabeth cogió su dinero y fue en busca de Belinda. Helen quiso acompañarlas.
—¿Qué vas a comprar, Elizabeth? —preguntó Helen.
—Es un secreto. No quiero que entréis en las tiendas conmigo, si no os importa, pues hoy es mi día de secretos. Tiene que ver con alguien más y por eso no os lo puedo contar.
—Bien —aceptó Helen—. Nosotras iremos a comernos un helado de fresa en la confitería. Ven a buscarnos cuando hayas terminado. No tardes.
Helen y Belinda se encaminaron a la tienda y se sentaron a una pequeña mesa de mármol a saborear sus helados. Elizabeth desapareció en la panadería.
La esposa del panadero salió a su encuentro.
—¿Hacen ustedes pasteles de cumpleaños? —preguntó la niña.
—Sí, jovencita. Los hacemos de dos chelines y seis peniques; de cinco chelines y de diez chelines, si es grande, con velas y el nombre.
—¿El de diez chelines será suficiente para muchos niños? —quiso saber Elizabeth, segura de que a Joan le gustaría compartir su pastel con todos.
—Será suficiente para toda la escuela —contestó sonriendo la mujer—. Es el tamaño que suelen pedir para el colegio Whyteleafe.
—Estupendo. ¿Querrá hacer uno para el viernes? Debe llevar once velas de colores diferentes y poner: «Un feliz cumpleaños para mi querida Joan». ¿Habrá sitio para ponerlo todo?
—Desde luego. Lo decoraré con flores de azúcar y será realmente bonito.
—Lo pagaré ahora. Y, por favor, mándelo a la señorita Joan Townsend, colegio Whyteleafe. No se olvide: el viernes por la mañana.
—¿Algún mensaje? —preguntó la panadera.
—No, gracias —contestó Elizabeth.
Sacó el billete de libra de su bolsillo en el preciso momento en que Nora entraba en la tienda. Ésta sonrió a Elizabeth. Luego miró a su alrededor.
—¿Viniste sola?
—No, no, Nora. Vine con Helen y Belinda. Me esperan en la confitería.
La niña pagó el pastel y recibió diez chelines de cambio. Nora miró el dinero intrigada. Elizabeth le dijo adiós y se fue.
En la librería encargó el volumen deseado por Joan. Trataba de pájaros y le costó cinco chelines. Elizabeth encargó al librero que lo mandara por correo y que pusiera en el interior una pequeña tarjeta que le entregó. En ella había escrito: «Con amor, de mamá».
«Joan creerá que su madre le ha mandado un rico pastel y un libro —pensó Elizabeth, satisfecha de sí misma—. Ahora compraré varias tarjetas de felicitación».
Compró tres bellas postales. En la primera escribió: «Con amor, de papá». En la segunda: «Con cariño, de mamá».
Y en la tercera: «Con afecto de Elizabeth» y añadió una hilera de besos. Les puso sellos y se las guardó en un bolsillo, dispuestas para ser echadas al correo el jueves.
Desde allí se dirigió en busca del bolso que había visto en un escaparate. Le quedaban cuatro chelines. Compró el bolso rojo, un peine y un pañuelo rojo, que puso en el interior del primero, junto con el cambio: seis peniques.
Luego se dirigió a la confitería. Helen y Belinda estaban cansadas de esperar.
—Has tardado mucho —protestó Helen—. ¿Qué has estado haciendo? Es imposible que hayas necesitado tanto rato para gastar dos chelines.
Entonces, por vez primera, recordó que el dinero debía depositarse en la hucha común. Frunció el ceño. ¿Qué hacer ahora? ¿Cómo pudo haberse olvidado?
«Quizá fue bueno que me olvidase —pensó—. Si hubiera puesto el dinero en la hucha y pedido una libra para gastármela en el cumpleaños de alguien, Rita y William no me hubieran dado todo. Es mucho para un regalo. ¡Pero yo deseo que Joan tenga un feliz cumpleaños!»
Semejante razonamiento no disipó su preocupación. Había quebrantado una regla. Bueno, de nada serviría ya decirlo. La cosa estaba hecha. Y, de todos modos, Joan tendría la sorpresa más agradable de su vida.
Pero ella la tuvo muy desagradable cuando regresaba al colegio en compañía de sus dos amigas. Nora las alcanzó.
—¡Elizabeth! Quiero hablarte. Vosotras seguid solas. Ya os alcanzaremos.
—¿Qué pasa, Nora? —preguntó Elizabeth, sorprendida.
—¿De dónde sacaste el dinero que te vi gastar en la panadería?
—Mi tío me lo mandó —respondió ella, el corazón se le encogió al saber que Nora lo había visto.
—Tú conoces la regla. ¿Por qué no lo pusiste en la caja? También sabes que podías retirarlo si realmente lo necesitabas para algo.
—Lo sé, Nora —admitió humildemente Elizabeth—. No lo recordé hasta que lo hube gastado. Lo siento, pero fue así.
—¿Que has gastado todo el dinero? —gritó Nora, horrorizada—. ¿Toda una libra? ¿Veinte chelines? ¿En qué los gastaste?
El silencio enojó a Nora.
—¡Debes decírmelo! ¿Cómo puedes haberte gastado toda una libra en tan poco tiempo? Eso es malgastar el dinero.
—Lo siento —repitió Elizabeth malhumorada—. No me preguntes más, Nora. No puedo decirte en qué lo gasté. Es un secreto.
—Eres mala —dijo Nora—. Has transgredido una regla. Primero gastas el dinero y luego no quieres decirme en qué. Bien, tendrás que aclararlo ante la próxima Junta, si no quieres decírmelo a mí.
—No lo diré. Es un secreto, y un secreto no se divulga. Parece que soy propensa a meterme en líos y esta vez sin mala intención.
Nora no quiso escuchar más. Le ordenó que les diera alcance a Belinda y a Helen. ¡Pobre Elizabeth! No sabía qué hacer. No podía contar su secreto.
«Bueno, no importa. Joan tendrá un fantástico cumpleaños —pensó, recordando el pastel y el libro—. ¡Qué sorpresa se llevará!»