Una excusa… y otra reunión
Elizabeth buscó a Harry. Observó que todos se volvían de espaldas al verla y eso la entristeció.
«¡Eran todos tan amigos míos! —pensó—. De nuevo fue por mi culpa, ¡no me quieren! ¡Ojalá no hubiera perdido los estribos!»
Se resistía a disculparse. Sin duda Harry diría algo desagradable o se burlaría de ella. De todos modos, estaba arrepentida de haberle llamado copión. Resultaba muy innoble cuando el chico se esforzaba en compensar ese fallo.
Harry jugaba con otros chicos en un rincón del jardín. Elizabeth se detuvo y les miró. Le volvieron la espalda.
—¡Harry!
—No quiero hablar contigo —contestó él.
—Pero, Harry, quiero decirte algo en privado —suplicó ella, anegada en lágrimas.
—Dilo en público. No puede ser nada importante.
—Está bien —Elizabeth se acercó al grupo—. He venido a decirte que siento haberte llamado copión, cuando no lo eres, y que lamento haberte dado un bofetón. Nora me ha explicado algunas cosas y ahora lo comprendo mejor.
Los niños la miraron sorprendidos. Sabían qué difícil resultaba excusarse, especialmente delante de otros. Admiraron a Elizabeth.
Harry fue hasta ella.
—Eres magnífica —la felicitó calurosamente—. Tienes un terrible genio, pero también eres noble.
Todos rieron y volvieron a ser amigos. ¡Qué gran bien hacía una pequeña excusa! Elizabeth apenas podía creerlo.
—Ven a ver mis conejos —dijo Harry pasando su brazo por el de ella—. Tengo dos. Se llaman Burbuja y Chillido y tienen tres crías. ¿Te gustaría tener uno?
—¡Claro que le gustaría! —Miró a Harry encantada.
—¡Oh, sí! Véndeme uno.
—No, te lo regalaré —contestó Harry, deseoso de que Elizabeth olvidara lo sucedido—. Tengo una pequeña jaula donde puedes guardarlo. A mediados de curso podrá dejar a su madre.
—¡Oh! —exclamó Elizabeth, desilusionada—. Entonces me iré de aquí y no podré llevarme el conejo.
El timbre les llamó a clase y Elizabeth no vio la jaula. Tampoco lo deseaba ya, pues no podría llevarse el conejito.
¡Lástima no tenerlo antes y devolvérselo a Harry mediado el curso!
Invitó a Harry y a Richard a que oyeran el nuevo disco aquella noche. Lo había recibido ya. Como dijo el señor Lewis, resultó admirable. Los tres se sentaron a escucharlo. Lo pusieron cinco veces. Les gustaba la música. Harry tocaba bastante bien, pese a que Richard dijera que sus dedos semejaban un racimo de plátanos.
—Sabes, Elizabeth, celebraremos un concierto fantástico en fin de curso —explicó Harry—. ¡Lástima que no estés aquí para entonces! Tus padres se hubieran sentido muy orgullosos de ti.
Elizabeth tuvo una fugaz visión de sí misma tocando el gran piano en el concierto y de sus padres oyéndola con orgullo. Por vez primera deseó quedarse en Whyteleafe.
«Es inútil —se dijo—. He tomado una decisión y debo cumplirla. No me quedaré ni un minuto más de medio curso».
Después de la cena, el señor Lewis ofreció un pequeño concierto a nueve niños amantes de la música. También pidió a Elizabeth que trajera el nuevo disco para que lo oyeran lodos.
Resultó maravilloso escucharlo en silencio. Los niños agradecieron a Elizabeth que hubiera pedido los dos chelines para comprar aquel disco tan bueno. Ella casi reventó de orgullo y placer.
«Realmente es fantástico compartir las cosas —pensó—. Me entusiasmó ver cómo todos los compañeros escuchaban mi disco».
Joan no era tan amante de la música, pero asistía a los conciertos con Elizabeth. También se sentía más feliz con su nueva amiga, pese a decir con frecuencia que tenía por compañera una tempestad.
Elizabeth aguardaba la próxima Junta escolar. Sabía que era el acto más trascendente de la semana. Empezaba a comprender que cada niño era muy importante y que el comportamiento de cada uno reportaba un bien o un mal al pensionado en general. Cada niño debía colaborar al feliz desarrollo de la vida del colegio.
Por eso resultaba difícil para una hija única malcriada.
Elizabeth no era estúpida y comprendió muy pronto la importancia de que cada niño se rigiera por sí mismo y se ayudasen mutuamente.
También comprendió que, para eso, hacía falta disponer de profesores excelentes, capaces de enseñar y guiar la clase del mejor modo.
«Ahora sé por qué todos se sienten tan orgullosos de Whyteleafe —se dijo—. Yo misma empiezo a sentirme orgullosa».
En la siguiente Junta, Nira no tuvo ningún reproche para ella. No obstante, siguió con gran interés los informes y quejas. Le alegró saber que Harry había sido el segundo en aritmética en su clase y que se le permitiría sentarse con los otros.
—Gracias —le dijo Harry a William—. Nunca más copiaré.
—Ése es nuestro deseo —respondió William.
Todos sabían que Harry hablaba en serio y se sintieron tan complacidos como él mismo. Ahora tenía un aire distinto, menos vergonzoso, y mirada decidida. Todos sabían la importancia de la falta cometida y que la escuela lo había recuperado. Ya no había de qué avergonzarse.
El informe sobre Peter confirmó que había limpiado y arreglado la pared estropeada.
—Procura no gastar más chelines en comprar pintura —aconsejó William.
—No volverá a ocurrir —afirmó Peter.
Aquella semana había tenido que renunciar a su sesión de cine y caramelos. ¡No consentiría que eso volviera a ocurrir!
Siguió una queja sobre una niña llamada Doris. Su monitora se lamentó enojadísima.
—Doris tiene dos conejillos de Indias. Y durante esta semana se olvidó dos días de alimentarlos. Opino que deben retirárselos.
—¡Oh, no; por favor! —suplicó Doris, llorosa—. Los quiero, de veras que sí. No comprendo cómo se me olvidó, Rita. Nunca me había ocurrido.
—¿Se ha olvidado en alguna otra ocasión? —preguntó William.
—Creo que no —contestó la monitora.
—Entonces debió de ser un olvido involuntario que no se repetirá —dijo William—. Doris, los cachorrillos confían plenamente en nosotros para su alimentación y para disponer de agua, olvidarse es algo terrible. Debes escribir una tarjeta y tenerla sobre la cómoda, recordándotelo. Escribe: «Alimentar a los conejillos». Quítala dentro de tres semanas y comprueba si ya no se te olvida. Si reincides, se te retirarán los conejillos y serán puestos a cargo de alguien que se acuerde de ellos.
—No lo olvidaré nunca —afirmó la pequeña, avergonzada de que todos se hubieran enterado.
Nora sólo informó de que Elizabeth se comportaba bien. Otro monitor se quejó de que alguien se había comido los guisantes de la huerta.
John Terry se puso en pie y explicó que el causante se había presentado a él, pedido excusas y entregado un chelín por los guisantes.
—Entonces no hablaremos más de eso —decidió William.
Cuando la Junta hubo acabado, Elizabeth fue a ver los conejos de Harry. Él no estaba allí. Elizabeth contempló las peludas crías que correteaban por la gran jaula.
De repente, se acordó de que había tenido la intención de pedir dinero extra a la Junta. ¡Y se había olvidado!
El dinero extra era para comprarle a Joan un precioso obsequio de cumpleaños. Ahora tendría que ahorrar sus dos chelines. Pero eso no sería suficiente. Su intención había sido pedir media corona y comprarle un bolso rojo.
Joan no había hablado con nadie, excepto con Elizabeth, de su próximo cumpleaños. Odiaba que lo supiesen, pues no tendría pastel para compartir con sus amigos, ni obsequios ni postales que enseñar. De nuevo fue la ratita tímida, avergonzada de que nadie se acordase de ella.
Pero le esperaba una sorpresa. Y, naturalmente, se la proporcionaría la Valiente Salvaje.