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Una semana formidable

Nora llamó a Elizabeth al gimnasio y ésta dejó de tocar el piano y regresó a su lugar.

¿Qué habrían decidido los jueces? Tenían aspecto grave, pero no enojado. Rita golpeó la mesa.

—¡Silencio! Elizabeth, después de tratar tu problema hemos decidido que si insistes ante la Junta después de medio curso y nos dices sinceramente que eres desgraciada aquí, la señorita Belle y la señorita Best aconsejarán a tus papás que te lleven a casa.

—¿De veras? —exclamó Elizabeth, entusiasmada—. ¡Oh, gracias, Rita! ¡Qué contenta estoy! Eso me evita mostrarme maleducada y traviesa. Puedo esperar hasta la primera reunión después de medio curso y pedir entonces que me envíen a casa. ¡Odio estar en la escuela!

Elizabeth se preguntó por qué todos se desternillaban de risa.

Miró sorprendida a su alrededor. Incluso Joan se reía.

—Bien. Asunto resuelto —concluyó Rita—. Por favor, si tan simpática como tú sabes serlo hasta medio curso y luego, si así lo deseas, podrás irte a tu casa siempre que tus padres te lleven.

—Lo harán si no soy feliz. Gracias, Rita. Prometo ser buena.

—De acuerdo —intervino William—. Todos tus castigos quedan levantados. Tu hora de acostarte será, como antes, a las ocho. Puedes cabalgar, pintar y asistir a tus lecciones favoritas.

—Gracias —contestó Elizabeth, resplandeciente y muy complacida. ¡Había conseguido su deseo!

«Celebro que no sea antes —pensó ella—. Quiero aprender el dúo con Richard. Y hacer un regalo a Joan por su cumpleaños. Y también quiero cabalgar un poco más. ¡Oh, sí! Y comprar aquel disco que agradará a todos cuando lo ponga por primera vez».

Elizabeth, dichosa y sonriente, no se enteró del resto de lo tratado. El gimnasio se quedó vacío y los niños se fueron a sus tareas o aficiones.

—Me agrada saber que seguirás a mi lado hasta mediar el curso —comentó Joan, pasando su brazo por el de Elizabeth—. Menos es nada.

—Aprovéchate al máximo de mí —contestó ella, sonriente—. Después no me tendrás. Hablo en serio cuando digo que deseo volver a mi casa con mi poni y mi perro.

Empezó una semana feliz para Elizabeth. Después de la cena, aquella noche hubo un poco de danza y todos se divirtieron mucho. A las ocho, Elizabeth y los de su edad se fueron a dormir.

Al día siguiente bajó con Joan al pueblo. Allí compró dulces y el disco que deseaba. En la tienda de música no lo tenían, pero le enviarían el disco al colegio tan pronto lo recibieran.

Joan compró chocolate y un libro. Elizabeth caramelos y dos bolsitas de semilla de lechuga. No había olvidado su promesa de ayudar a John Terry en el jardín. ¡Cuántas cosas tenían que hacer!

—Podrás quedarte con la primera lechuga que crezca de estas semillas —le prometió a Joan.

—Entonces tendrás que seguir hasta que finalice el curso —dijo riéndose Joan—. Las lechugas no crecen tan deprisa como piensas.

—¡Oh! —exclamó Elizabeth, desilusionada—. Pues serás tú quien las recoja. ¿Quieres un caramelo?

Era grato paladear caramelos y hablar con una amiga, sentir el crujido de las semillas de lechuga en sus bolsitas, saber que cabalgaría aquella tarde y que tendría la lección de música después del té. Quizá Richard estaría allí y podrían ensayar el dúo.

La lección de montar fue magnífica. Doce chicos y chicas fueron a las colinas con el monitor de equitación. Elizabeth, acostumbrada a su poni, cabalgó bien, gozando del olor de la temprana y fresca brisa de verano.

Aquella tarde el cartero le trajo un paquete. Al deshacerlo, halló un enorme pastel de chocolate que le mandaba su abuelita.

—¡Oh, mirad! —le gritó—. Nos lo comeremos a la hora del té.

—¡Qué diferente eres ahora, Elizabeth! —exclamó Nora, mirando a la entusiasmada chiquilla mientras guardaba el pastel en una lata en la sala de juegos—. Antes no querías compartir nada.

Elizabeth se sonrojó.

—No me lo recuerdes, Nora —suplicó—. Me avergüenzo. Espero que no me lo rechacéis cuando os lo ofrezca.

Todos aceptaron. Elizabeth contó cuántos eran en su mesa. Eran once. Cortó el pastel en doce grandes pedazos y pasó el plato, en el que sólo quedaron dos porciones.

Todos le dieron las gracias al recoger su respectiva ración, contentos de saborear un poco de pastel, pues las reservas se habían agotado al no llegar repuestos por no celebrarse el cumpleaños de ningún alumno.

—Tu abuelita debe de ser muy generosa —dijo Nora—. Es el pastel más estupendo que recuerdo haber comido.

Elizabeth, orgullosa y complacida, llevó el plato a la señorita Ranger y le ofreció uno de los dos pedazos. Esta lo aceptó.

—Gracias, Elizabeth.

Ella se sirvió el último trozo y se sentó feliz a comérselo. ¡Qué agradable resultaba compartir algo con los demás! Observó los rostros contentos y le satisfizo ver a los chicos comerse su pastel.

«La señorita Scott se sorprendería de mí —pensó—. No me reconocería. ¡Qué niña más horrible debí de parecerle!»

Después del té, cogió una partitura y corrió en busca del señor Lewis, Richard estaba con él. El chico, muy alto, tenía unos dedos largos y sensibles. Quería ser músico. Miró a Elizabeth y no sonrió.

«Tal vez cree que las chicas no sabemos tocar», se dijo Elizabeth.

Tenía razón. A Richard le había disgustado saber que interpretaría un dúo con una niña. Y además, con Elizabeth, la Valiente Salvaje.

Empezaron. Elizabeth había practicado tan duramente que sabía maravillosamente bien su parte. Había elegido el grave y Richard lo más difícil, el sobreagudo.

—Marcaré los primeros compases —anunció el señor Lewis—. Veamos: uno, dos, tres, cuatro; uno, dos, tres, cuatro; uno, dos, tres, cuatro…

Dejó de hacerlo, pues los dos niños se ajustaron al tiempo y el dúo se deslizó felizmente. El señor Lewis los dejó tocar hasta finalizar. Luego les sonrió.

—Excelente. Os compenetráis muy bien. Richard, ¿no tuve razón al decirte que había descubierto una pareja ideal para ti?

Richard, tan obstinado como Elizabeth, miró el sonrojado rostro de la niña y no contestó.

El señor Lewis se rió.

—Gracias, Richard. Puedes irte. Regresa dentro de media hora y te daré tu lección. Ahora le toca a Elizabeth. ¿Seréis capaces de practicar juntos de vez en cuando?

—Creo que sí —contestó Richard ásperamente.

—¡No lo haremos si no quieres! —le exclamó Elizabeth—. Toco mi parte tan bien como tú la tuya. Cometiste dos errores.

—¡Y tú tres! —replicó Richard.

—Las acusaciones no sirven de nada —intervino el señor Lewis, golpeando suavemente la espalda de Richard—. Puedes interpretar el dúo con Harry si lo prefieres. Ya encontraré quien lo haga con Elizabeth. De todos modos, ella es la mejor después de ti.

—Lo haré con Elizabeth —dijo Richard—. Harry toca el piano como si sus dedos fueran un racimo de plátanos.

Elizabeth se echó a reír a carcajadas. Le hizo gracia imaginarse un racimo de plátanos tocando el piano. Richard se rió también.

—Practicaré con Elizabeth. Ciertamente, es buena.

Ella resplandeció de orgullo, porque Richard era uno de los chicos mayores. Feliz, se ensimismó en su lección de música. Repitió el dúo con el señor Lewis, que le hizo observar sus errores. Con la señorita Scott se hubiera molestado, pero el señor Lewis era distinto. Le consideraba muy inteligente y no le hubiera importado permanecer todo el día oyéndole tocar.

—He encargado el disco, señor Lewis.

—Iré a oírlo cuando llegue —le prometió el profesor—. Interpretémoslo ahora en nuestro piano, Elizabeth. Tienes que aprenderlo, si bien no será fácil. Quizá, si te aplicas mucho, llegues a interpretarlo sola en el concierto de final de curso.

—Me encantaría —aceptó ella complacida, para luego mostrar un semblante decepcionado—. ¡Oh, no podré! Lo olvidé. Me iré a casa a mediados de curso.

—¿De veras? Sigues siendo la Valiente Salvaje. ¡Vaya, vaya! ¡Qué lástima!

—¿No hay concierto a mitad de curso? —preguntó Elizabeth con voz temblorosa.

—Me temo que no. Bien, sigamos con la escala. Olvídate de la pieza sobre el mar. Ya encontraré quien la toque.

—De todos modos, enséñemela. Aunque no llegue a interpretarla en un concierto, me gustará hacerlo para mí. ¡Me entusiasma!

—Te complaceré. Primero la tocaré yo. Tú escucha con atención.

Elizabeth concentró sus cinco sentidos. Fue feliz durante todo el día y se sintió sorprendida de sí misma.

«¡Qué fastidio! —se dijo Elizabeth—. No me conviene sentirme dichosa, pues, si no, ¿qué diré a la Junta cuando llegue el momento?»