La tercera junta
Llegó la tercera Junta. Cada cual procuró sentarse lo más adelante posible. Algunos profesores lo hicieron en el sitio de siempre. Rita y William fueron los últimos en aparecer. Los niños se pusieron en pie hasta que sus jueces se sentaron.
Joan, sentada junto a Elizabeth, ansiaba que ésta no dijera nada tonto y estropeara su semana de buen trabajo y comportamiento. Elizabeth prefería que ya hubiese acabado todo, pues no se acostumbraba a que la Junta juzgara sus actos. Decididamente no le gustaba, si bien todos se regían por aquellas normas de indudable acierto.
Primero se procedió a colocar el dinero dentro de la caja. Una niña, Eileen, depositó la libra que le había enviado su abuela. Añadir aquel dinero al fondo colectivo de la escuela, hizo feliz a Eileen.
Luego se procedió a dar los dos chelines a cada uno. Elizabeth cogió los suyos con cierta sensación de agrado. Pensó que podría invitar a Joan.
—¿Alguien quiere dinero extra esta semana? —preguntó William tamborileando en la caja.
Eileen pidió un chelín para arreglar su reloj y fue complacida al instante.
—¿Nadie más? —preguntó Rita.
Elizabeth se puso en pie.
—Yo no confío en que me lo deis, pero me gustaría recibirlo. En realidad, no será sólo para mí, pues otros también lo disfrutarán.
—¿Qué deseas? —interrogó Rita.
—Hay una bonita pieza sobre el mar que el señor Lewis toca y, según me ha informado, está grabada en un disco. Me gustaría tenerlo. Y no dudo que a los demás también les gustará oírlo. Podría comprarlo con mis dos chelines, pero debo a Joan Townsend un montón de dulces y me gustaría obsequiarla esta semana con algunos.
William y Rita miraron a los doce monitores.
—¿Qué opináis? —preguntó Rita.
El jurado deliberó unos minutos. Al fin se levantó Nora.
—Consideramos de justicia dar el dinero que solicita Elizabeth. La hemos oído practicar todas las mañanas después del desayuno y merece una recompensa.
—Concedidos los dos chelines extra —aceptó William—. Dáselos, Nora.
Una oleada de satisfacción y contento invadió a Elizabeth. Los monitores eran muy razonables al acceder a su deseo. Se olvidó de que les había aborrecido durante la pasada semana.
Llegó el turno de las quejas. Un niño, Peter, fue acusado de garabatear en una de las paredes del guardarropa.
—¡Un acto muy reprochable! —sentenció, severo, William—. Te pasarás tus próximos dos recreos limpiando los garabatos con agua caliente y jabón, comprarás pintura amarilla en el almacén de la escuela con tus dos chelines y repintarás la pared. Iré a comprobarlo a final de semana.
Rojo como la grana, Peter se sentó. Nunca más escribiría en las paredes. No se enfadó por el castigo, sabía que era justo y se propuso enmendar el daño causado.
—Todos vemos las paredes —dijo William— y ciertamente no queremos ver tus tontos garabatos en ellas.
Llegó el informe sobre Harry, castigado por copión la semana anterior. El señor Johns había entregado una nota a William, que éste leyó a la Junta.
«Debo informar de que Harry hace grandes progresos y alcanzará pronto al resto de la clase en aritmética. Espero que en la semana venidera sea tan bueno como los otros. Entonces no tendrá motivo para copiar y sería justo que en la próxima reunión se le exima del castigo».
—¿Y si autorizásemos ya a Harry a sentarse con el resto de la clase? —preguntó uno de los monitores—. Una semana de separación no resulta muy agradable.
—No —se opuso William—. Nos engañó a todos porque no sabía tanto como los otros y, si lo exoneramos demasiado pronto, quizá lo repita. No queremos que se convierta en un hábito —miró al niño—. Harry, esperamos que la próxima semana puedas recuperar tu antiguo puesto.
—Sí, William —respondió Harry.
En su fuero interno, Harry decidió avanzar tanto en aritmética que sería de los primeros antes de finalizar el curso. Entonces la Junta y el señor Johns sabrían con certeza que nunca volvería a copiar.
—Y ahora hablemos de la Valiente Salvaje, Elizabeth Allen —propuso William.
Todos se rieron, incluso Elizabeth. Resultó divertido que William la llamase así.
—Nora, ¿cuál es tu informe?
Nora se puso en pie.
—Excelente. Elizabeth ha obedecido todas las órdenes de la Junta y hasta cuanto yo sé, bien y con alegría.
—Gracias —dijo Rita.
Nora se sentó. Rita abrió una nota escrita por la señorita Ranger.
—Este informe es de la señorita Ranger —explicó—. Oigan lo que dice: «Ha sido un placer tener una niña como Elizabeth en mi clase esta semana. Ha trabajado bien y podría ser la primera de la clase. Ha prestado ayuda a los otros que no son tan rápidos como ella. Y ha sido tan buena esta semana como fue mala la anterior».
Rita alzó la cabeza y le sonrió a Elizabeth. William también le sonrió.
—Nos agrada saberlo, Elizabeth —dijo Rita—. Yo también he notado una gran diferencia en ti esta semana.
—¿De veras? —preguntó la niña complacida al oír que Rita se había fijado en ella—. ¿De veras has comprobado que han mejorado mis modales? Me gustaría convencerte de que mis padres me han enseñado buenos modales. No soporto que pienses lo contrario.
—Retiramos lo que dijimos de tus padres —afirmó Rita—. Pero tienes que comprender que si un chico es rudo y obstinado, se debe a que sus padres no supieron enseñarle mejor.
—Eso lo comprendo —admitió Elizabeth—. Bien, conocerás a mis padres a mitad de curso y entonces comprobarás que no pueden ser más simpáticos.
—¿Has decidido quedarte con nosotros, pues? —preguntó Rita con una repentina y divertida sonrisa.
Le gustaba Elizabeth, pues decía cosas graciosas y se lo tomaba todo muy en serio.
—¡Oh, no, no lo he decidido! —se apresuró a decir Elizabeth—. Pero sé que no me dejaréis regresar a casa si me comporto demasiado mal. Os enfadaréis conmigo y me obligaréis a seguir aquí para demostrarme que no puedo salirme con la mía. Rita, ¿si me esfuerzo en portarme bien y hago todo lo que debo, le pedirás a la señorita Belle y a la señorita Best que me dejen ir a casa? Pueden rogarle a mis padres que me lleven después de mediado el curso. Mi madre no querrá que siga donde no soy feliz.
William y Rita la miraron sorprendidos e intrigados, sin saber qué hacer con semejante chiquilla.
Los jueces y el jurado discutieron el caso, sin hallar una solución aceptable. Rita golpeó la mesa y todos callaron.
—Lo siento, Elizabeth, pero no sabemos qué decirte. Nunca se nos había presentado un caso así. Pediremos ayuda a la señorita Best y a la señorita Belle. Por favor, señorita Best y señorita Belle, ¿nos pueden aconsejar lo mejor para Elizabeth?
Las dos profesoras subieron al estrado, Rita les ofreció sillas. También se acercó el señor Johns, que se sentó junto a ellas. No era corriente que los profesores subieran al estrado y eso hizo que el caso pareciese mucho más importante y grave.
—Bien —exclamó la señorita Belle—, primero tratemos todos juntos la cuestión y como no resulta agradable hablar de una persona en su presencia, a Elizabeth puede no gustarle lo que oiga, por lo que sugiero que salga de la sala hasta que hayamos terminado. ¿Qué te parece, Elizabeth?
—Prefiero salir del gimnasio y esperar fuera lo que se decida. Pero, señorita Belle, seré tremendamente mala de nuevo si…
—No digas nada más, querida —se apresuró a cortar la señorita Best, que quiso evitar que los demás miraran a Elizabeth con antipatía, pues resulta muy difícil que la gente sea justa si está mal predispuesta.
Elizabeth salió del gimnasio. Se fue a una salita de música próxima y empezó a practicar su parte del dúo. Sin duda volvería a dar sus lecciones de música y podría tocar el piano con Richard.
La Junta deliberó sobre el asunto de Elizabeth y lo que debían hacer con ella. Todos dieron su opinión, que fue escuchada.
—No la queremos; es una lata —protestó una niña—. ¿Por qué no dejarla que se vaya?
—Nosotros sí la queremos —contrarrestó la señorita Belle—. Podemos serle de gran ayuda.
—Está mal educada —terció William—. A los chicos malcriados siempre les resulta difícil encajar en los sitios. Creen que el mundo se ha hecho para ellos solos.
—Ustedes ignoran lo amable que es Elizabeth —dijo Joan—. Soy su única amiga y sé más de ella que nadie. Realmente posee un corazón bueno. Mademoiselle lo ha dicho también.
—Eso es cierto —se oyó la voz de Mademoiselle desde el fondo de la sala—. Esa chiquilla tiene buen corazón y es inteligente. ¡Pero es tan… tan sumamente obstinada!
—Bueno, quizá sea todo lo maravillosa que dicen, pero su intención es mostrarse desagradable, si no le damos lo que solicita —rebatió William—. ¡Nadie deseó abandonar Whyteleafe jamás! Al menos yo no he oído hablar de nadie.
Siguió la discusión. Ninguno comprendía por qué Elizabeth quería abandonar un colegio tan agradable como Whyteleafe, donde los niños eran felices gobernándose a sí mismos. La señorita Belle, la señorita Best y el señor Johns sonrieron al oír a los exaltados niños culpar a Elizabeth por su deseo de abandonar Whyteleafe.
—Creo que ya vislumbro la respuesta a vuestro problema —afirmó la señorita Belle—. Diremos a Elizabeth que, ciertamente, puede abandonar después de medio curso, si en verdad se siente desgraciada. Entonces no será preciso que se muestre maleducada ni desobediente. Que se porte bien, que estudie y disfrute, porque estamos decididos a dejarla marchar, si quiere, dentro de unas cuantas semanas. ¿Qué os parece?
—¡Ah ya comprendo! —exclamó Rita, con ojos brillantes—. Será imposible que Elizabeth sea desgraciada si lo pasa bien. Luego es de suponer que no querrá marcharse, aun cuando le ofrezcamos la oportunidad.
—Así es —afirmó la señorita Belle—. Si Whyteleafe es como vosotros decís y me siento muy orgullosa de oírlo, puedo asegurar que vosotros y la escuela lograréis retenerla por su propia y libre voluntad. Así conoceremos lo mejor de Elizabeth y podremos ayudarla a que sea buena y feliz.
Los niños golpearon con los pies y estuvieron de acuerdo. Dirían a Elizabeth que podía marcharse cuando gustase, pero llegado el momento, no querría hacerlo. ¡Qué excelente idea! Decidieron ser lo más gratos posibles a Elizabeth, para evitar que pudiera sentirse desgraciada.
—¡Llamad a Elizabeth! —dijo la señorita Best—. Se lo comunicaremos.