Elizabeth pasa un mal rato
Joan fue al encuentro de Elizabeth en cuanto la Junta terminó. Supuso que estaría en el dormitorio. Elizabeth se secó los ojos al oírla entrar. No iba a permitir que nadie la sorprendiera llorando.
—Hola, Elizabeth. Ve a la sala de juegos. Llueve, si no fuera por eso, podríamos jugar un partido de tenis.
—Joan, fuiste muy buena al hablar en mi favor. Muchas gracias. Pero no lo hagas otra vez porque, verás, quiero que todas me crean mala en este colegio, así volveré a casa.
—Vamos, Elizabeth. Quítate esa tonta idea de la cabeza. Ten la seguridad de que no te mandarán a casa y sólo conseguirás verte en más líos.
—¿Es verdad que no me mandarán a casa por mal que me porte? Ningún colegio acepta a los chicos díscolos.
—Whyteleafe nunca ha expulsado a nadie. Y no creo que empiece contigo. Eres tú la que lo pasa mal en vez de bien. Tienes más posibilidades de volver con tu familia si hablas con Rita y le dices que serás buena si ella te ayuda a volver a tu casa, porque eres muy desgraciada aquí.
—¿De veras? —preguntó sorprendida Elizabeth—. Bueno, no se me ocurrió eso. Quizá hable con Rita. Ya veré. Ya estoy cansada de recordarme a mí misma que debo ser mala. Hay muchas cosas agradables aquí y a veces no puedo evitar que me gusten.
—Sencillamente eres una gansa —respondió Joan—. Baja ahora. Pronto serán las siete y tienes que irte a la cama inmediatamente después de cenar.
Elizabeth frunció el ceño.
—Mi intención es irme a las ocho, pese a todo.
—No seas tan boba. ¿Acaso supones que le importa a la Junta que te acuestes a las siete o a las ocho? Si eres tonta el daño lo recibes tú, nadie más.
—¡Oh! —exclamó Elizabeth al comprender cuánta razón había en las palabras de su amiga. Después de pensar un rato, añadió—: Oye, Joan, haré cuanto se me ha dicho. Obedeceré las órdenes de la Junta; me acostaré temprano y dejaré de asistir a todo lo que me agrada. Al final de la semana hablaré con Rita y le diré que soy muy desgraciada y deseo volver a casa. Tal vez se lo cuente a la señorita Belle y a la señorita Best y ellas le escriban a mamá para que venga a buscarme.
—De acuerdo —aceptó Joan, cansada de las curiosas ideas de Elizabeth—. Ahora vamos, latosa. Se oye el timbre para la cena y hemos perdido mucho tiempo.
Después de comer, Elizabeth tuvo que ir inmediatamente a acostarse. Nora se asomó para comprobar que obedecía las órdenes de la Junta y se sorprendió mucho al verla debajo de las sábanas.
—¡Cielos! —exclamó—. Aprendes a ser sensata. Escúchame ahora, Elizabeth, la Junta odia castigar a los alumnos.
Si eres buena y obediente, comprobarás que todo será distinto en la próxima reunión. De paso, llevaré tu alfombra a limpiar.
—Gracias, Nora —Elizabeth se mostró amable.
Aquella semana resultó desagradable para Elizabeth. Contempló cómo las otras practicaban equitación, mientras ella hacía sumas y el resto de la clase dibujaba. Sin embargo, lo peor fue decirle al señor Lewis que no asistiría a la clase de música.
El señor Lewis se lamentó y acariciándole el cabello, le dijo:
—¡Qué lástima! Precisamente había planeado algo fantástico para esta semana. Richard Watson se aprendió buena parle de un dúo y pensé que podríais interpretarlo juntos. Los dúos son divertidos.
—¡Oh, cuánto lo siento! —exclamó desanimada la niña—. Nunca he tocado un dúo. Debe de ser muy interesante. ¿Por qué no lo aplaza hasta la próxima semana, señor Lewis? Conseguiré que me levanten el castigo.
—Me gustaría saber que lo has conseguido, pequeña. No obstante, aun cuando no asistas a las clases de música, puedes practicar. Toma la partitura del dúo y apréndetelo. Practica las otras piezas y no te olvides de las escalas.
—No me olvidaré —prometió Elizabeth.
Richard Watson era un chico mayor y Elizabeth se sintió orgullosa de que el señor Lewis la hubiera elegido para tocar un dúo con él. Sabía que Richard Watson tocaba muy bien el piano y violín.
Elizabeth cambió de conducta. Nadie trabajó más que ella en la clase. Sólo hizo mal una suma. No tuvo ni un error en el dictado. Incluso Mademoiselle, la profesora de francés, la felicitó por haberse aprendido una canción francesa.
—Eres una niña inteligentísima —le dijo a Elizabeth—. ¿Por qué no ayudas a la pobrecita Joan? Siempre se equivoca y es una de las últimas de la clase.
—Ayudaré a Joan —prometió Elizabeth—. Me será fácil enseñarle la canción.
—Tienes un gran corazón —comentó Mademoiselle.
Elizabeth se sonrojó de placer. Los otros niños la miraron, no podían comprender a la extraña muchachita, terriblemente mala unos días antes, y tan buena y generosa ahora.
Elizabeth y Joan se fueron a un rincón del jardín. Elizabeth cantaba cada línea y hacía que Joan la repitiese después. Ésta no tardó en aprenderla a la perfección.
—Eres muy buena conmigo, Elizabeth —reconoció Joan agradecida—. Me gustaría tener un enorme pastel por mi cumpleaños para darte el pedazo más grande.
—¿Cuándo es tu cumpleaños?
—Dentro de dos semanas. Odio que llegue, pues no recibiré ni una sola postal. Mis padres no lo recordarán.
—Lo siento por ti, Joan. Pero yo sí te haré un regalo. Espero que la Junta me dé dos chelines. No verteré más tinta en la alfombra. Me costó dos chelines. Con ellos hubiera podido comprar caramelos. Hace tiempo que no pruebo ninguno.
—Yo compraré esta tarde y te daré —prometió Joan—. Necesito sellos, pero siempre sobran unos peniques para caramelos. ¡Lástima que no puedas acompañarme al pueblo! Resultaría divertidísimo ir las dos.
—Me gustaría. Sin embargo, no iré hasta que me autoricen. Prometí a Rita no ir sola y tampoco deseo que la Junta vuelva a castigarme.
De regreso, se cruzaron con tres chicos, que salían a practicar bolos.
—Hola, Valiente Salvaje —dijo uno.
Elizabeth se sonrojó e intentó abalanzarse sobre ellos. Joan la cogió fuertemente del brazo.
—No les hagas caso. Intenta provocarte para verte enfadada. Además, te mereces el adjetivo, ¿no te parece?
Los chicos se fueron al campo de criquet riéndose. Elizabeth siguió enojadísima. Aún no se había acostumbrado a las bromas. Deseó devolverles la burla, o reírse, como hacían los otros niños.
La señorita Ranger se mostró encantada con Elizabeth aquella semana. La niña era inteligente y tenía sentido del humor. Sabía decir cosas ingeniosas que hacían reír a todos. Le bastaba leer un par de veces cualquier página para aprenderla de memoria. Le gustaba el trabajo y todo lo hacía bien.
—Eres una niña afortunada —la felicitó la señorita Ranger—. Aprendes con facilidad las lecciones. Quizá llegues a ser importante cuando seas mayor. El pensionado Whyteleafe y tus padres se sentirán orgullosos de ti algún día.
—Whyteleafe no —protestó Elizabeth—. No estaré aquí mucho tiempo. Lo máximo que permaneceré en él será hasta llegar a la mitad del curso. Posiblemente me vaya antes.
—Ya veremos —respondió la profesora—. De todos modos, resulta agradable ver tu otra cara, exenta de la reciente ordinariez.
Elizabeth practicó en el piano toda la semana. Quería demostrar al señor Lewis que podía tocar el dúo con Richard.
Una mañana recibió una carta de su madre con unos sellos dentro.
«Puesto que tienes que comprarte los sellos, te envío unos cuantos. Así podrás destinar el dinero a las cosas que más te agraden».
Elizabeth contó los sellos, hizo dos partes y fue al encuentro de Joan.
—¡Tengo unos sellos para ti! —dijo—. No necesitarás comprarlos.
—Gracias —respondió Joan, encantada—. ¡Qué suerte! Sólo a una mamá encantadora se le ocurre una cosa así.
Ahora mismo iré a comprar caramelos.
Las dos niñas paladearon las dulces golosinas después del té de la tarde. Paseaban por el jardín cuando vieron a John Terry muy ocupado con su pala nueva. Elizabeth le habló del jardín que tenía en su casa.
—Demuestras saber mucho de jardinería —reconoció John—. Es algo que ignoran muchas niñas. ¿Por qué no me ayudas de cuando en cuando? Hay mucho trabajo.
—Me gustará —prometió orgullosa Elizabeth, que halló inteligente a John Terry por solicitar su colaboración—. Vendré siempre que pueda.
—Pareces feliz —comentó Joan mirando los brillantes ojos de su amiga—. ¿Ya no deseas irte de Whyteleafe?
—Sí, quiero irme. Pronto lo verás. Le pediré a Rita que me mande a casa antes de la mitad de curso.