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La junta castiga a Elizabeth

La reunión del día siguiente se celebró a la misma hora que la anterior. Asistieron todos los niños, y una vez más los dos jueces, Rita y William, se sentaron a la gran mesa y los doce monitores y el jurado, en una más pequeña. Además de la señorita Belle y la señorita Best, acudieron otros profesores. Solían hacerlo de cuando en cuando, aunque nunca intervinieran.

Rita golpeó con la maza para imponer silencio. Elizabeth se hallaba sentada con semblante ceñudo. Sabía perfectamente que sería reprendida y castigada. Se dijo a sí misma que no le importaba. Pero tras su corta permanencia en Whyteleafe, había descubierto que era un pensionado fantástico y se sintió avergonzada de su conducta.

«Bueno, ya no tiene remedio. Espero que me manden a casa si sigo portándome mal», pensó.

—¿Tiene alguien dinero para ingresar en la caja? —preguntó William, después de consultar una hoja de papel—. Jill Kenton y Harry Wills han recibido dinero esta semana y ya lo han puesto. ¿Alguien más tiene?

Nadie contestó.

—Nora, reparte los dos chelines a todos, por favor —ordenó William.

Nora empezó a distribuir el dinero. Incluso le dio dinero a Elizabeth, que se sorprendió. No lo esperaba debido a su conducta.

Su primera idea fue comprarse caramelos de menta y compartirlos con Joan. Se lo susurró a su amiga, sentada a su lado.

—Gracias —dijo Joan—. Necesitaré la mayor parte de mi dinero para comprar sellos. Me gustará compartir tus caramelos.

—¿Alguien precisa de dinero extra? —preguntó William.

George se puso en pie.

—Necesitamos una nueva pelota de criquet. Perdimos la nuestra entre los matorrales.

—Volved a buscarla antes de que os entreguemos el dinero —dijo William—. Venid a vernos mañana.

George se sentó.

Queenie se puso en pie.

—¿Podéis darme dinero para comprar un obsequio de cumpleaños? Quisiera mandar algo a mi vieja niñera. Media corona me bastaría.

Se entregó media corona a Queenie.

—Me gustaría una pala nueva para el jardín —dijo John Terry, poniéndose en pie—. Aunque temo que cueste mucho.

El señor Warlow, el maestro de juegos, apoyó a John.

—Entiendo que John merece la pala nueva. Es el mejor jardinero del colegio. Los guisantes que comimos hoy eran fruto de su laboriosidad.

Se accedió a la petición de John.

—Dale dinero —ordenó William—. ¿Cuánto es, John?

—Doce chelines y seis peniques —contestó el muchacho—. He preguntado en tres tiendas.

Se le entregaron doce chelines y seis peniques.

John se sentó, sonrojado de placer.

Se pidieron más cosas. Algunas fueron concedidas y otras denegadas. Luego llegaron las quejas.

—Informes de quejas —gritó Rita, golpeando la mesa.

—Acuso a Harry Dunn de copiar —dijo con firmeza un monitor.

Enseguida siguió un murmullo. Todos conocían a Harry Dunn, un chico de rostro avergonzado.

—Copiar es algo terrible —convino William, sorprendido—. No hemos tenido un caso de estos desde hace tres cursos.

—Propongo que no se le dé dinero en lo que resta de curso —gritó alguien.

—Ese castigo no surtiría efecto —rebatió William—. Le enfurecería y no le detendría.

Se suscitó una sonora discusión sobre Harry. Rita golpeó fuertemente la mesa con el martillo.

—¡Silencio! —gritó—. Quiero hacer una pregunta. Harry, ¿qué lección copiaste?

—Aritmética.

—¿Por qué? —intervino William.

—Bueno, el pasado curso perdí cinco semanas y me quedé algo rezagado. Mi padre no quiere que suspenda en aritmética y traté de no hundirme. Por eso decidí copiar las sumas de Humphrey. Eso es todo.

—Es cierto que perdió cinco semanas el curso pasado —dijo un monitor—. Recuerdo que tuvo paperas.

—Y su padre se enoja muchísimo si no es de los primeros en aritmética —apoyó otro monitor.

—Preguntaré al señor Johns si puede conceder a Harry una ayuda extra en aritmética, a fin de que recupere lo perdido —dijo William—. Así no tendrá necesidad de copiar. Señor Johns, ¿sería una ayuda para Harry si le concediera usted más tiempo?

—Desde luego —respondió el profesor—. Ya se lo sugerí y después de esto le agradará tener una ayuda en aritmética. ¿No es así, Harry?

—Gracias, señor —contestó Harry.

William no había acabado con Harry.

—No podemos consentir que te sientes con los demás en la clase, hasta tener la convicción de que no volverás a hacerlo. Será mejor que alejes tu pupitre de los otros hasta que te hayas recuperado en aritmética.

—Conforme, William —aceptó Harry.

Odiaba verse separado por copión y determinó aprender tanto como los demás para recuperar su puesto. Esta vez el mérito sería suyo.

—Copiar es un acto de persona estúpida o perezosa —dijo William—. Ahora, ¿alguna otra queja?

Llegó el turno de Elizabeth, que se puso colorada y se mostró huraña. Nora se alzó de su asiento.

—Tengo una grave queja que formular sobre Elizabeth Allen. Soy la monitora del dormitorio y no puedo conseguir que se acueste a la hora. También es muy grosera y desobediente. No demuestra ningún interés en corregirse.

—¿Algo más? —preguntó Rita, mirando disgustada a Elizabeth.

—Sí. Por dos veces ha vertido tinta sobre su alfombra y rehúsa limpiarla.

—Bien, mandáremos la alfombra a que la limpien y pagará Elizabeth —decidió Rita—. Ese trabajo cuesta dos chelines. Lo siento, Elizabeth, deberás entregar tus dos chelines.

Elizabeth detestaba ser brusca con Rita. Humildemente sacó los dos chelines y se los devolvió a Nora.

—En cuanto a ir tarde a la cama —dijo William—, eso se arreglará fácilmente. En lo sucesivo, su hora de acostarse será a las siete y media en vez de a las ocho.

—¡Perderé los conciertos y la danza! —protestó Elizabeth desalentada.

—Eso es cosa tuya —intervino Rita—. Si eres sensata, restableceremos tu hora la próxima semana. ¡Pero sólo si eres sensata!

—Y ahora, en cuanto a la desobediencia y grosería —siguió William—, no estoy seguro de que podamos culpar a Elizabeth. Sabemos que, generalmente, los chicos groseros son hijos de padres tontos, que los estropean al dejarles decir y hacer lo que quieran. Luego, sería más acertado culpar a los padres de Elizabeth por su actual conducta. No le han enseñado buenos modales.

Elizabeth se puso en pie de un salto.

—¡Mamá y papá me han enseñado buenos modales! Ellos están muy bien educados y mamá nunca es grosera con nadie.

—Lo creeremos cuando veamos que tú sigues el ejemplo —respondió William—. Cada vez que te muestres grosera, pensaremos: «Pobre Elizabeth, ¡no puede evitarlo! Carece de educación».

—Te demostraré que tengo buenos modales —gritó Elizabeth—. ¡Te lo demostraré, chico horrible!

Todos empezaron a reírse de la enojada chiquilla:

William golpeó la mesa.

—¡Silencio! Elizabeth quiere demostrarme que posee buenos modales. Vamos, Elizabeth, grita un poco más e insúltame otra vez. Así calibraremos exactamente cuáles son tus buenos modales.

Elizabeth se sentó hecha una furia. Ellos pensaban que sus padres no sabían educarla. ¡Nadie sería más cortés que ella la próxima semana! Tendrían que reconocer su equivocación.

Kenneth, el monitor de la clase de Elizabeth, se puso en pie.

—Por favor, William y Rita, ¿podéis hacer algo en cuanto a la conducta de Elizabeth en la clase? Resulta sencillamente insoportable. Nos estropea todas las lecciones y estamos ya hartos. Lo mismo le sucede a la señorita Ranger.

—Eso es muy desagradable —afirmó Rita—. No tenía idea de que Elizabeth fuese tan mala. Estoy muy desilusionada. ¿Es que nadie tiene una palabra amable para ella?

El silencio de todos fue roto por la sorpresa que causó ver que Joan Townsend, la Ratita, se ponía en pie, sonrojadísima, pues odiaba hablar en público.

—Me gustaría defender a Elizabeth. Sin duda es amable. Realmente no es tan mala como finge ser.

Joan se sentó de golpe, roja como el fuego. Elizabeth la miró agradecida. Era bueno tener una amiga.

—Bien, nos complace eso —dijo William—. Pero no basta. ¿Cuáles son las lecciones favoritas de Elizabeth?

—La música, la pintura y la equitación —chillaron sus compañeros de clase.

—Elizabeth, mientras no te comportes bien en las lecciones que parece no te agradan, perderás las otras —sentenció William después de consultar con Rita. No asistirás a ninguna de esas tres asignaturas esta semana y tampoco bajarás al pueblo. Esperamos que haya mejores informes de ti la semana próxima a fin de restituirte lo que has perdido hoy. Compréndelo, no podemos permitir que estropees las lecciones a tus compañeros.

Elizabeth, incapaz de soportar por un momento más la reunión, se puso en pie, apartó bruscamente una silla y salió como una exhalación.

—Dejad que se vaya —se oyó decir a Rita con voz apenada—. Está siendo muy tonta, pero no es tan mala como parece.

¡Pobre Elizabeth! ¡Se quedaba sin dinero para gastar, sin conciertos, danza, equitación, pintura y música! Además, se acostaría temprano La niña se sentó en su cama y lloró. La culpa era suya, pero eso no mejoraba las cosas. ¿Cuándo podría abandonar aquel terrible internado?