La primera semana en el pensionado
Elizabeth no pudo evitar sentirse contenta.
«De todos modos, habrá quejas de sobra la semana que viene —pensó—. Les demostraré que hablaba en serio».
En la segunda reunión un niño llamado Winifred, de aspecto vergonzoso, se puso en pie.
—Quiero hacer un ruego.
—Adelante —invitó William, el juez.
—Por favor. Aprendo música y una de mis lecciones coincide con la hora de criquet, el martes. ¿No podrían trasladarme esta lección a otro momento? Me fastidiaría perderme el criquet.
—Lo preguntaremos —contestó William—. Señor Johns, ¿le parece a usted que puede cambiarse?
—Veré qué puede hacerse —respondió el profesor, desde la parte de atrás de la habitación—. Hablaré con el profesor de música.
—Muchas gracias —dijeron a la vez William y Winifred.
A falta de otras peticiones, William martilleó en la mesa.
—La Junta ha terminado. La próxima se celebrará a la misma hora del mismo día la próxima semana. Es obligada la asistencia.
Los niños se pusieron en pie y, hablando animadamente, se encaminaron a sus respectivas tareas. Algunos tenían lecciones que preparar para el día siguiente, otros, cachorros que alimentar, o practicar el criquet o el tenis.
Elizabeth carecía de amigas con quienes charlar. Se sintió disgustada, pese a ser suya la culpa. Vagó sola y llegó a una pequeña habitación donde alguien tocaba suavemente el piano.
A ella le gustaba la música. Entró en la pequeña salita y se sentó a escuchar. El señor Lewis, el profesor de música, tocaba para su propio deleite. Cuando acabó, se volvió y, al ver a la niña, exclamó:
—¡Hola! ¿Te gustó?
—Sí, me gustó. Me hizo recordar el mar.
—Se titula El mar en un día de verano —explicó el señor Lewis, anciano de suaves ojos y pequeña barba gris—. Fue compuesta por un hombre al que agradaba introducir el mar en su música.
—Me encantaría aprender esa pieza —dijo Elizabeth—. Quisiera estudiar música. ¿Sabe usted si me enseñarán música en este colegio?
—¿Cómo te llamas? —el anciano abrió un librito de notas—. Yo soy el señor Lewis.
—Y yo Elizabeth Allen.
—Sí, aquí está tu nombre. Darás clase de música conmigo. Estupendo. Nos llevaremos bien y quizás a final de curso sepas tocar esta pieza del mar que tanto te gusta.
—Me ilusiona —contestó ella—. Pero no estaré aquí mucho tiempo. Odio la escuela.
—¡Oh, qué lástima! —exclamó el señor Lewis—. A los niños suele gustarles la escuela, especialmente Whyteleafe. Bien, si no has de quedarte aquí mucho tiempo, será mejor que tache tu nombre de mi lista. Será un despilfarro de tiempo darte lecciones de música si dices en serio que te vas.
—Una o dos lecciones, sí —aventuró Elizabeth—. Supongo que no puede darme ninguna ahora, ¿verdad?
El señor Lewis miró su reloj.
—Dispongo de veinte minutos. Busca tu cuaderno y veamos qué se puede hacer.
Elizabeth fue dichosa por primera vez en el colegio cuando se sentó al piano junto a su profesor. Tocó una de sus piezas favoritas. El señor Lewis marcó el compás de la música con su pie e inclinó la cabeza cuando hubo terminado.
—Sí, Elizabeth. Serás una de mis mejores alumnas. Espero que cambies de idea en cuanto a abandonarnos pronto. Será un placer para mí enseñarte.
Elizabeth, aunque complacida y satisfecha, sacudió la cabeza.
—Me temo que no podré quedarme. Ellos me quitaron el dinero para evitar que me vaya, pero me comportaré muy mal para conseguir que me echen.
—¡Qué lástima! —exclamó el señor Lewis, mirando su reloj—. Toca un poco más. Aún nos queda algo de tiempo.
Al final de la lección, el señor Lewis le repitió a Elizabeth el nombre de la pieza del mar que había tocado y añadió:
—Venden el disco con una bella interpretación. ¿Por qué no pides unos chelines en la próxima reunión? Todos querrán oírla en la sala de música.
—Me gustaría —dijo Elizabeth—. Así lo escucharía siempre que lo desease. Lo malo es que la Junta no querrá darme dinero. Ni siquiera me han dado los dos chelines que entregan a los demás.
—¡Oh, querida! —exclamó el señor Lewis, sonriendo—. Debes de ser un auténtico demonio de muchachita y, en cambio, tocas el piano como un ángel.
—¿De veras? —preguntó Elizabeth, regocijada.
El maestro ya se había marchado.
Elizabeth pronto averiguó que había muchas cosas agradables permitidas a los niños de Whyteleafe. En días alternos bajaban al pueblo en parejas, a comprar caramelos, juguetes, libros y demás cosas de su agrado.
También les permitían ir al cine una vez por semana, siempre que lo pagaran de su propio bolsillo.
Cabalgaban todos los días. Elizabeth adoraba la equitación. Allí había colinas y prados donde resultaba fantástico galopar. Ella sabía montar, pues tenía su propio poni en su casa.
Dos tardes a la semana, el maestro daba su pequeño concierto a los niños amantes de la música, de siete y media a ocho, después de cenar. El señor Lewis reunía a su alrededor doce chicos enamorados de la buena música que salía de su piano. A veces tocaba el violín. Elizabeth anheló aprenderlo por el mero hecho de ver y oír al señor Lewis.
Otro de los anocheceres semanales estaba reservado a un pequeño baile que duraba una hora. Elizabeth también amaba la danza y, cuando vio la noticia en el tablón de anuncios, se entusiasmó.
No era de extrañar que Whyteleafe gustase a los niños. Siempre había algo agradable que esperar, algo excitante que hacer. Helen y Belinda no tardaron en amoldarse a la vida del colegio. Se hicieron grandes amigas y fueron muy felices. Los dos muchachos nuevos también se hicieron amigos. Una vez Joan intentó ganarse la amistad de Elizabeth, pero ella le hizo una mueca y le volvió la espalda.
A medida que pasaban los días, Elizabeth desarrollaba su premeditado plan. Aprovechaba todas las oportunidades para mostrarse como una salvaje sin sentimientos, con la esperanza de que todos se cansaran de ella. Pasaba la mayor parte de la mañana al otro lado de la puerta del aula, porque alteraba toda la clase.
Una mañana puso al gato de la escuela en el interior del pupitre de la señorita Ranger, antes de que entrasen los demás. Cuando la profesora abrió la tapa, el gato saltó al exterior. La señorita Ranger chilló de pánico. Todo el mundo rió. No tardó en saberse que había sido Elizabeth.
Otra vez adelantó diez minutos el reloj y la señorita dio por terminada la clase antes de tiempo, lo que enojó mucho a la profesora cuando lo supo.
—Puesto que habéis perdido diez minutos de la clase de aritmética, os pondré dos sumas más esta tarde.
Todos se enfadaron con Elizabeth.
—Espera a la próxima Junta —amenazó Ruth—. Habrá muchas quejas de ti.
—No me importa —dijo Elizabeth.
Y era cierto.
Una tarde, después del té, quiso ir al pueblo de Whyteleafe. Solicitó permiso.
Nora, su monitora, respondió:
—Puedes ir. Pero que alguien te acompañe.
Se lo pidió a Ruth.
—¿Quieres venir conmigo al pueblo? Deseo ver tiendas.
—No, gracias. No iré con nadie que se parezca a ti. Ignoro cómo te comportas en la calle y tal vez hagas que me avergüence.
—Sé comportarme en la calle.
—Pero no sabes hacerlo en el colegio.
Ruth le dio la espalda.
Entonces se lo pidió a Belinda, que se negó.
—No quiero ir.
Ni Helen ni Joan aceptaron. No se atrevió a pedírselo a los chicos, que se reían de ella cuando la veían.
—¡Aquí está la «Valiente Salvaje»! —se decían unos a otros.
Y pronto empezó a ser conocida como la «Valiente Salvaje».
Elizabeth volvió a dirigirse a Nora:
—Nadie quiere acompañarme.
—Te lo mereces. No puedes ir si nadie quiere acompañarte. Está prohibido ir solo.
«¡Pues iré sola!», pensó Elizabeth.
Se deslizó al exterior del edificio, bajó los peldaños, giró a la derecha, pasó a través del arco y corrió colina abajo hacia el pueblo.
Se divirtió mucho mirando escaparates. Contempló ansiosa el de la confitería y deseó disponer de algún dinero. Ante el escaparate de una tienda de música se preguntó si tendrían el disco sobre el mar que le gustaba. Se hallaba ante una juguetería cuando, ¡oh, fastidio!, salió de allí Rita, la monitora jefa del colegio Whyteleafe.
¿Qué haría?