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Elizabeth en apuros

Nora, que se disponía a conducirlas a la sala de juegos, miró las cómodas para comprobar que estaban bien ordenadas. Sorprendida, advirtió que Elizabeth había colocado casi una docena de cosas, dos cepillos, un espejo, un peine, tres fotografías, un frasco de perfume, dos jarros y un cepillo de la ropa.

—Mirad —exclamó Nora—. La pobrecita no sabe contar hasta seis. Tiene once cosas encima de la cómoda. ¡Pobre Elizabeth! Ni siquiera sabe contar hasta seis.

—¡Claro que sí! —gritó ella—. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis.

Todas las demás se desternillaron de risa.

—¡Sabe contar! —gritó Nora—. Bien, Elizabeth, cuenta tus cosas y quita cinco. ¿Sabes restar? Así quedarán seis, son las que puedes dejar.

—No pienso quitar ninguna —afirmó Elizabeth.

—¿Ah, no? —respondió Nora—. Bueno, si tú no lo haces, lo haré yo.

Encolerizada, la irlandesa cogió el cepillo, las tres fotografías y el espejo, se dirigió a un arcón situado debajo de una ventana y lo abrió, dejó las cosas y cerró con llave.

—Ya sabes lo que sucede cuando la gente se empeña en no contar.

Elizabeth, furiosa, la miró.

—¡Devuélveme mis cosas! ¡Quiero esas fotos enseguida! ¡Son de mis papás y de mi poni!

—Lo siento —replicó Nora, guardándose la llave en el bolsillo—. Las recuperarás cuando te disculpes y me digas que sabes contar.

—¡No lo haré!

—Tú misma. Ahora, seguidme. Llevaremos todo lo comestible a la sala de juegos.

—No llevaré lo mío. Lo guardaré aquí.

—De acuerdo, pero lo guardaremos en el arcón junto a las fotografías —repuso Nora—. Según nuestras reglas, todo lo comestible tiene que estar abajo.

Elizabeth miró su pastel, el bocadillo de jamón, las chocolatinas y las galletas. Cogió la caja y siguió a las otras. Le desagradaba que ellas pusieran las manos dentro de su caja. Y ya conocía lo bastante a Nora para saber que nada la detendría.

Bajaron la escalera de roble. A un lado del vestíbulo había la puerta abierta de una amplia sala repleta de prácticos aparadores y librerías. Chicos y chicas la llenaban.

Hablaban, jugaban o guardaban manjares. Parecían muy alborotados y felices. Saludaron a Nora.

Elizabeth se detuvo a escuchar la música de un tocadiscos instalado en un rincón. Le gustaba la música. Su madre solía interpretar aquella sonata en casa. De repente añoró a su madre.

«¡No importa! —pensó—. No estaré mucho tiempo aquí. No creo que me soporten más de una semana si me muestro desobediente».

—Aquí hay varias latas vacías —dijo Nora, bajando algunas del estante.

—Toma, Helen. Y tú, Elizabeth. Aquí hay una grande para un enorme pastel, Belinda.

Cuando hubieron guardado sus golosinas, Nora cogió unas tiras de papel de un montón y escribió sus nombres.

—Pegadlos a vuestras latas —aconsejó mientras ella misma lo hacía en la suya.

—Me gustaría ver las aulas —sugirió Belinda.

Ruth se ofreció a enseñarles todo el colegio y se fue con Belinda y Helen. Elizabeth las siguió algo retrasada, impelida por la curiosidad. Nunca había visto un colegio. El comedor ya lo conocía. Era una gran sala de techo y amplios ventanales. Las mesas estaban en el centro.

En las aulas, grandes y soleadas, vio pulcros pupitres y sillas y un escritorio mayor para la profesora. Había encerados por todas partes, como el que utilizaba la señorita Scott.

—Ésta es nuestra aula —dijo Ruth—. Seguramente nos tocará la clase de la señorita Ranger. Es muy severa, os lo aseguro. Nora asiste a otra superior. Ya es mayor. Estupenda compañera, ¿verdad?

—Sí —asintieron Helen y Belinda.

Elizabeth no estuvo de acuerdo. Sacó el labio inferior y guardó silencio.

—Este es el gimnasio —explicó Ruth y las tres miraron asombradas la enorme sala, con sus cuerdas y pasarelas, barras y palos. De repente, Elizabeth se sintió excitada. Le entusiasmaba trepar, nadar y saltar. Quizá hiciese gimnasia antes de irse.

Había muchos más dormitorios, además de las dependencias destinadas a la señorita Belle y la señorita Best y las otras profesoras.

—Tendréis que visitar a las delegadas después del té —informó Ruth—. Son buenas.

Habían visitado ya los magníficos terrenos y campos de criquet, las pistas de tenis y los jardines repletos de flores cuando sonó el timbre que anunciaba la hora del té. Las niñas se alegraron.

—¡Estupendo! —gritó Ruth—. Vamos, antes hay que lavarse y peinarse. Tu pelo está horrible, Elizabeth.

A Elizabeth no le gustó el adjetivo horrible aplicado a sus rizos. Corrió a su dormitorio y se peinó con esmero y se lavó las manos. Tenía mucho apetito y pensó con fruición en su pastel de pasas de Corinto y en el bocadillo de jamón.

—Tengo el pastel de chocolate más fantástico que jamás hayáis visto —exclamó Belinda—. Sencillamente se derrite en la boca. Espero que me aceptéis un trozo.

—Y yo tengo una tarta demasiada deliciosa para traducirlo en palabras —anunció Ruth—. ¡Esperad a probarla!

El pastel de chocolate y la tarta le parecieron a Elizabeth más deliciosos que su pastel de pasas y el bocadillo de jamón, que se le antojaron muy ordinarios. Bajó las escaleras preguntándose si conseguiría dos porciones del fantástico pastel de chocolate de Belinda.

El té se servía en el comedor. Las largas mesas estaban cubiertas de manteles blancos y en los platos había grandes rebanadas de pan moreno y mantequilla. También había grandes pasteles y botes de mermelada de ciruela.

Los niños pusieron sus cajas en una mesa auxiliar y colocaron en varios platos vacíos el pastel o bocadillo que pensaban compartir con los demás y se los llevaron a sus propias mesas.

Una vez más les permitieron sentarse donde quisieron. Elizabeth cogió su bocadillo y su pastel y se acomodó.

Después de rezar una oración de gracias, los niños empezaron a charlar.

Nora, a la cabecera, dio un golpe sobre la mesa. Todas dejaron de hablar.

—Me olvidaba de decir algo. Elizabeth Allen no desea compartir sus cosas, así que no le pidáis, ¿entendido? Lo quiere todo para ella.

—De acuerdo —respondieron los demás, sorprendidos por la actitud de Elizabeth.

Esta siguió comiendo pan y mantequilla. A su lado, Ruth abrió un gran bote de pasta de anchoas que olía deliciosamente y ofreció a todos los de su mesa, excepto a Elizabeth.

Nadie le ofreció nada. Belinda contó cuántos había a la mesa, eran once y cortó su pastel en diez pedazos. Con diez bastaba. Elizabeth contempló cómo los demás comían pastel de chocolate, cuyo aspecto y olor resultaban incitantes y ansió un pedazo.

Ella cortó también su trozo de pastel de pasas de Corinto. Parecía bueno. De repente, comprendió que sola no podría comérselo y que debía ofrecer a los demás. No le importaba ser mala, pero sí que la consideraran mezquina.

—¿Quieres un trozo de mi pastel? —le preguntó a Ruth.

Ésta la miró sorprendida.

—¿Cambiaste de idea? No, gracias, tengo suficiente.

Entonces le ofreció a Belinda, que denegó con la cabeza.

—No, gracias.

Tendió su plato a Helen, que se limitó a negar con la cabeza y se giró.

Nadie quiso de su pastel ni de su bocadillo. Poco después, las otras se habían comido sus respectivos trozos y acabado los botes de mermelada. Sólo el pastel y el bocadillo de Elizabeth permanecían casi enteros.

Sonó una campana y la señorita Thomas se puso en pie.

—Podéis salir a jugar —dijo—, pero los nuevos deben quedarse en la sala para conocer a sus profesores.

Helen, Belinda y Elizabeth se fueron a la sala de juegos acompañadas de dos chicos llamados Kenneth y Roland. Pusieron en marcha el tocadiscos. Belinda bailó una extraña danza que les hizo reír.

Una niña asomó la cabeza por el vano de la puerta y dijo:

—La señorita Belle y la señorita Best os esperan. Id a guardar turno frente a la puerta de la salita. Prometed que haréis cuanto podáis para hacer grata la vida en la escuela Whyteleafe y que trabajaréis y jugaréis mucho.

La niña desapareció y ellos se fueron a guardar turno junto a la puerta indicada. Cuando ésta se abrió, apareció la señorita Best.

—Entra —invitó a Belinda.

La puerta se cerró tras la niña.

«Yo no prometeré trabajar ni jugar mucho —pensó Elizabeth—. Sencillamente les advertiré que no quiero estar aquí y que seré tan desobediente que tendrán que echarme. No quiero quedarme en este horrible colegio».

Belinda salió sonriendo.

—Ahora te toca a ti, Elizabeth. Y por lo que más quieras, ¡pórtate bien!