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La niña consentida

—¡Te enviaré a un pensionado, Elizabeth! —amenazó la señora Allen—. Tu institutriz tiene razón. Estás muy consentida y te portas muy mal. Papá y yo pensábamos dejarte aquí con la señorita Scott durante nuestra ausencia, pero será mejor que ingreses en un colegio.

Elizabeth miró anonadada a su madre. ¿La amenazaba con enviarla fuera de su hogar? ¿Y qué sería de su poni y de su perro? ¿Tendría que vivir entre niñas insoportables? ¡Oh, no, eso sí que no!

—Seré buena con la señorita Scott —respondió sumisa.

—Ya lo has prometido otras veces. La señorita Scott se niega a quedarse sola contigo. Elizabeth, ¿es cierto que anoche pusiste en su cama varios ciempiés?

Elizabeth dejó ir una risita.

—Sí. A la señorita Scott le dan pánico. ¿No crees que es absurdo temer a los ciempiés?

—Me parece más absurdo ponerlos en la cama de una persona, querida. Te hemos dado demasiada libertad y ahora te crees con derecho a hacer lo que te da la gana. Ése es el defecto de las hijas únicas: mimadas, caprichosas y sin otra ley que su voluntad.

—Mamá, si me internas en un colegio seré tan mala que me volverán a mandar a casa —amenazó Elizabeth, sacudiendo sus rizos.

Aquella linda chiquilla de risueños ojos azules y bucles castaño oscuro no sabía qué eran las contrariedades. Seis institutrices habían intentado inculcarle obediencia y buenos modales, pero desistieron al cabo de un tiempo y optaron por marcharse.

«Podrías ser una niñita muy simpática —le decían todas— y te empeñas en ser traviesa y maleducada».

La amenaza de comportarse mal en el pensionado, con el único propósito de ser devuelta a su casa, desalentó a su madre. Ella adoraba a Elizabeth y deseaba su felicidad, pero ¿cómo iba a ser feliz si no aprendía a ser como los otros niños?

—Vives muy sola, Elizabeth. Te conviene el trato de otras niñas; jugar y trabajar con ellas.

—¡No me gustan las otras niñas! —respondió malhumorada.

En eso no mentía. La disgustaban las niñas de su edad, a las que desconcertaba su comportamiento. Siempre que se negaban a participar en sus travesuras, ella se burlaba tratándolas de bebés. Pero la réplica de las ofendidas solía desagradar a Elizabeth.

De ahí que la sola idea de ir al colegio y convivir con otras niñas le causara temor.

—Por favor, no me envíes allí —suplicó—. Seré buena en casa.

—No insistas, Elizabeth. Papá y yo estaremos ausentes durante un año. La señorita Scott no quiere quedarse y no es posible encontrar rápidamente a otra institutriz. Prefiero que vayas a un colegio. Eres inteligente y, si te lo propones, serás la primera. Eso hará que nos sintamos orgullosos de ti.

—¡No estudiaré! —replicó enojada la niña—. ¡No estudiaré nada y me comportaré tan mal que no me querrán allí!

—Bien, querida. Si prefieres crearte dificultades, allá tú —terminó su madre, poniéndose en pie—. Hemos escrito a la señorita Belle y a la señorita Best, directoras del colegio Whyteleafe. Están dispuestas a aceptarte la próxima semana, cuando empiece el curso. La señorita Scott arreglará todas tus cosas. Ayúdala.

Enojada y abatida, Elizabeth odió más que nunca la idea de ir al colegio. También odiaba a las chiquillas bobas. La señorita Scott se le antojó detestable por no quedarse con ella. De repente se preguntó si ésta no aceptaría seguir a su lado si se lo pedía muy amablemente.

La halló ocupada en marcar un montón de medias color pardo.

—¿Son para mí estas medias? —preguntó la niña—. Yo no uso medias. Llevo calcetines.

—Tendrás que ponerte medias en el colegio Whyteleafe —explicó la señorita Scott.

Elizabeth miró el montón e impulsivamente enlazó con sus brazos el cuello de la institutriz.

—Señorita Scott —suplicó—, ¡quédese conmigo! A veces soy desobediente, pero no quiero que se vaya.

—Así que no quieres ir al colegio —respondió la señorita Scott—. ¿Te lo dijo tu madre?

—Sí —afirmó Elizabeth—. Es verdad, no quiero ir al colegio.

—Lo comprendo. Tienes miedo de no saber hacer lo que otros sí saben.

La señorita Scott reanudó su trabajo.

Elizabeth se puso en pie y dio una patada en el suelo.

—¿Miedo yo? —gritó—. ¡No tengo miedo! ¿Tuve miedo cuando me caí de mi poni? ¿Tuve miedo cuando nuestro automóvil se estrelló contra la cuneta? ¿Tuve miedo cuando… cuando… cuando…?

—No grites, Elizabeth —respondió la institutriz—. Tienes miedo al colegio y a las niñas obedientes, de buenos modales, trabajadoras y mucho menos mimadas que tú. Allí tendrás que arreglártelas sola, compartirlo todo, ser puntual, cortés y obediente. ¡Y tienes miedo de eso!

—¡No, yo no! —chilló Elizabeth—. ¡Iré! Pero seré tan tremenda y perezosa que no querrán soportarme y me devolverán a casa. Usted se verá obligada a cuidarme otra vez. ¡Ya lo verá!

—Mi querida Elizabeth ya no estaré aquí. Me voy con otra familia, donde cuidaré de dos niños pequeños. Lo haré el día que tú te vayas al colegio. Así que no podrás regresar, pues ni tus padres ni yo estaremos aquí. ¡La casa estará cerrada!

Elizabeth prorrumpió en llanto. Sollozó tan fuerte que la señorita Scott la rodeó con sus brazos y la consoló.

—Vaya, no seas tontina. A los niños suele gustarles el colegio. Allí se divierten mucho. Practican deporte, van de paseo, las lecciones son muy interesantes y hacen muchos amigos. Tú no tienes ni uno solo y eso es terrible. Tienes mucha suerte de poder ir.

—No la tengo —dijo llorando Elizabeth—. Nadie me quiere. Soy muy desgraciada.

—Lo malo es que te han mimado demasiado. Eres bonita, alegre y rica y te han estropeado. Gustas a la gente por tu sonrisa y ricos vestidos. Todos te alaban, te miman y te consienten. No saben tratarte como a una niña corriente. Pero no basta con tener un lindo rostro y una alegre sonrisa. También se necesita un buen corazón.

Nunca habían hablado así a Elizabeth, quien respondió perpleja:

—Tengo buen corazón.

—Tal vez, pero no lo demuestras. Bien, ahora vete, por favor. Aún tengo que marcar toda tu ropa interior.

Elizabeth miró las medias. ¡Las odiaba! ¡Qué desagradables eran! ¡No se las pondría! Se llevaría los calcetines al colegio y los usaría cuando le viniese en gana.

La señorita Scott se encaminó hacia una cómoda y empezó a sacar unas camisetas. Elizabeth cogió un par de medias y las anudó. Luego, de puntillas, se acercó a la señorita Scott y las prendió de su falda con un alfiler.

Cuando salió de la estancia, se reía. La institutriz dejó las camisetas y se puso a contar las medias.

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco… ¡Vaya!, ¿dónde está el otro par?

Lo buscó por el suelo y sobre la silla. Perpleja, volvió a contarlas. Se asomó a la puerta. Elizabeth sacaba algo del aparador del rellano.

—¡Elizabeth! —gritó severa la institutriz—. ¿Te has llevado un par de medias?

—No, señorita Scott —Elizabeth agrandó sus ojos para simular sorpresa—. ¿Por qué?

—Porque falta un par. ¿Te lo llevaste tú?

—No, señorita Scott. —Se esforzó en no reír al ver cómo las medias se balanceaban detrás de la institutriz—. Estoy segura de que están en la habitación, señorita Scott.

—Puede ser que las tenga tu mamá. Iré a preguntárselo.

Se alejó por la escalera, con las medias prendidas a su falda, como una cola. Elizabeth metió la cabeza en el aparador y se desternilló de risa. La señorita Scott entró en la habitación de la dueña de la casa.

—Discúlpeme, señora Allen. ¿Cogió usted un par de medias de Elizabeth?

—No, se las di todas —contestó la señora Allen—. Tienen que estar juntas. ¿No se le habrán caído en alguna parte?

Cuando la institutriz se giró para irse, la señora Allen descubrió las medias.

—Un momento, señorita Scott. ¿Qué es eso?

Se acercó a la institutriz y le desprendió las medias.

—Sin duda, la última travesura de Elizabeth, señora.

—¡Esta Elizabeth! —se quejó la señora Allen—. No hay modo de corregirla. De veras, nunca vi niña semejante. Es obvio que necesita ir al colegio, ¿verdad, señorita Scott?

—Por supuesto, señora Allen. Cuando regrese, encontrará usted una niña diferente y mucho más simpática.

Elizabeth escuchó lo que decían su madre y la institutriz. Golpeó la puerta con el libro que llevaba y gritó enfurecida:

—¡No volveré diferente, mamá! ¡No seré diferente! ¡Seré peor!

—Imposible, querida —respondió su madre—. Imposible que seas peor.