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Un final feliz

Los niños siempre disfrutaban mucho con las Juntas semanales del colegio, aunque hubiese pocas cuestiones que tratar. Era muy agradable estar todos reunidos, repartirse el dinero, ver a los jueces y los monitores en el estrado, todos muy serios.

—A uno le parece que verdaderamente pertenece al colegio —explicaba Jenny—, que es parte del mismo, y que éste sabe cómo eres. Además participas en todos los sucesos. Es una sensación estupenda.

Sólo faltaban dos semanas para el final de curso. Y nadie tenía dinero para meter en la hucha. Pero se habían dado varios cumpleaños aquellas semanas, por lo que la hucha estaba bien repleta.

Se repartieron los chelines como de ordinario. William le concedió diez chelines más a John para la compra de dos regaderas nuevas.

—Una de las viejas tiene dos agujeros que no pueden arreglarse —explicó John—. El agua sale por ellos y nos moja los pies constantemente. Y la otra es demasiado pequeña. El verano pasado perdimos muchas plantas por falta de riego. Este año, si el tiempo está seco, quiero regar mucho. Así que me gustaría poder comprar dos regaderas.

El jardín estaba encantador aquella primavera. Las margaritas crecían en profusión, así como los dientes de león y los lirios. Los jazmines llenaban el aire con su perfume, al igual que los plátanos que crecían en los bordes de los arriates. John y sus ayudantes habían trabajado mucho y bien. Todo el colegio quería que se comprasen regaderas, carretillas, azadones… todo lo que quisiera John. Todos estaban orgullosos de él y de su labor.

Nadie pidió más dinero. Tampoco hubo quejas. Parecía como si la sesión tuviera que ser muy breve y aburrida. Pero no, ¿qué era aquello? ¡La señorita Belle y la señorita Best avanzaban desde el fondo del salón! Oh, sí, tenían algo que decir, algún asunto que discutir.

Y el señor Johns las acompañaba.

Sorprendidos, William y Rita les cedieron unos asientos, preguntándose qué querrían. El colegio en pleno miraba hacia el estrado, haciéndose la misma pregunta. No podía tratarse de nada malo, porque las dos directoras sonreían.

Las directoras se sentaron, el señor Johns hizo otro tanto. Conversaron un poco entre ellos y por fin la señorita Belle volvió a ponerse en pie.

—Niños, no es frecuente que la señorita Best, el señor Johns y yo vengamos aquí para dirigiros la palabra en una Junta, a menos, claro, que nos lo pidáis. Pero esta vez tenemos algo que deciros, algo muy agradable que yo deseo exponer delante de todo el colegio.

Todos escucharon ávidamente. ¿Qué podía ser? Nadie tenía la menor idea.

La señorita Belle extrajo una carta de su bolsillo y la abrió.

—Se trata de esta carta —anunció—. La firma el coronel Halston, que vive cerca de aquí. Y esto es lo que dice.

Mientras la señorita Belle leía la carta, todos los presentes escucharon con suma atención.

Querida señorita:

Hace cuatro días mi hijo pequeño, Michael, se escapó de su niñera. Luego cayó al lago que se halla próximo a su colegio. Mi hijo se habría ahogado a no ser por una alumna de Whyteleafe. Dicha muchacha se metió en el agua y nadó hasta donde estaba Michael. Logró agarrarlo y ponerle de espaldas y nadó hacia la orilla, arrastrándole consigo. Pero en un momento dado, mi hijo se le deslizó de las manos, enredándose entre unos hierbajos. Sin duda se habría ahogado entonces, pero la chica buceó entre las hierbas y consiguió sacarle afuera. Cuando le tuvo en la orilla le enseñó a la niñera cómo debía practicarle la respiración artificial y ella misma la ayudó a ello, con el resultado de que mi hijo revivió y ahora se halla en casa, sano y salvo.

Aquel día yo estaba fuera, y no he vuelto hasta hoy, cuando me he enterado de la asombrosa historia. Ignoro de qué niña se trata. Sólo sé que la niñera vio que llevaba una chaqueta de Whyteleafe, porque la dejó sobre las rocas. Bien, me gustaría mucho que me dijese el nombre de la muchacha a fin de poder recompensarla como es debido por su abnegada acción. Salvó la vida de mi pequeño, mi único hijo, y jamás podré agradecérselo bastante a esa alumna de su internado, sea quien sea.

Sinceramente suyo,

EDWARD HALSTON

Los niños escuchaban absortos. ¿Quién era la chica? Nadie lo sabía. Pero seguramente habría vuelto al colegio con las ropas mojadas. Todos se miraban unos a otros. Julian le dio un codazo a Elizabeth. Sus verdes ojos relampagueaban de orgullo. Elizabeth estaba colorada como un pimiento.

«¡Vaya jaleo por nada!», pensaba.

—Bien —añadió la señorita Belle, doblando la carta—, esta misiva, tan sorprendente, nos ha producido un grato placer a la señorita Best y a mí. Ignoramos cuál es la alumna. Le hemos preguntado al ama si observó algunas ropas mojadas puestas a secar, pero no vio nada. Por tanto, se trata de un verdadero misterio.

Hubo un silencio. Elizabeth no respiraba apenas. Todos aguardaban el desenlace.

—Me gustaría saber quién es —continuó la directora—. Me gustaría poder felicitarla de corazón por su valiente proeza y por haber callado. Todos nosotros nos sentimos orgullosos de ella.

Elizabeth seguía callada. Simplemente, no podía ponerse en pie ni abrir la boca. Por primera vez en su vida se sentía realmente tímida. No había hecho nada, sólo había sacado a un niño del agua. ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué tanto alboroto por nada?

Julian se puso en pie.

—¡Fue Elizabeth! —gritó, pegando casi un alarido—. ¡Claro que fue Elizabeth! ¿Quién, si no, podía ser? En uno de sus incontenibles impulsos, ¿verdad? ¡Fue nuestra Elizabeth!

Los niños alargaron el cuello para mirar a la niña, que estaba sentada muy ruborizada.

Julian la palmeó la espalda.

¡Y entonces empezaron los bravos y los vítores! A punto estuvo de venirse abajo el techo. Elizabeth podía ser una revoltosa, demasiado impulsiva y temperamental, hacer mal las cosas. Pero en su interior era amable y dulce, tanto como una manzana, y todos sus compañeros y compañeras lo sabían.

¡Plas, plas, plas! ¡Viva, viva, viva! ¡Hurra, hurra, hurra…!

El alboroto habría continuado años enteros de no levantar la mano la señorita Belle. Sólo entonces se tranquilizó el ambiente.

—Bien, conque fue Elizabeth. Debí adivinarlo. Son las cosas que suelen ocurrirle a Elizabeth. Por favor, niña, sube al estrado.

Elizabeth obedeció con las mejillas ardientes. La señorita Belle, la señorita Best y el señor Johns le estrecharon la mano con gran solemnidad, afirmando que se sentían muy orgullosos de tenerla en el colegio.

—Honras verdaderamente el nombre de Whyteleafe —agregó la señorita Belle, con los ojos muy brillantes—. Y, al propio tiempo, te honras a ti misma. Bien, nos gustaría concederte un premio, Elizabeth. Te lo mereces por tu valentía. ¿Hay algo que desees?

—Bueno… —empezó Elizabeth y calló de pronto—. Bueno… —repitió, atropelladamente, pensando que era pedir mucho—. Verán… Han instalado una feria en el pueblo vecino y creo que sería muy divertido que nos diesen un día de fiesta a todos para poder ir allá. Hemos hablado mucho de la feria y sé que a todos nos gustaría ir. ¿Creen que es posible?

De nuevo se produjeron los bravos y los pataleos.

—¡Viva Elizabeth! —gritó alguien—. ¡Pide una cosa para todos nosotros y no sólo para ella!

La señorita Belle sonrió y asintió con la cabeza.

—Creo que podemos acceder a la petición de Elizabeth, ¿verdad?

La señorita Best asintió también. Elizabeth sonrió, muy contenta. Tal vez hubiese caído antes en desgracia, y todos sus compañeros habían pensado que era una entrometida y una revoltosa, pero ahora había conseguido para todos un día entero para ir a la feria.

Dio media vuelta dispuesta a bajar del estrado, pero alguien se había puesto de pie y deseaba decir algo. Era Julian.

—¿Qué pasa, Julian? —le interrogó la señorita Belle.

—Quiero hablar en nombre de todo el primer grado. Queremos saber si es posible que nombren otra vez monitora a Elizabeth ahora, esta misma noche. Creemos que merece una buena recompensa. Y deseamos que sea nuestra monitora. Todos confiamos en ella y la apreciamos mucho.

—¡Sí, sí, es verdad! —proclamó Jenny y otras voces se unieron a la suya.

Los ojos de Elizabeth brillaban como estrellas. ¡Qué maravilla! Ser nombrada monitora a petición de toda la clase, algo que ella tanto deseaba.

—Espera, Elizabeth —la contuvo la señorita Belle, extendiendo una mano y atrayendo a la niña hacia sí—. ¿Te gustaría ser de nuevo monitora?

—Oh, sí, mucho —casi gritó Elizabeth, resplandeciente—. Ahora lo haré mejor. Sé que lo haré bien. Déjenme probar. No volveré a portarme mal con nadie. Seré sensata y prudente. Sí, lo seré.

—Sí, creo que lo serás —admitió la señorita Belle—. Bien, esta vez no habrá la votación que solemos hacer. Serás moni-tora desde este mismo instante. Aunque Susan continuará siéndolo también. ¡Por una vez tendremos una monitora extra! ¡Una monitora muy especial!

Y Elizabeth fue ya a sentarse junto a los demás monitores y monitoras, muy contenta y orgullosa. Todos estaban encantados, hasta Arabella. ¿Cómo podía ser de otra forma, cuando Elizabeth había solicitado tan generosamente para todo el colegio un día de feria, cuando podía muy bien haber pedido algo para ella sola?

—Bueno, ha sido una asamblea estupenda, ¿verdad? —alabó Julian cuando todos los niños hubieron salido del salón, excitados entre charlas y risas—. Vaya, este curso ha resultado memorable. Estoy muy contento de haber venido a estudiar a Whyteleafe. ¡Es el mejor colegio del mundo!

—Claro que sí —asintió Elizabeth—. Oh, Julian, soy tan feliz.

—Y tienes motivos para ello —afirmó Julian—. Eres una chica muy valiosa, ¿sabes? ¡La «Valiente Salvaje» del colegio y la mejor chica del mundo! ¡El peor enemigo y la mejor amiga! Bien, seas lo que seas, siempre serás nuestra Elizabeth, ¡y todos nos sentimos orgullosos de ti!