Una aventura para Elizabeth
Los días transcurrieron rápidamente, entre estudios y juegos, cabalgadas y trabajo en el jardín, cuidando a los animalitos enjaulados o saliendo de paseo. Era extraordinario con qué premura discurrían las semanas.
—Una vez ha concluido la primera mitad del trimestre, empieza a vislumbrarse el final —exclamó Elizabeth—. Ningún trimestre parece tener semanas intermedias.
—Demos un paseo esta tarde —propuso Julian—. Tenemos una hora y media libre. No hace falta que trabajemos en el jardín, ya que John tiene ahora dos jóvenes ayudantes. Iremos por la montaña y bajaremos hasta el lago.
—Oh, sí —asintió Elizabeth, asomada a la ventana y contemplando el brillante sol de abril—. Se estará muy bien en el monte y podremos coger prímulas.
Por la tarde se marcharon juntos. Llevaban unas cajitas de hojalata para meter en ellas algunas cosas para la clase de historia natural.
—Atraparemos ranas y renacuajos —propuso Julian—. Seguro que ahora hay muchos en el lago.
Juntos subieron a una montaña.
—Tenemos que estar de regreso a la hora del té —observó Elizabeth—. Es la regla, a menos que tengas permiso para llegar más tarde. Mi reloj marca la hora exacta. No quiero meterme en ningún otro lío. Llevo un par de semanas muy buenas.
Julian sonrió. Pensaba que de todos los alumnos de la clase, Elizabeth, probablemente era la que procuraba ser más juiciosa y, sin embargo, tropezaba con enredos y conflictos más que ningún otro.
«Parece como si ella provocara los sucesos —pensó Julian—. Es tan impulsiva, tan buena y sincera. Bien, los dos hemos tenido nuestros altibajos en este curso. A ver si hacia el final gozamos de un poco de paz».
Corretearon por la montaña, cogiendo las prímulas que crecían ufanas en los sitios más recónditos. El sol lucía con fuerza, por lo que Elizabeth se quitó la chaqueta del uniforme y la llevó al brazo.
—¡Qué bien se está aquí! —exclamó la niña—. ¡Oh!, mira, Julian, cómo centellea el lago. ¿Verdad que es precioso?
Lo era. Tan suave y liso como un césped al sol de abril. No había nadie por los alrededores. Los niños se alegraron al pensar que la Naturaleza era para ellos solos.
Y empezaron a buscar ranas. No encontraron ninguna, pero sí renacuajos. Atraparon varios y los metieron en las cajitas.
—Uf, estoy cansada —se quejó Elizabeth—. Sentémonos.
—Pues yo subiré otra vez a la montaña —decidió Julian—. Quiero buscar un determinado tipo de musgo. Tú siéntate aquí y aguárdame.
—Sí, te esperaré sentada.
Julian desapareció. Poco después, a Elizabeth le pareció oír rumor de pasos, pero no era Julian, sino un niño de unos seis años, muy aseado, con unos ojos azules muy grandes y mejillas muy rubicundas. Jadeaba como si hubiese estado corriendo.
Elizabeth se mostró sorprendida al verlo solo. Parecía demasiado pequeño para estar tan cerca del lago. Bueno, eso no era asunto suyo. Se tumbó sobre la hierba y cerró los ojos, dejando que el sol se abatiese sobre ella.
Escuchó cómo jugaba el niño, después un chapoteo. En el mismo instante oyó un penetrante chillido que la obligó a incorporarse velozmente.
El niño había desaparecido. Pero había unas ondas en el lago, que explicaban la tragedia. Casi al momento apareció una manita.
—¡Dios mío! ¡Ese niño se ha caído al agua! —gritó Elizabeth, aturdida—. Debe de haber resbalado en alguna roca húmeda y ha perdido pie. Seguramente no habrá venido solo.
Y como respondiendo a su pregunta, apareció una joven a todo correr.
—¿Dónde está Michael? ¿No ha chillado? —preguntó ansiosa—. Se me escapó. ¿No ha visto a un niño por aquí?
—Se ha caído al agua —contestó Elizabeth—. ¿Sabe nadar?
—¡No, oh, no! —exclamó la niñera—. ¡Se ahogará! ¡Oh, hay que socorrerle rápidamente!
No había, nadie por allí, de modo que Elizabeth se desató los zapatos.
—Vadearé a ver si logro cogerle. Si el agua es muy profunda, nadaré.
Fue vadeando por el agua, tanteando la arena del fondo bajo sus pies aún cubiertos por las medias. De repente el fondo cedió y Elizabeth se precipitó al agua. Tenía que nadar.
Era buena nadadora y comenzó a bracear al momento, pero no resultaba fácil con la ropa puesta. Le pesaba como una piedra a las pocas brazadas. Al momento recordó lo que le habían enseñado sobre las técnicas de salvamento.
Asió al niño medio hundido y lo atrajo hacia sí. Al instante la criatura se agarró a sus brazos, dificultando sus movimientos.
—¡Suelta! —le gritó Elizabeth—. ¡Suéltame! Yo te llevare y no tú a mí.
Pero el niño estaba demasiado asustado para obedecer. Y continuó hundiendo a la pobre Elizabeth.
La niña tragaba agua y se asfixiaba. Sin saber cómo, logró quitar los brazos del niño de su cuello, lo puso de espalda, colocó las manos bajo sus axilas y empezó a nadar hacia la orilla, arrastrando consigo al niño mientras éste pataleaba.
No tardó en sentir el fondo arenoso bajo sus pies y por fin consiguió sostenerse. El niño se le deslizó de las manos y se fue al fondo. Quedó atrapado entre unos hierbajos, lo que le impidió flotar de nuevo. Elizabeth se sintió desesperada. Buceó otra vez, buscándolo, y al final divisó una pierna. La cogió y tiró con fuerza.
Por fin el niño salió de entre las hierbas. Pero ya no forcejeaba.
«¡Oh, Dios mío, se ha ahogado!» pensó Elizabeth, horrorizada. Y le arrastró a la orilla. El niño estaba inerte y quedó sobre las rocas, inmóvil.
La niñera se inclinó sobre él. Sollozaba aterrada. Elizabeth pensó que era idiota.
—Mire, tenemos que moverle los brazos arriba y abajo, arriba y abajo, de esta forma —le explicó—. Así le entrará aire en los pulmones y volverá a respirar. Fíjese…, arriba y abajo… No, así no. Parece que le quiera crucificar. Arriba y abajo. «Sí, es idiota», pensó, una vez más la niña.
Elizabeth estaba fatigada, por lo que dejó que la nodriza siguiese haciendo la respiración artificial al niño. Luego reanudó ella la tarea. De pronto, el niño lanzó un profundo suspiro y abrió los ojos.
—¡Oh, vive! ¡Vive! —gritó la niñera—. ¡Oh, Michael, Michael! ¿Por qué te soltaste de la mano?
—Será mejor que se lo lleve a casa en cuanto pueda andar —le aconsejó Elizabeth—. Está empapado y cogerá una pulmonía.
La niñera cogió al chiquillo en brazos, sin dejar de llorar y olvidándose de darle las gracias a la niña que lo había salvado.
Elizabeth se quitó la blusa y la escurrió para que se secara un poco. Estaba temblando.
De pronto, Julian descendió de la montaña y contempló asombrado a Elizabeth.
—¿Qué has estado haciendo? —preguntó—. ¡Estás completamente mojada!
—He sacado a un niño del agua —intentó explicarle Elizabeth—. Y para conseguirlo, tuve que mojarme. Espero que el ama no se enfade conmigo. Por suerte, me había quitado la chaqueta un poco antes. Así llevaré algo seco encima.
—Vámonos rápidamente —la urgió Julian, ayudándola a ponerse la chaqueta—. Ya llegamos tarde y tú aún tienes que cambiarte de ropa. Oh, Elizabeth, ¿es que no puedes salir de paseo sin que te ocurra algo?
—Bueno, no podía permitir que el niño se ahogase, ¿verdad? —se quejó Elizabeth—. Se escapó de la mano de su nodriza y…
Al llegar al colegio jadeantes oyeron el timbre que avisaba para el té.
—Iré a tomar el té —susurró Julian—, y diré que tú bajarás dentro de un momento. Apresúrate.
Elizabeth se apresuró, pero tenía frío y temblaba, además las ropas mojadas no suelen quitarse con facilidad. Las dejó en el radiador, esperando que el ama no reparase en ellas antes de que pudiese quitarlas de allí.
—No sé qué otra cosa hubiera podido hacer —exclamó la chiquilla mientras se secaba con una toalla—. Tenía que sacar a aquel niño del agua. Seguro que se habría ahogado si yo no estoy allí, porque la idiota de la nodriza…
El ama no se fijó en las prendas mojadas. Y Elizabeth pudo quitarlas del radiador sin peligro alguno. Sólo recibió una ligera reprimenda de la señorita Ranger por llegar tarde al té, pero por lo demás todo marchó bien.
—Oh, Julian, me he dejado mi cajita de renacuajos al borde del lago —exclamó compungida, después de tomar el té—. ¿Verdad que soy tonta?
—Bueno, te daré algunos de los míos —la consoló Julian—. Cogí muchos. Supongo que si te dedicas a ir al lago para rescatar a los niños que se ahogan, es lógico que te olvides de algunas cosas.
Elizabeth se echó a reír.
—No se lo cuentes a nadie, por favor —le rogó—. El ama no sabe que tenía la ropa mojada, y los demás se burlarían de mí si supiesen que he nadado vestida.
Julian no dijo nada. No había visto nadar a Elizabeth para salvar al pequeño, ni sabía lo que le había costado llevarlo hasta la orilla, ni de qué modo había tenido que luchar contra la muerte, haciéndole la respiración artificial al chiquillo, debido a la incompetencia de la nodriza. Pensaba que se había limitado a vadear un poco, resbalando y mojándose, para sacar al niño.
Nadie se enteró de su hazaña y la propia Elizabeth la olvidó. En efecto, aquellos días estudiaba con ahínco, tratando de igualar a Julian que, como utilizaba adecuadamente sus condiciones, parecía capaz de ser el primero de clase hasta final de curso.
—Es un fastidio —se quejó Elizabeth mientras le daba un empujón amistoso, que casi le tumba—. Hago cuanto puedo para que te dediques a estudiar de firme, ¿y qué ocurre? Que pierdo el primer puesto de la clase y lo ocupas tú. Esta noche, en la Junta, presentaré una reclamación contra ti, Julian, por daños y perjuicios. Diré que me has robado el primer puesto de la clase, de modo que ten cuidado.
—Esta noche no habrá nada interesante en la Junta, amiguita —replicó Julian—. Nos hemos portado muy bien últimamente.
Pero estaba equivocado. ¡Porque precisamente la Junta fue muy excitante!