Martin tiene su oportunidad
Elizabeth contempló asombrada a Martin. Con toda seguridad, no iría a delatarse a sí mismo revelando su secreto y reconociendo que era él quien había robado el dinero y luego pretender que fuese acusado Julian.
«Es un chico tan malo, tan horrible y falso —pensó—. Y un verdadero cobarde. ¿Qué irá a decir?»
Martin tragó saliva un par de veces. Parecía tener dificultades en hallar las palabras.
William se dio cuenta de su creciente nerviosismo y se dirigió a él con más benevolencia.
—¿Qué tienes que decirnos, Martin? No temas, habla. Nosotros siempre estamos dispuestos a escucharlo todo en la Junta, como sabes.
—Sí, lo sé —asintió el pobre Martin con voz bastante estridente, como si estuviese haciendo acopio de todo su valor—, lo sé. Bueno, yo fui quien cogió el dinero y todo lo demás. Y metí el chelín en el bolsillo de Julian y también el caramelo para que nadie sospechase de mí y pensasen que Julian era el ladrón.
Calló de repente pero no se sentó. Nadie dejó escapar el más leve murmullo. Martin, repentinamente, reanudó su confesión.
—Sé que es terrible. Y casi me atrevo a decir que jamás lo habría confesado, a no ser por dos motivos. No pude contenerme cuando la madre de Julian se puso tan enferma. Quiero decir que pensé que era jugarle una mala pasada a un niño tan desgraciado. Y el otro motivo que me ha impulsado a hablar es… es que era un cobarde y ya no lo soy.
—Ciertamente, no lo eres —aprobó Rita—. Hay que ser muy valiente para hacer lo que haces: levantarte y confesar tus culpas. ¿Pero por qué robaste, Martin?
—Verdaderamente, no lo sé —declaró Martin—. Sé que no tengo excusa.
Elizabeth estaba escuchando con el mayor de los asombros. ¡Conque Martin tenía bastante valor para delatarse delante de todos! Y ahora Julian quedaba completamente libre de toda sospecha. Miró otra vez a Martin y de pronto se apiadó de él.
«Deseaba tanto que alguien le quisiera, y nadie le apreciaba —pensó—, y ahora está confesando algo que hará que todos le desprecien más aún. Bien, para eso se necesita mucho valor».
William y Rita susurraban entre sí. Lo mismo que los monitores. ¿Qué había que hacer con Martin? ¿Cómo había que castigarle? De pronto, Elizabeth se acordó de lo que había leído en el Gran Libro la noche anterior y se puso de pie.
—¡William! ¡Rita! ¡Yo comprendo bien a Martin! No tiene excusa por lo que ha hecho, pero existe un motivo real, no se trata sólo de maldad. No es un vulgar ratero.
—¿A qué te refieres, Elizabeth? —interrogó William, muy sorprendido—. Robar siempre es robar.
—Sí, lo sé —concedió la niña—, pero Martin es un chico raro: sólo coge las cosas de los demás a fin de poder regalarlas. Nunca se guarda nada para sí.
—Sí, eso es verdad —corroboró Rosemary, muy asombrada de perder su timidez y yendo a situarse al lado de Elizabeth—. Cuando perdí o me quitaron el dinero, él me ofreció el suyo. Y siempre estaba regalando caramelos. Nunca se quedaba ninguno.
—William, hay un caso muy parecido en nuestro Gran Libro, el que se halla en el cajón de la mesa —continuó Elizabeth con apremio—. No podía dejar de pensar en los motivos que tenía Martin para… para apoderarse de las cosas de los demás, y me preguntaba una y otra vez por qué era a la par tan malo y tan generoso. Bueno, en realidad, parecen dos características antagónicas, hasta que leí un caso relativo a una chica en el Gran Libro, un caso muy parecido.
—¿Dónde? —preguntó William abriendo el libro.
Elizabeth fue hacia el estrado y se inclinó sobre el enorme mamotreto.
—¡Aquí! —señaló con el dedo.
—¿Y cómo sabes que un caso igual consta aquí? —se maravilló Rita.
—Pues… porque Martin me contó lo que había hecho y me sentí asqueada —explicó Elizabeth—, pero también me intrigó su comportamiento. De modo que me pregunté si no habría algún caso similar en el Libro, así que lo hojeé y encontré esto.
William leyó el párrafo y luego le pasó el libro a Rita. Después volvieron a murmurar. Elizabeth volvió a su sitio. Martin parecía muy desdichado, lamentando haber hablado. Sabía que todas las miradas estaban fijas en él, lo cual no era una sensación muy agradable.
Mientras tanto, todos permanecían en silencio.
William volvió a hacer uso de la palabra y todos se dispusieron a escuchar con atención.
—Robar siempre es algo malo. Siempre. La gente lo hace por muchas razones: por avaricia, por envidia, por maldad. Todos estos motivos son malos y retorcidos. Pero Martin lo hizo por una razón diferente. Lo hizo porque deseaba tener amigos. Lo hizo porque quería comprar la amistad y la admiración de los demás.
William hizo una pausa.
—Cogía las cosas a fin de poder regalárselas a otros. Tal vez pensaba que, puesto que es bueno dar, no podía ser malo quitar para dar después lo robado. Pero no hay que tener en cuenta sus obsequios. Sea como sea, robaba.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Martin y cayó al suelo.
—¡Quiero irme de Whyteleafe! —gimió, derrumbándose sobre el banco—. ¡No puedo continuar aquí! ¡Jamás haré nada de provecho! ¡Nadie me quiere en este colegio!
—No puedes irte de este modo —le atajó William—. ¿De qué serviría huir de ti mismo? Tú tienes valor, de lo contrario no te habrías levantado para acusarte cómo has hecho. Todos cometemos errores tontos, todos tenemos defectos y faltas, pero lo que realmente importa es esto: ¿somos bastante honrados para tratar de enmendarnos? Tú tuviste una razón para hacer lo que hiciste, una razón tonta. Ahora lo comprendes y sabes que lo que hiciste estuvo mal hecho. De acuerdo. Ya se ha terminado.
—¿Cómo, que ya se ha terminado? —exclamó Martin, en el colmo de la estupefacción.
—El fin de tu costumbre de coger lo que no te pertenece para comprar la amistad —le explicó William—. Sabes de sobra que la amistad es algo que no se compra. La gente te quiere tal como eres, por lo que eres, no por lo que se les da. Bien, si la razón para ese mal hábito ha desaparecido, el hábito también. Ya no tienes por qué volver a robar.
—Bueno, creo que nunca volveré a coger nada —afirmó Martin, sentándose un poco más erguido—. Me siento tan culpable y avergonzado. Aceptaré otra oportunidad.
—¡Bravo! —aprobó William—. Ven a verme esta noche y acabaremos de solucionar este asunto. Pero opino que cada semana debes devolver parte del dinero que quitaste a tus compañeros y comprar caramelos para dárselos a quienes, en alguna ocasión, se los robaste. Esto es justo.
—Sí, así lo haré.
—Y nosotros te concederemos una oportunidad y te brindaremos nuestra amistad —exclamó de repente Elizabeth, deseosa de intervenir en tan buen final.
¡Oh, cómo le había repugnado Martin! Pero ahora quería ayudarle. ¿Qué pasaba en el colegio Whyteleafe para que las cosas cambiasen tan de pronto? Era algo muy raro.
—A mí me parece —intervino Rita con su voz grave— que Elizabeth es mucho más prudente cuando no es monitora que cuando lo es.
Todos los presentes se rieron a carcajadas, y Elizabeth también sonrió.
«Rita está en lo cierto —pensó sorprendida—. Parezco mucho más prudente cuando no soy monitora que cuando lo soy. ¡Oh, qué necia soy!»
Por fin concluyó la Junta. Martin se acercó a Julian.
—Lo… lo siento mucho, Julian —tartamudeó sin mirarle a la cara.
—Mírame —le ordenó Julian—. No cojas la costumbre de no mirar a la gente cuando le hablas, Martin. Mírame y dime que lo sientes mucho, como es debido.
—Lo… lo siento mucho. Fui un estúpido. He aprendido una lección y jamás volveré a ser hipócrita —exclamó, mirando fijamente a Julian a los ojos.
—De acuerdo. Ahora me gustas más que antes, si te sirve de consuelo. Mira, William te espera.
Martin desapareció detrás del juez. Nadie supo de qué hablaron ambos, pero Rosemary, que más tarde le vio salir del despacho, afirmó que Martin parecía mucho más contento.
—Creo que voy a ser una buena amiga suya —exclamó—. Necesita una amiga. Y nunca pensé que fuese malo. Al contrario, siempre me pareció buen chico. Y seguiré pensando lo mismo.
Elizabeth pareció asombrada al ver a la tímida Rosemary hablar de aquella manera. ¡Santo cielo! ¡Otra persona que cambiaba! ¿Quién habría dicho que Rosemary, que siempre estaba de acuerdo con todo el mundo, decidiría hacerse amiga de un chico como Martin?
«Jamás se conoce a la gente —se dijo—. Porque una chica sea tímida crees que siempre lo será, o si es malvada, que lo seguirá siendo toda su vida. Pero la gente puede cambiar rápidamente si se la trata como es debido. Vaya, si hasta Arabella está cambiando, olvidándose de su vanidad y su altanería. Bueno, aunque eso es sumamente difícil».
No había tiempo ya para solucionar el rompecabezas, sino sólo para guardar todas las cosas, libros y juguetes, cenar y acostarse.
—Aquí ocurren muchas cosas, ¿eh? —rió Julian—. Bajemos a cenar.
En la cena, la señorita Ranger se vio continuamente molestada por el zumbido de un moscardón.
—¿Dónde está ese bicho? Si no es tiempo de moscardones. Que lo mate alguien. De lo contrario, es capaz de poner huevecillos en la carne y…
El moscardón seguía zumbando violentamente, y el señor Leslie, que estaba en la mesa contigua, levantó la mirada. Realmente, era un fastidio.
De repente, Elizabeth miró a Julian. Éste sonrió y agachó la cabeza.
«Oh, es una de las imitaciones de Julian», pensó.
Después, estalló en una carcajada y todos lo comprendieron y se echaron a reír, hasta la señorita Ranger.
—He pensado que era una buena ocasión para gastar una broma —se disculpó Julian, cuando le dio las buenas noches a Elizabeth—. La Junta ha sido demasiado seria. Buenas noches, Elizabeth.