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Un partido en el colegio… y otras cosas

El colegio continuó el curso felizmente. Se jugó un partido de lacrosse. Fue disputado en Whyteleafe, por lo que todos los alumnos pudieron presenciarlo. Elizabeth estaba muy excitada.

Julian jugaba en el equipo con Elizabeth y Robert. Julian era muy hábil en todos los juegos. Podía correr sin cansarse y sabía recoger muy bien la pelota.

—Hoy podemos quedar vencedores —exclamó Eileen, cuando llevó al equipo al terreno de juego—. Este curso tenemos unos jugadores muy buenos. Elizabeth, no pierdas la cabeza, pasa cuando puedas y, por favor, no te subas a las paredes si algún contrario te da una patada en el tobillo. Julian, mantente cerca de Elizabeth siempre que te sea posible para que te pase la pelota. Tú recoges mejor que nadie.

Fue un partido emocionante. El otro colegio había presentado un equipo muy bueno, por lo que ambos bandos estaban muy igualados. Elizabeth recibió un raquetazo en la mano, que le causó un gran dolor, hasta el extremo de estar a punto de abandonar su puesto.

Julian observó su cara llorosa.

—¡Mala suerte! —le gritó—. ¡Pero lo haces muy bien! ¡Continúa así! ¡Pronto marcaremos un gol!

Elizabeth sonrió. El dolor le fue pasando y volvió a jugar bien. El otro equipo marcó tres goles, y el de Whyteleafe otros tres. Todos los espectadores estaban nerviosos y consultaban los relojes: ¡sólo faltaba un minuto para terminar!

De repente, Elizabeth se hizo con la pelota y corrió hacia la portería contraria.

—¡Pasa, pasa! —le chilló Julian—. ¡Te están persiguiendo!

Elizabeth le arrojó diestramente la pelota y Julian la recogió. Pero tenía a otro contrario a su alcance, tratando de quitarle la pelota de la raqueta. Julian, entonces, la devolvió rápidamente a Elizabeth. La joven vio que otro contrario corría hacia ella y, desesperada, la lanzó con potencia a la portería.

Fue un tiro salvaje, ¡pero de todos modos llegó a su destino! Botó sobre el césped y esquivó la raqueta del portero. Luego rodó hacia un rincón y se coló en la portería.

Los del colegio Whyteleafe se volvieron locos de alegría. En aquel instante sonó el silbato indicando el final y los dos equipos salieron en tropel del campo. Julian le dio una amistosa palmada en la espalda a Elizabeth, que estuvo a punto de ahogarse.

—¡Bravo, Elizabeth! —le gritó resplandeciente—. ¡Justo a tiempo! ¡Bravo!

—Bueno, en realidad fue chiripa —confesó la niña honradamente—. No veía adonde tiraba. Me limité a tirar a la buena de Dios y ha entrado la pelota en la portería por pura chiripa.

Los de primer grado la rodeaban, vitoreándola y palmeándole la espalda. Fue muy agradable. Luego los dos equipos se reunieron y disfrutaron de un té especial.

Todo resultó muy divertido.

—¡Creo que deberías volver a ser monitora! —exclamó Rosemary—. Nunca me he sentido tan excitada y orgullosa como cuando has marcado el último gol, Elizabeth. Y en aquel momento han tocado el silbato. ¡Casi me olvidé de respirar!

Elizabeth se echó a reír.

—Vaya, si a las personas hubiera que nombrarlas monitores por los goles marcados, qué fácil sería.

A nadie le gustó tener que hacer los deberes aquella noche. Julian deseaba imitar ruidos. Los otros le miraban, incitándole a ello. El señor Leslie era quien vigilaba los estudios, por lo que resultaría agradable un poco de distracción.

Julian quería complacer a los otros y se preguntó qué podía hacer. ¿Imitar una máquina de coser? ¿O el zumbido de una colmena?

Bajó la vista hacia el libro. Todavía no había empezado a estudiar la lección de francés. Se acordaba de su promesa, formulada de modo tan solemne en la iglesia unos días atrás. No, no lo olvidaría nunca más.

Se llevó las manos a las orejas y empezó a estudiar. Tal vez le quedarían unos minutos antes de concluir la hora de los deberes para divertirse, ¡pero antes debía estudiar!

El estudio le resultaba muy fácil a Julian. Tenía una mente muy rápida y despejada y una memoria fuera de lo corriente. Había leído mucho y sabía muchas cosas. Si lo intentaba, podría adelantar a todos los demás en poco tiempo. Pero no resultaba tan sencillo al principio, después de haber dejado el cerebro en descanso tanto tiempo.

Pero al final de una semana de trabajo, Julian pasó a ser el primero de la clase. Le llevaba un punto de ventaja a Elizabeth, que apretaba de firme. Todos se asombraron, especialmente la señorita Ranger.

—Julian, por lo visto o tienes que ser el primero o el último —sonrió la profesora cuando leyó las notas—. La semana pasada eras el último, tan atrasado que incluso me sorprendió que tuvieras algún punto. Y esta semana adelantas a Elizabeth por un punto, a pesar de que ella ha estudiado mucho. Bien, estoy orgullosa de ambos.

Elizabeth se sonrojó de placer. A Julian parecía como si aquellas alabanzas no le importaran, pero la señorita Ranger comprendió que sólo era una pose. Algo había cambiado en él y ahora sí le importaba ser el primero: quería emplear su cerebro en cosas útiles no sólo en bromas e imitaciones.

«Supongo que la enfermedad de su madre ha influido en esto —se dijo la señorita Ranger—. Bien, espero que este cambio dure. Julian es una joya cuando quiere estudiar. Ojalá no vuelva a ser el último de clase la próxima semana».

Pero Julian ya no volvió a ser el último. Pensaba mantener su promesa toda la vida. No quería desperdiciar más sus buenas cualidades.

Sólo Martin se comportó mal aquella semana y estudió muy poco, ¡aún menos que Arabella que solía ser siempre la menos aplicada! Fue el último de la clase y la señorita Ranger le amonestó severamente.

—Puedes mejorar mucho, Martin. Jamás habías sido el último. Esta semana no sé qué te pasa pero pareces dormido.

Martin no estaba dormido sino preocupado. Deseaba no haber dicho nada a Elizabeth. La niña le había espetado palabras muy duras, cosas que no podía olvidar. ¡Y no le había ayudado en absoluto!

La señorita Ranger también tuvo unas palabras para Arabella.

—Arabella, estoy harta de que estudies tan poco. Eres una chica inteligente cuando quieres; en realidad, lo eres mucho. Y creo que si prestases un poco más de atención a tu labor y un poco menos a la perfección de tu pelo o a si llevas el cuello bien puesto o las uñas bien arregladas, podrías adelantar mucho en el estudio.

Arabella también se sonrojó. Y pensó que la señorita Ranger era muy poco amable.

—Me habla con más dureza a mí que a los demás de la clase —se quejó a Rosemary.

Lo cual era cierto, pero la señorita Ranger sabía que sólo de aquella manera conseguiría perforar la piel, muy gruesa al parecer, de la sensibilidad de la niña. A ésta, en su vanidad, no le gustaba verse humillada y rebajada delante de los demás. El colegio Whyteleafe le convenía mucho. Porque en él las cosas se decían a la cara.

Arabella decidió no ser la última de clase a la semana siguiente. Dejó, por tanto, de ocuparse tanto de su cabellera como de su atavío, al menos, en clase.

—Pronto serás un poco soportable, Arabella —se rió Robert, que no tragaba a aquella vanidosa—. En todo el día no te he oído preguntarle a Rosemary si llevabas el pelo bien sujeto. ¡Esto es sencillamente un milagro!

Y por una vez en su vida, Arabella se echó a reír ante aquella burla, en lugar de sulfurarse como de costumbre. Sí, empezaba a hacerse soportable en algunos sentidos.

Y llegó la asamblea siguiente.

—No durará mucho —le confió Elizabeth a Julian—. No hay apenas asuntos que tratar. Bien, así podremos ir antes a la sala común. Tengo un nuevo rompecabezas muy difícil.

—De acuerdo —asintió Julian.

Pero en la Junta hubo más cuestiones que tratar de lo que creía Elizabeth, y aquella noche no tuvieron tiempo de dedicarse al rompecabezas. Todo fue muy inesperado, y la más sorprendida de todos fue la propia Elizabeth.

La Junta empezó como de costumbre. Había muy poco dinero para la hucha, aunque algunos niños habían recibido giros. Luego, se repartieron los dos chelines.

—¿Alguna petición?

—Por favor, William —se levantó un niño pequeño llamado Quentin—, ayer se me cayó la jaula donde tengo mi conejillo de Indias y se rompió por un lado. ¿No podrías concederme el dinero para comprar otra?

—Bueno, eso costará caro —rezongó el juez—. Y ahora no hay mucho dinero en la hucha. ¿No podrías repararla?

—Lo he intentado, pero no sé —confesó Quentin—. Creí que lo había hecho bien, pero el conejillo se escapó. Y por estar buscándolo llegué tarde a clase. Ahora lo tengo con el conejillo de Martin, pero los dos se pelean constantemente.

—Yo arreglaré la jaula, Quentin —se ofreció Julian una vez más, levantándose y quitándose las manos de los bolsillos—. No me costará mucho.

—Gracias, Julian —dijo William—. Verdaderamente queda muy poco dinero en la hucha en estos momentos. Aunque tengo entendido que la semana próxima se celebran varios cumpleaños, por lo que seguramente volveremos a llenarla. ¿Alguna otra petición?

Nadie quiso pedir dinero puesto que apenas quedaba.

—¿Alguna queja? —continuó William. Se produjo un silencio total. Bien, no había ninguna.

—Bueno, al parecer hay poco que hacer esta semana, excepto que estoy seguro de que a todo el colegio le gustará saber que Julian es el primero de su clase, en vez del último —añadió William, con una repentina sonrisa—. ¡Continúa así, Julian!

«Esto es lo mejor de Whyteleafe —pensó Elizabeth—. Te amonestan cuando te portas mal, pero también te alaban cuando te lo mereces, lo cual es muy agradable».

—Podéis iros —dijo William, y todos los niños se pusieron en pie para salir. Pero en medio del alboroto surgió una voz.

—¡Por favor, William! ¡Yo tengo algo que declarar!

—Volved a sentaros —ordenó William. Todos obedecieron sorprendidos. ¿Quién había hablado? Sólo un chico estaba en pie: Martin Follett, muy pálido y tembloroso.

—Veamos qué quieres, Martin —dijo William—. ¡Vamos, habla!