21

Martin le da una sorpresa a Elizabeth

Aquel día no hubo noticias para Julian, excepto un recado diciendo que su madre estaba igual, ni mejor ni peor. Los demás niños y niñas se sintieron conmovidos al enterarse de la desgracia del muchacho y todos hicieron cuanto pudieron para consolarle de diversas maneras.

De manera extraña, Martin dio la sensación de ser el más angustiado, lo cual era muy raro, pensó Elizabeth, porque Martin nunca le había gustado a Julian y no se había molestado en ocultarlo. Martin fue al encuentro de Elizabeth, al parecer muy turbado.

—¿Puedo hacer algo para ayudar a Julian? —le preguntó—. ¿No podría hacer nada?

—No creo —contestó la niña—. Eres muy amable al querer ayudarle, Martin, pero ni siquiera yo puedo hacer gran cosa.

—¿Crees que mejorará su madre? —quiso saber Martin.

—No lo sé, aunque me temo que no —confesó Elizabeth abrumada—. Cuando llegue la noticia será un golpe muy cruel para él. Yo, en tu lugar, no le molestaría en absoluto, Martín.

El niño empezó a dar vueltas por allí jugueteando con los libros y los lápices, y Elizabeth acabó por ponerse nerviosa.

—¿Qué te sucede, Martin? —preguntó airadamente—. No haces más que molestar. Estás moviendo la mesa y no me dejas escribir.

Sólo había una niña en la sala común junto con Martin y Elizabeth: era Belinda, que terminó lo que estaba haciendo y se marchó, dejándolos solos. Entonces Martin corrió a cerrar la puerta y volvió junto a Elizabeth.

—Quiero pedirte un consejo respecto a… sobre algo… Elizabeth —empezó nerviosamente.

—Bien, es mejor que no me lo pidas —replicó Elizabeth al momento—. Ya no soy monitora. No es a mí a quien debes acudir en busca de consejo. Tienes una nueva monitora: Susan, una chica muy sensata.

—No conozco a Susan, pero a ti sí —observó Martin—. Hay algo que me preocupa terriblemente, Elizabeth, y más ahora que Julian está tan triste. Oh, sí, ahora más, mucho más. Yo también quiero mucho a mi madre y comprendo lo que siente el pobre Julian. Por favor, dime qué debo hacer, Elizabeth.

—Martin, no me cuentes nada —rechazó Elizabeth—. Sinceramente, no podría ayudarte. Ni siquiera estoy segura de mí misma. Continúo equivocándome en todo lo que hago. Fíjate cómo acusé de ladrón al pobre Julian. Toda mi vida me avergonzaré de ello. Es un chico tan honrado y bueno. Ve y cuéntaselo a Susan. O cuéntaselo a Rita.

—No puedo contárselo a quienes no conozco —insistió Martin desesperado—. Quiero que tú me ayudes. Lo necesito, Elizabeth. Tengo que descargar mi pecho.

—Está bien, cuéntamelo —accedió Elizabeth—. ¿Has hecho algo malo? Y, por favor, Martin, deja de pasearte como un oso enjaulado. ¿Qué te ocurre?

Martin se sentó a la mesa y ocultó la cara entre las manos. Elizabeth vio que se estaba poniendo colorado y se preguntó con curiosidad qué le pasaría. Martin, cuando habló, lo hizo con voz trémula y ahogada, por entre sus dedos.

—Yo cogí el dinero, bueno, el de Arabella, el de Rosemary, el tuyo y también el de otros. Y cogí los caramelos y el chocolate y galletas y hasta un pastel —confesó Martin con voz monótona.

Elizabeth le miraba con la incredulidad y el horror reflejados en su semblante.

—Tú, el ladrón —exclamó—. ¡Tú, animal inmundo, bestia inclemente! Y, sin embargo, siempre parecías tan bueno y generoso. ¡Si hasta me ofreciste un chelín en lugar del que había perdido y eras tú quien lo había robado! Y también le ofreciste dinero a Rosemary, que te estuvo muy agradecida por ello. Martin Follett, eres el chico más malvado y perverso que he conocido, y también el más hipócrita, porque fingías que eras amable y generoso cuando no era más que un ladrón y un falso.

Martin no replicó. Continuó sentado con el rostro entre las manos, y Elizabeth se sintió enojada y asqueada.

—¿Por qué me lo has confesado a mí? Yo no quería escucharte. Yo acusé al pobre y desgraciado Julian de haber hecho lo que tú hiciste, animal, zopenco, idiota. ¡Oh, Martin!, tú fuiste el que metió el chelín en el bolsillo de Julian, y también el caramelo, para que yo pensara que él era el ladrón, ¿verdad? ¿Cómo pudiste ser tan malvado?

Martin asintió. Seguía con el semblante escondido.

—Sí, yo hice todo eso. Temí que, cuando alguien viese el chelín… Oh, no tardé mucho en ver que estaba marcado. ¿Sabes? Y Julian no me apreciaba en absoluto, por lo cual tampoco a mí me era simpático. Sabía que si descubríais que yo era el ladrón, nadie me querría. Y yo deseaba que todos me quisieran. Sin embargo, no hay nadie, nadie que me quiera.

—No me extraña —se burló Elizabeth, furiosa—. ¡Santo cielo! Ya fue un acto perverso robar el dinero y todo lo demás, pero lo fue más, mucho más, tratar de echar las culpas a otro. Esto no sólo fue malvado, sino cobarde. Bien, no entiendo por qué me has explicado todo esto. Era una cosa que tenías que contársela a William y a Rita, no a mí.

—No puedo —sollozó Martin.

—¡Piensa en todo el daño que has hecho! —le acusó Elizabeth, enfadándose todavía más al pensar en ello—. Me obligaste a pensar que el pobre Julian era un ladrón, y le acusé y él se vengó de mí haciendo que me echaran dos veces de clase, gracias a lo cual he perdido mi cargo de monitora. Martin Follett, opino que eres el chico más perverso y odioso que he conocido jamás. Ojalá no me lo hubieses contado.

—Bueno, no podía soportarlo al pensar que Julian está tan angustiado y tan triste, ahora que era tan feliz —exclamó Martín—. Por eso te lo he dicho. Tenía que sacarme ese peso de encima. Me pareció que era lo único que podía hacer por Julian.

—Bien, ojalá se lo hubieses contado a otro —repitió Elizabeth, levantándose—. Yo no puedo ayudarte ni quiero hacerlo. Eres odioso, cobarde y horrible. No deberías estar en Whyteleafe. No perteneces a este colegio. Además, ahora estoy demasiado inquieta por Julian para calentarme la cabeza contigo.

La niña le dirigió a Martin una desdeñosa mirada y salió de la habitación. ¡Qué asqueroso! Comportarse de modo semejante, robar y luego echar la culpa a otro, ¡y callar durante tanto tiempo!

Rosemary entró en la sala común cuando Elizabeth salía. Ésta pasó a la sala de música, sacó su instrumento y empezó a practicar, pensando en Julian, en Martin y en sí misma, mientras tocaba.

Poco después se abrió la puerta de la sala de música y apareció Rosemary. Parecía estar asustada cuando Elizabeth la miró frunciendo el entrecejo. Pero, por una vez, Rosemary se sentía valiente y, a pesar del ceño de Elizabeth, penetró en la estancia y cerró la puerta.

—¿Qué quieres? —preguntó Elizabeth.

—¿Qué le pasa a Martin? —quiso saber la niña—. ¿Está enfermo? Cuando he entrado en la sala común me ha parecido muy trastornado.

—Bueno —contestó Elizabeth, volviendo a tocar—. Le está bien merecido.

—¿Por qué? —se extrañó la pequeña Rosemary.

Elizabeth no quiso decírselo.

—Martin no me gusta —contestó, sin dejar de tocar la melodía.

—Pero ¿por qué no, Elizabeth? —insistió Rosemary—. Es muy generoso. Ya sabes, siempre está regalando caramelos y otras cosas. Y si alguien pierde dinero, se apresura a ofrecérselo. Y nunca se come ni un solo caramelo, sólo los tiene para regalar. No, no es nada egoísta.

—Vete, Rosemary, por favor. Estoy ensayando —la rechazó Elizabeth, que no quería oír cómo alababan a Martin en su presencia.

—Pero, Elizabeth, ¿qué le pasa al pobre Martin? —volvió a insistir Rosemary, venciendo su timidez por una vez—. Me ha parecido tan trastornado. ¿Le has dicho algo feo? Ya sabes que a veces insultas a todo el mundo. Acuérdate de lo que le hiciste al pobre Julian. Jamás le concedes a nadie una oportunidad, ¿verdad?

Elizabeth no contestó y Rosemary se marchó dando un portazo porque realmente estaba muy enojada con Elizabeth. No quiso volver junto a Martin, porque el niño le había vuelto la espalda, invitándole a que se largase. Era todo tan raro…

«Supongo que Elizabeth se habrá peleado con él —pensó—. Bueno, no ha servido de nada que fuese a verla».

Pero sí había servido porque, tan pronto como se hubo marchado, Elizabeth empezó a recordar las cosas que Rosemary había dicho de Martin, cosas que de repente le parecieron sumamente extrañas.

«Ha dicho que era el chico más generoso que conocía —reflexionó Elizabeth—. Que jamás comía caramelos, sino que los regalaba. Y que cuando alguien perdía dinero, al momento le brindaba otro tanto. Y esto es cierto, porque a mí me ofreció dinero y caramelos. ¡Qué cosa más rara: robar las cosas para regalarlas luego! Nunca había oído nada semejante».

Elizabeth dejó de ensayar y comenzó a meditar frenéticamente. ¿Cómo podía Martin ser tan malvado y tan generoso a la par? ¿Cómo podía hacer desdichada a algunos robándoles, y felices a otros regalándoles cosas? Eso no tenía sentido. Y, sin embargo, era lo que hacía, de ello no cabía la menor duda.

«No roba para sí —pensó Elizabeth—. Es muy extraño. Ojalá pudiera consultarlo con alguien. Pero no puedo hablar con Susan, ni mucho menos con William o Rita, al menos por ahora. No quiero que piensen que me meto otra vez en lo que no me importa. Además, ya no soy monitora. Oh, qué lástima que Martin me lo haya contado a mí».

Estuvo pensando en ello largo rato, pero luego ocurrió algo que se lo hizo olvidar. Sucedió en plena clase de matemáticas.

Los alumnos oyeron el estridente sonido del teléfono en el pasillo. Sonó dos o tres veces y alguien contestó. Poco después se abrió la puerta de la clase, tras una discreta llamada.

Apareció una sirvienta, que habló con la señorita Ranger.

—Por favor, señorita, hay alguien al teléfono que pregunta por Julian. Es una conferencia, por lo que no he ido a decírselo a la señorita Belle, por si acaso cortaban antes de que se pusiera Julian.

Antes de que la sirvienta terminase su explicación, Julian ya había saltado del asiento. Con el rostro blanco como una sábana, salió corriendo del aula al pasillo. El corazón de Elizabeth casi dejó de latir. Al fin había noticias para Julian. Pero ¿buenas o malas? Toda la clase guardó silencio, esperando.

«Oh, que sean buenas noticias, que sean buenas noticias», rezó Elizabeth fervientemente una y otra vez, y ni siquiera observó que estaba emborronando todos los libros.