Julian hace una promesa solemne
Julian no estaba en ninguna parte. ¿Acaso se habría marchado? Elizabeth llamó a Harry.
—Harry, ¿has visto a Julian por algún sitio?
—Sí, le he visto cerca de la verja —contestó Harry—. ¿Qué le pasa?
Elizabeth no le contestó. Rápidamente corrió hacia la verja del colegio. Tal vez Julian habría decidido coger un tren e ir a ver a su madre. Salió corriendo del colegio y empezó a mirar por la carretera.
A cierta distancia, en lontananza, se veía un niño. Debía de ser Julian. Elizabeth echó a correr tras él, jadeando.
Tenía que alcanzarle, fuese como fuese. Julian se hallaba en un mal momento y ella debía ayudarle.
Siguió corriendo por el camino vecinal y dobló el recodo. No había nadie a la vista. ¡Cómo podía haberse alejado tanto el niño en tan breve tiempo! Elizabeth continuó su carrera, muy preocupada.
Llegó a la otra curva. No había nadie a la vista, ni tampoco en la carretera. ¿Adónde habría ido Julian? Retrocedió un poco, pensando que podía haberse internado en algún prado. Pasó por delante de una cabina telefónica sin mirar dentro y de repente se sobresaltó al escuchar el chasquido de la puerta y la voz de Julian, que la llamaba urgentemente.
—¡Elizabeth! ¡Eh, Elizabeth! ¿Tienes suelto?
Elizabeth dio media vuelta y vio a Julian en la cabina. Corrió hacia él, buscando en su bolsillo unas monedas.
—Sí, una moneda de seis peniques y otras monedas. ¿Qué vas a hacer?
—Telefonear a papá —contestó el niño—. El señor Johns me dijo que no debía llamarle, que papá no quiere que le molesten con llamadas, y creo que tiene razón, pero yo tengo que hacerle unas preguntas. Pero no he traído bastante dinero para telefonear.
Cogió el dinero que Elizabeth le ofrecía y volvió a encerrarse en la cabina. Elizabeth se quedó fuera. Esperó un largo rato.
Transcurrió un cuarto de hora antes de que Julian pudiera comunicarse con su padre, y el niño estaba desesperado por la demora. Continuamente se echaba hacia atrás el mechón de la frente, y parecía tan pálido y desolado que Elizabeth se sintió mil veces tentada de abrir la puerta y quedarse a su lado.
Por fin, consiguió hablar con su padre. Elizabeth le vio hacer diversas preguntas, al parecer muy acongojado aunque no podía oír nada. El niño estuvo conversando con su padre unos cinco minutos y luego dejó el receptor. Salió, todavía muy pálido.
—Creo que voy a marearme —tartamudeó, poniéndose verde. Luego, cogió una mano de Elizabeth y ambos atravesaron la puerta de la valla del prado. El chico se sentó, todavía con su tinte verdoso. Lentamente, fue recuperando un poco de color en las mejillas.
—Soy un idiota —le confesó a Elizabeth, sin mirarla—, pero no he podido impedirlo. Nadie sabe cuánto amo a mi madre, ni lo buena y maravillosa que es conmigo.
Elizabeth comprendió que su amigo estaba haciendo un gran esfuerzo para no llorar, y ella misma deseaba soltar las lágrimas. No sabía qué hacer ni qué decir. No parecía haber palabras que pudiesen aliviar aquella situación. Se limitó, por tanto, a permanecer sentada al lado de Julian y acariciarle la mano.
Al fin, la niña habló en voz baja.
—¿Qué dijo tu padre?
—Dijo… que a mamá le queda una pequeña oportunidad —explicó Julian, mordiéndose los labios—. Pero muy pequeña. Oh, no puedo pensar en ello, Elizabeth.
—Julian, los médicos son muy hábiles hoy día —le consoló Elizabeth—. Se pondrá bien. Harán todo lo que sea para salvarla, ya lo verás.
—Papá me ha contado que están ensayando un fármaco nuevo, una nueva medicina —explicó Julian, arrancando la hierba que crecía a su lado—. Añadió que él y otros dos médicos han estado estudiándola desde hace varios años y que ya la están aplicando a los enfermos. Que es la última esperanza y que por eso aún existe una posibilidad de salvación.
—Julian, tu padre debe de ser muy listo —afirmó Elizabeth—. Oh, Julian, debe de ser maravilloso ser tan inteligente y descubrir cosas que pueden salvar la vida de los seres humanos. Imagínate si la medicina de tu padre salvase a tu madre. Oh, deberías imitarle, Julian. Tú también eres muy listo. Oh, Julian, tal vez algún día podrías salvar la vida de un ser amado gracias a un invento tuyo.
Julian escuchaba ahora con atención.
Elizabeth sólo había hablado para distraer a Julian, pero ante su enorme pesar vio cómo Julian se tumbaba sobre la hierba y empezaba a sollozar.
—¿Qué te ocurre? No, por favor, no llores —le suplicó la niña.
Pero Julian no le hizo caso. Poco después volvió a incorporarse, buscó un pañuelo que no tenía y acabó pasándose las manos por la cara. Elizabeth le ofreció el suyo. Él lo aceptó y se enjugó el semblante.
—Si el nuevo fármaco de papá salva la vida de mamá, será debido a sus largos años de estudio —suspiró Julian, como hablando consigo mismo—. Yo pensaba que era una majadería estudiar tanto, y que era mucho mejor divertirse y las vacaciones.
Volvió a frotarse los ojos. Elizabeth le escuchaba, sin atreverse a interrumpirle. Julian se hallaba terriblemente trastornado. Tal vez fuese éste el momento más importante, más trascendental de su existencia, el momento en que decidiría qué camino iba a tomar, si el camino fácil y divertido, o el camino difícil y duro que había emprendido su padre: el camino del trabajo y el estudio, del trabajo a veces sin recompensa, el trabajo en beneficio ajeno.
Julian continuó hablando, siempre pensando en voz alta.
—Sí, yo también tengo talento y lo estoy malgastando. Merezco todo lo que ocurre. Mi padre ha estado estudiando todos estos años y, tal vez gracias a eso, logre salvar a mi madre. Sería la mejor recompensa que podría tener. ¡Oh, si al menos pudiese tener a mamá a mi lado, de qué manera estudiaría! Es un castigo, William dijo que más pronto o más tarde recibiría una lección y que tal vez me dolería espantosamente.
Julian se echó el pelo hacia atrás y se mordió sus temblorosos labios.
—Tienes un talento maravilloso, Julian —le susurró Elizabeth en voz queda—. Yo he oído cómo los profesores y profesoras hablan de ti. Dicen que podrías hacer lo que quisieras en el mundo. Y por mi parte pienso que, con tu talento, podrías ser muy feliz y hacer dichosas a otras personas. Y esto no es palabrería, Julian, te lo digo muy de veras.
—Oh, ya lo sé —asintió Julian—. Son palabras sinceras y nobles. ¿Por qué no le demostré a mamá lo que era capaz de hacer cuando tuve la oportunidad? ¡Se habría sentido tan orgullosa de mí! Siempre decía que no le importaba lo que yo hiciera, pero se habría enorgullecido tanto de mí si realmente hubiese hecho algo. Ahora ya es demasiado tarde.
—No lo es, aún no lo es —objetó Elizabeth—. Sabes que tu madre aún puede salvarse. Tu padre te lo ha dicho. Además, pase lo que pase, Julian, tú puedes aplicarte, utilizar tu talento y hacer algo por el mundo. ¡Podrías ser lo que quisieras!
—Seré cirujano —decidió Julian, con sus verdes ojos encendidos—. Hallaré nuevas maneras de curar a los enfermos. Haré experimentos y descubriré cosas que devolverán la salud a millones de personas.
—¡Sí, Julian, sí! —le animó Elizabeth—. ¡Sé que lo harás!
—Pero mamá no lo verá —gimió Julian. De repente se levantó y fue hacia la valla del campo—. Oh, Elizabeth, ya sé por qué me ha ocurrido esto. Era la única cosa que podía hacer que me avergonzara de mí. Quisiera… quisiera…
Calló de pronto. Elizabeth sabía lo que quería: no haber tenido que recibir una lección tan cruel, pero las cosas son así. La niña se levantó a su vez y ambos atravesaron la valla.
De regreso al colegio, pasaron por delante de una iglesia. La puerta estaba abierta.
—Voy a entrar un momento —anunció Julian—. Debo hacer una promesa solemne y es mejor que la haga aquí. Es una promesa que durará toda mi vida. Quédate aquí, Elizabeth.
El niño penetró en la mal alumbrada iglesia. Elizabeth se acomodó en un banco que había fuera, contemplando los dientes de león impulsados por el viento.
«Yo también debería rezar —pensó—. ¡Si mejorase la madre de Julian! Pero no creo que eso ocurra, no sé el porqué. Pienso que el pobre Julian estudiará mucho y logrará buenas notas sin que su madre pueda enorgullecerse de él y amarle por su gran promesa».
Julian no tardó en salir con aspecto mucho más tranquilo. En sus ojos verdes resplandecía una expresión de firmeza, y Elizabeth comprendió que, ocurriese lo que ocurriese, jamás quebrantaría su promesa. La inteligencia de Julian no serviría ya sólo para divertir a los demás. Ahora, y durante toda su vida, haría lo mismo que su padre, dedicaría su inteligencia al bienestar ajeno. Y tal vez, como había dicho, se convertiría en un gran cirujano, en un médico maravilloso.
Volvieron al colegio en silencio. No había casi ningún chico ni chica, ya que todos habían salido con sus padres. Julian le devolvió el pañuelo a Elizabeth.
—Siento haberte estropeado la salida —sonrió tristemente Julian—, pero no sé qué hubiese hecho sin ti.
—Cojamos un poco de comida y vayámonos de excursión —propuso Elizabeth.
Julian sacudió negativamente la cabeza.
—No, debo quedarme aquí por si acaso hay noticias. Papá ha dicho que tal vez no las haya hoy, sino tal vez dentro de dos o tres días, pero podría haberlas y…
—Sí —comprendió Elizabeth—. Nos quedaremos aquí. ¿Sabes? Vamos al jardín y trabajaremos un poco. John no está, pero yo sé lo que tenemos que hacer y cómo. Hay que plantar unas lechugas y cavar un poco. ¿Crees que podrás ayudarme?
Julian asintió. Salieron juntos del colegio y pronto estuvieron trabajando al viento y al sol. ¡Qué grato era trabajar al aire libre! ¡Qué bueno era tener un amigo y estar a su lado en los momentos de angustia y turbación!