Julian recibe malas noticias
A Julian, su éxito en la clase del señor Leslie casi se le subió a la cabeza. En la clase de Mademoiselle probó otros ruidos, así como en la clase de arte. En la primera probó unos mugidos, sin saber que a la buena señora le aterraban los toros.
La pobre Mademoiselle creyó honradamente que una vaca o un toro estaba paseándose por los pasillos del colegio y empezó a temblar de horror.
—¡Una vaca! ¡Es una vaca la que muge de esta manera!
¡Muuu!, hacía la vaca, y Mademoiselle se estremecía. No podía soportar las vacas ni estar en un campo en el que hubiese una.
—Yo iré a espantar a la vaca, Mademoiselle —se ofreció Jenny alegremente.
Corrió a la puerta y empezó a hacer grandes ademanes como si espantase a un animal, lo que provocó grandes carcajadas entre sus compañeros.
Luego Mademoiselle llegó a la conclusión de que no era fácil que una vaca se paseara tan descaradamente por los pasillos del colegio y miró suspicazmente a Julian. ¿Era posible que aquel chiquillo estuviese haciendo una de sus famosas imitaciones?
El primer curso gozaba de un jolgorio continuo con las imitaciones y los trucos de Julian. Parecían no tener fin. Su brillante cerebro inventaba cosas nuevas sin cesar, y era tan hábil que ningún profesor ni profesora adivinaba quién hacía los ruidos hasta que era tarde.
Julian volvió a emplear los polvos de los estornudos, esta vez con el señor Lewis, el profesor de música, cuando daba una lección de canto. Reunió a dos o tres cursos para la lección. La sala pronto se convirtió en un terremoto por las carcajadas, cuando el pobre señor Lewis empezó a estornudar continuamente, tratando en vano de contenerse. Julian se convirtió casi en un héroe del colegio por sus bromas y sus trucos.
Pero no era ningún héroe para los profesores. Todos hablaban de él a menudo, unas veces enfadados, otras con tristeza.
—Es el chico más listo que hemos tenido en Whyteleafe —le alabó la señorita Ranger—. Sí, el más listo. Si al menos se aplicase en el estudio, ganaría fácilmente una beca. Tiene una inteligencia maravillosa si quisiera utilizarla debidamente.
—Sólo piensa en sus bromas —afirmó el señor Leslie.
Estaba convencido de que los ruidos que había escuchado durante la lección del laboratorio fueron obra de Julian y, cuando pensaba en ello, se enfurecía. Sin embargo, aquel chico, como para hacerse perdonar por aquel truco, escribió un brillante ensayo para el científico, un ensayo que el propio profesor se habría enorgullecido de redactar. Era un muchacho raro, no había duda.
En la asamblea que siguió a aquella en que Elizabeth perdió su dignidad de monitora, la niña no se colocó ya en el estrado con el jurado, sino junto con los demás. Luego se levantó para pronunciar un pequeño discurso:
—Sólo deseo aclarar que ahora sé que estaba equivocada respecto a Julian —expresó humildemente—. Así se lo dije a él, que se ha portado muy amablemente conmigo, y volvemos a ser amigos, cosa que demuestra lo amable que es. Siento también haber sido tan mala monitora. Si alguna vez vuelvo a serlo, prometo hacerlo mejor.
—Gracias, Elizabeth —dijo William cuando la niña se sentó—. Nos alegramos mucho de que Julian haya quedado libre de la acusación que pesaba sobre él, así como de sabor que ha sido lo suficientemente magnánimo para perdonarle y volver a ser amigo tuyo.
Hubo una pausa. Julian sonrió a Elizabeth y ella le correspondió. Era agradable volver a ser amiga de Julian.
Fue entonces cuando tomó la palabra William, con una nota de gravedad en la voz.
—Pero debo decir algo más a Julian. Algo no tan agradable. Julian, todos los profesores y profesoras están disgustados contigo. No tanto porque gastes bromas en clase, hagas imitaciones e idees trucos, sino porque teniendo tu inteligencia no la emplees en estudiar y hacerte hombre. Según la opinión general, posees un cerebro poco corriente, con inventiva y originalidad, un cerebro que podría hacer mucho bien al mundo en el futuro, pero sólo lo empleas en tonterías y nimiedades, nunca en aplicarte al trabajo.
Calló.
Julian se ruborizó y hundió más sus manos en los bolsillos. Esto no le gustaba.
—Está muy bien que hagas reír a los de tu clase y que seas un héroe por tus bromas —continuó William—, pero sería mucho mejor que estudiases mucho y que más tarde fueses un famoso del mundo de la ciencia o del mundo de los inventos.
—Oh, no me importa ser famoso o no cuando sea mayor —replicó Julian con rudeza. Siempre se mostraba rudo cuando estaba azorado—. Sólo quiero divertirme, hacer lo que me apetezca y dejar que lo hagan los demás. Estudiar mucho es una tontería y…
—Ponte de pie cuando hables y quítate las manos de los bolsillos —le ordenó William.
Julian frunció el entrecejo, pero obedeció.
—Lo siento, William —se corrigió, con los ojos furiosos—. No tengo nada más que decir, sólo que se trata de mi cerebro y que yo elegiré de qué modo debo usarlo. Gracias. Todos estos consejos no me emocionan en absoluto.
—Ya lo veo, y es una lástima —gruñó William—. Por lo visto, sólo te interesas por ti mismo y por tus deseos. Un día aprenderás la lección, aunque no sé de qué modo. Temo que sea de una forma que te hiera profundamente.
Julian se sentó muy enfadado aún. ¡Utilizar el cerebro en el estudio cuando podía divertirse y gandulear, gastando bromas y planeando trucos para hacerles reír a todos! No, gracias. Ya utilizaría su cerebro cuando tuviese que ganarse la vida.
Elizabeth no comentó con él las palabras de William. Era algo por el estilo de lo que ella le había dicho ya cuando era monitora. No eran vanos consejos. Era sentido común. Julian no era torpe para el estudio. Podía ganar becas y hacer toda clase de cosas cuando fuese mayor. Era extraño que no le gustase.
El único efecto que las palabras de William surtieron en Julian fue hacerle descender más en la clase. Ya era casi de los últimos, pero a la semana siguiente las notas fueron tan bajas que el mismo Julian se sorprendió cuando las vio. Luego sonrió animosamente. ¡No le importaba ser el último!
La semana continuó y pronto llegó la mitad de trimestre. Los niños comenzaron a hablar de que sus padres irían a verles.
Elizabeth habló de ello con Julian.
—¿Vendrán tus padres?
—Eso creo. Me gustaría ver a mi madre. Es muy guapa. Sí, y muy cariñosa y alegre.
Los ojos de Julian chispeaban cuando se refería a su madre. Estaba claro que la amaba por encima de todo. También quería a su padre, pero era su guapa y alegre madre la que había conquistado su corazón.
—Es por culpa de mamá por lo que llevo el pelo tan largo —rió—. Le gusta que lo lleve así, con este molesto mechón siempre cayéndome sobre la frente. Lo llevo así para complacerla. Y le gustan mis trucos, mis ruidos y mis imitaciones.
—¿Pero no se sentirá defraudada cuando vea que eres el último de la clase? —le preguntó Elizabeth con curiosidad—. Mi madre se avergonzaría de mí.
—Oh, la mía prefiere que me divierta —replicó Julián—. No se preocupa por mis calificaciones en clase ni por si apruebo en los exámenes o no.
Elizabeth juzgó que la madre de Julian debía de ser un poco rara. Pero Julian también lo era, muy simpático y alegre, pero raro.
Por fin llegó la mitad de trimestre y con él casi todos los padres, ávidos de ver a sus hijos. Vino la señora Allen y Elizabeth le dio un fuerte abrazo.
—Oh, estás muy bien, querida —dijo la señora Allen—. Bien, debemos pedirle a Arabella que venga con nosotros, porque nadie vendrá a verla.
—Oh —gimió Elizabeth—, ¿no hay más remedio, mamá?
La joven divisó a Julian y le llamó.
—Eh, Julian, te presento a mi mamá. ¿No ha llegado la tuya todavía?
—No —repuso el niño, un poco inquieto—. Aún no, y dijo que vendría temprano. Tal vez haya sufrido una avería en el coche.
Y en aquel momento sonó con estridencia el teléfono en el corredor. Contestó el señor Johns. Luego llamó a Julian y se lo llevó al cuarto contiguo. Elizabeth se preguntó qué habría pasado.
—Mamá, tengo que esperar a que vuelva Julian antes de salir contigo —le explicó.
No tuvo que aguardar mucho. Se abrió la puerta y apareció Julian. ¡Pero qué diferente!
Tenía el rostro pálido, casi blanco, y los ojos tan llenos de pesar que Elizabeth apenas pudo contemplarlos. Corrió hacia él:
—Julian, ¿qué te pasa? ¿Qué ha sucedido?
—Vete, déjame… —contestó él, apartándola de su camino ciegamente, como si no reparase en ella. Luego salió al jardín. Elizabeth corrió hacia el señor Johns.
—¡Señor Johns! ¡Señor Johns! ¿Qué le pasa a Julian? ¡Dígamelo, por favor, por favor!
—Es su madre. Está muy enferma, realmente enferma. Su padre es médico y está con ella, y ha convocado a otros médicos. Está tan enferma que no es aconsejable que él la vea. Ha sido un golpe tremendo. Tal vez tú puedas ayudarle, Elizabeth. Tú eres su amiga, ¿verdad?
—Sí —asintió la niña, sintiendo su corazón inundado de dolor y anhelos de consolar a su amiguito. Estaba tan orgulloso de su madre, la amaba tanto… Para él, ella era la persona más maravillosa de la Tierra. ¡Oh, con toda seguridad que se repondría!
Luego corrió hacia su madre.
—Oye, mamá. Hoy no puedo salir. Lo siento, pero la madre de Julian está muy grave y yo soy su amiga, de modo que debo quedarme a su lado. Tú puedes salir con Arabella, ¿quieres? Creo que debo quedarme con Julian.
—Está bien —se conformó su madre, que fue en busca de Arabella.
Elizabeth corrió al encuentro de Julian. ¿Dónde se habría metido? Estaría como un animalito herido, buscando un agujero. ¡Pobre, pobrecito Julian! ¿Qué podría decirle para consolarle?