18

Julian es muy gracioso

Los del primer grado habían hablado de Elizabeth durante un buen rato, preguntándose dónde estaría y afirmando que merecía ser castigada. Todos estaban de parte de Julian, de esto no había ninguna duda.

—Le diré a Julian lo que pienso de Elizabeth —exclamó Arabella—. Esa chica jamás me ha gustado, ni siquiera cuando pasé en su casa parte de las vacaciones.

—A mí me parece una lástima que Elizabeth acusase a Julian sin estar segura —opinó Jenny.

—Supongo que se enfadó porque no la invité a mi fiesta —agregó Arabella despiadada—. Y trató de vengarse en Julian.

—No. Elizabeth no es así —la defendió Robert—. Podrá hacer tonterías, pero no es vengativa.

—Bueno, pues yo no pienso dirigirle la palabra —proclamó Martin—. Creo que se ha portado muy mal con Julian.

—Chitón, ya está aquí —avisó Belinda de repente.

Se abrió la puerta y entró Elizabeth. Esperaba miradas desdeñosas y sonrisitas de desprecio y las obtuvo. Algunos incluso le volvieron la espalda.

—Detrás suyo apareció Julian. Al momento comprendió que sus compañeros de grado pensaban mostrarse duros con su amiga.

—Julian —exclamó Arabella, mirándole fijamente—, todos lamentamos mucho lo que te ha pasado esta tarde en la Junta. Fue terrible.

—Y debes estar muy enfadado, claro —añadió Martin—. Yo lo estaría en tu lugar.

—Lo estuve —asintió Julian con su voz profunda y sonora—, pero ya no lo estoy. Vamos, Elizabeth, todavía quedan diez minutos para acostarnos. Voy a jugar contigo una partida de doble paciencia. ¿Dónde están las cartas?

—En mi taquilla —sonrió Elizabeth.

Había sido terrible tener que entrar en la sala y enfrentarse con todos, pero qué agradable era sentirse apoyada por Julian, de nuevo su amigo. Buscó las cartas en la taquilla.

Todos los presentes los contemplaron con el mayor asombro. ¿Se habría vuelto loco Julian? ¿Cómo podía ser amigo de la persona, la única persona que le había acusado tan traicioneramente? Era impensable. No podía ser cierto.

Pero lo era. Julian barajó los naipes y él y Elizabeth no tardaron en enfrascarse en el juego. Los demás estaban tan asombrados que los contemplaban en silencio sin saber qué decir.

Arabella era la más estupefacta, pero fue ella la que primero recuperó el habla.

—Vaya, ¿qué te ha pasado, Julian? ¿No sabes que Elizabeth es tu peor enemiga?

—Estás equivocada, Arabella —replicó Julian con voz amistosa—. Elizabeth es mi mejor amiga. Todo fue una equivocación.

Hubo algo en el tono de Julian que impidió que los demás dijeran nada. Se concentraron en sus juegos, dejando solos a la pareja.

—Gracias, Julian —le susurró Elizabeth.

Los verdes ojos la contemplaron alegremente.

—Todo va bien. Cuenta conmigo si te pasa algo, mi «Peor enemiga».

—Oh, Julian —rió y lloró a la vez la niña.

En aquel momento sonó el timbre y todos dejaron los juegos y los libros y fueron a acostarse.

Las cosas no fueron fáciles para Elizabeth durante los siguientes días. Los demás niños no la perdonaban ni olvidaban con la misma facilidad que Julian, y la trataban con frialdad manifiesta. Sólo unos pocos se mostraron amables con ella: Kathleen, Robert y Harry. Pero casi todos le volvían la espalda y parecían regocijarse de que ya no fuese monitora.

Joan, del segundo curso, que había sido la amiga de Elizabeth en primero, fue a su encuentro. Cogió a la niña de una mano.

—No sé quién tiene y quién no tiene razón —dijo—, pero sé una cosa, Elizabeth: que no habrías acusado a nadie de no estar muy segura de las cosas. Todo se arreglará y volverás a ser monitora, ya lo verás.

«Ahora sé qué se siente cuando los demás te manifiestan su amistad si estás en un apuro —pensó—. Cuando las cosas vayan mal, me acordaré de estas palabras amables y haré lo mismo con todo aquel que se meta en un lío».

Elizabeth estaba muy seria aquellos días. Trabajaba mucho, estudiaba de firme y apenas reía. Julian se mofaba de ella.

—Estás más sosegada —le dijo un día Rosemary—. Vamos, ríete un poco, Elizabeth. No quiero tener una amiga tan triste.

Pero Elizabeth había sufrido un duro golpe y aún no se había repuesto. Julian se preguntó qué podría hacer para alegrarla y comenzó a planear algunas bromas.

Les contó a los chicos lo que iba a hacer.

—Oíd, cuando el señor Leslie, el profesor de ciencias, nos lleve al laboratorio, haré alguna de mis imitaciones. Pero ninguno tiene que mostrar que la oye, ¿entendido? Fingid que no oís nada y nos divertiremos un poco.

En aquel curso la física y la química resultaban asignaturas muy aburridas. Y el señor Leslie era un profesor muy severo y estricto, amén de aburrido. A los niños no les gustaba, por lo que recibieron alborozados la idea de Julian y aquella mañana se precipitaron alborotados al laboratorio.

—¿Qué ruidos harás? —le preguntó Belinda a Julian.

—Esperad y veréis —sonrió el aludido—. Nos divertiremos un poco y el señor Leslie tendrá varias sorpresas.

Y ciertamente las tuvo. Entró envarado en el laboratorio, saludó a los niños y les ordenó sentarse.

—Esta mañana sacaremos almidón de las patatas. Aquí tengo…

Continuó con su disertación mientras mostraba algunos pedazos de patata. Las cabezas de los alumnos no tardaron en inclinarse para ver mejor el experimento.

Poco a poco distinguieron un ruido muy curioso. Como un silbido muy estridente, tanto que podía ser el chillido de un murciélago o de un arco pasando por una cuerda de violín muy tensa.

—Iiiiiiii —hacía el ruido—. Iiiiiiii…

Todos los niños y niñas miraron a hurtadillas a Julian. Éste estaba inclinado como los demás y no se notaba el menor movimiento en su boca, en sus labios o en su garganta. Sin embargo, todos sabían que era él quien emitía aquel extraño zumbido.

El señor Leslie levantó la cabeza, asombrado.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó con severidad.

—¿Ruido? —replicó Jenny con aspecto inocente—. ¿Qué ruido, señor Leslie?

—Ese zumbido insoportable —se impacientó el profesor de ciencias.

Jenny ladeó la cabeza como un pajarito, fingiendo prestar atención. Los demás la imitaron. En aquel momento, fuera se oyó el ronquido de unos motores de aviación y, casi al instante, apareció el aparato al otro lado de la ventana, muy alto en el cielo.

—Oh, era el sonido del avión, señor Leslie —exclamó Jenny y todos rieron.

El señor Leslie frunció el ceño.

—No seas absurda, Jenny. Los aviones no zumban de esa manera. ¡Ya está aquí otra vez! «Iiiiiiii…».

Todos lo oían pero fingían lo contrario. Inclinaron las cabezas sobre el experimento para no soltar la carcajada.

Julian cambió de ruido. De repente, en el laboratorio se oyó una especie de gruñido.

El señor Leslie dio un brinco.

—¿Hay algún perro por aquí?

—¿Un perro, señor Leslie? —preguntó Belinda, mirando a su alrededor—. No veo ninguno.

Elizabeth estalló en una risotada cuando intentaba volverse para toser. El gruñido continuaba, a veces muy bajo, otras muy alto. El señor Leslie no entendía en absoluto qué pasaba.

—¿Pero no oís? Como un aullido o el gruñido de un cerdo.

—Hace poco dijo que era un zumbido, señor —repuso Harry con formalidad—. ¿Ahora es un gruñido?

Elizabeth volvió a estallar y Jenny se llevó su pañuelo a la boca.

—No hay nada gracioso en esto —refunfuñó el científico de las patatas—. Dios mío, ¿qué es eso ahora?

Julian había cambiado de ruido y ahora sonaba una serie de bum-bum-bum ahogados. ¡No parecían surgir de ningún sitio en particular y, menos aún, de la garganta de Julian!

El señor Leslie se asustó. Miró a todos los niños. Ninguno parecía oír aquel «bum-bum-bum». ¡Qué raro! Debían da zumbarle los oídos… Se los tapó con las manos. Tal vez no le funcionasen bien. A veces, las personas oyen ruidos extraños.

¡Bum-bum-bum!, continuaba el ruido.

—¿No oís un «bum-bum»? —volvió a la carga el señor Leslie, soltando un pedazo de patata.

Harry volvió a fingir que escuchaba. Primero se llevó una mano a una oreja. Luego la otra. Después, ambas a la vez.

Y Elizabeth soltó el trapo. No podía aguantarse. Jenny también rió. El señor Leslie las miró y se dirigió de nuevo a Harry.

—Bien, si tú no lo oyes, algo les pasa a mis orejas —suspiró—. Sigamos con el experimento. Deja de reírte, Jenny.

El ruido siguiente fue una puerta que crujía. Eso fue ya demasiado para el pobre científico. Murmurando que no se encontraba bien, huyó del laboratorio, no sin decirles antes a los chiquillos que siguiesen trabajando hasta su regreso.

¿Seguir trabajando? ¡Imposible! De un extremo de la sala a otro sólo se oían carcajadas, suspiros y risas ahogadas. Por las mejillas de Jenny resbalaban gruesos lagrimones. Harry se tiró al suelo, llevándose una mano al costado. Elizabeth reía a más y mejor con su risa contagiosa. Julian estaba en medio de lodos, sonriendo.

—¡Oh, qué bien lo has hecho! —le agradeció Elizabeth, secándose las lágrimas—. No me había reído tanto en toda mi vida. ¡Oh, Julian, eres maravilloso! Tienes que volver a hacerlo.

—¿Y qué dirá el patatero?

—¡Oh, ha sido tan maravilloso! El señor Leslie que diga lo que quiera.

A todos les sentó bien. Aquellas carcajadas despejaron la atmósfera, librándola de rencores, desdenes y enemistades. Todos volvían a reír juntos y a ser amigos. Era estupendo poder reír juntos y jugar de nuevo. ¡El primer curso volvía a formar como un grupo compacto!