15

Una Junta tormentosa

Los niños y niñas penetraron en el salón como de costumbre para asistir a la asamblea semanal de aquella noche. Elizabeth se sentía excitada y valerosa. Deseaba que la Junta ya hubiese terminado y todo estuviese arreglado.

—¿Dinero para la hucha? —preguntó William como de ordinario. Un niño entregó diez chelines que había recibido por giro de un tío suyo. Arabella puso dos libras, su dinero de cumpleaños. ¡Había aprendido la lección! No volverían a denunciarla por guardarse el dinero.

Luego repartieron los dos chelines por cabeza. William y Rita escucharon las peticiones de los que necesitaban más dinero. Elizabeth no podía estarse quieta. Estaba nerviosa. Miraba fijamente a Julian. Éste estaba sentado en el banco, como siempre, con un mechón sobre los ojos. De cuando en cuando, se lo apartaba con impaciencia.

—¿Alguna queja? —la familiar pregunta la formuló William, y un niño saltó antes de que Elizabeth pudiese hablar.

—¡Por favor, William! Los demás de la clase me llaman zopenco porque soy el último. Esto no es justo.

—¿Se lo has contado a tu monitor? —Sí.

—¿Quién es?

Se levantó un chico más alto.

—Yo. Sí, es cierto, todos se burlan de James. Ha dejado de asistir a muchas clases por enfermedad, de modo que no está al nivel de los otros. Pero he hablado con su profesora y ella dice que podrá ponerse a la altura de sus compañeros si estudia con afán, porque es inteligente. No estará mucho tiempo en la última fila de la clase.

—Gracias —dijo William. El monitor se sentó—. Bien, James, ya has oído a tu monitor. Tú mismo puedes hacer que los demás dejen de burlarse de ti si empleas tu inteligencia para no ser el último. A lo mejor estás tan acostumbrado a ser el último de la clase que no se te ha ocurrido que puedes mejorar. ¡Pero por lo visto sí puedes!

—Oh —balbuceó James sorprendido y complacido. Luego se sentó de golpe. Sus compañeros de grado le miraron sin saber si enfadarse con él o echarse a reír. James miró a su alrededor con simpatía.

—¿Alguna otra queja? —preguntó Rita.

—¡Sí, Rita! —Elizabeth se puso en pie con tanto ímpetu que estuvo a punto de volcar su silla—. Tengo que presentar una queja muy grave.

Todo el colegio murmuró a la vez y todos alargaron el cuello. ¿Qué iba a decir Elizabeth? Arabella se puso muy pálida. No iría a quejarse de ella otra vez.

Julian miró penetrantemente a Elizabeth. ¡No era posible que se refiriese a él!

Pero así era. Elizabeth empezó su queja a trompicones.

—¡Rita, William! ¡Se trata de Julian! Durante algún tiempo me había parecido que poseía cosas que no le pertenecían, pero ayer le pesqué. Le atrapé con las manos en la masa. Estaba saqueando las taquillas de la escalera.

—Elizabeth, tienes que explicarte mejor —la amonestó Rita—. Estás haciendo una terrible acusación. Debemos profundizar más en el asunto y, a menos que poseas una buena prueba, no digas nada más. Luego reúnete con William y conmigo y hablaremos.

—¡Tengo una prueba! —proclamó Elizabeth—. Vi a Julian coger unas galletas de una taquilla. No sé de quién eran, seguramente de la señorita Ranger. Además Julian debió de verlas en algún momento durante el día y, cuando creyó que todos dormíamos, fue a cogerlas. Y yo le oí y le sorprendí.

Todo el colegio estaba con la respiración en suspenso. Los alumnos de primero se miraban unos a otros con inquietud, el corazón les latía con fuerza. ¡Ahora se descubriría la fiesta de medianoche! Julian tendría que revelar el secreto.

William miró a Julian. Éste estaba sentado, con las manos en los bolsillos y una expresión divertida.

—Levántate, Julian, y cuéntanos tu versión de la historia —le ordenó el juez.

Julian se puso en pie siempre con las manos en los bolsillos.

—Saca las manos de los bolsillos —volvió a ordenarle William con severidad. Julian obedeció. Parecía muy descuidado e indolente, con sus ojillos verdes chispeando como los de un gnomo.

—Lo siento, William, pero no puedo ofrecer ninguna explicación porque revelaría un secreto que no me pertenece. Lo único que puedo replicar es que no robé las galletas. Ciertamente, las cogí, ¡pero no las robé!

Y volvió a sentarse. Elizabeth saltó como movida por un resorte.

—¿Lo oyes, William? ¡No puede dar ninguna explicación!

—Siéntate, Elizabeth —le rogó William.

Luego contempló a los discípulos de primer grado, que permanecían todos en silencio e inquietos, sin atreverse a mirarse ya entre sí. ¡Qué valiente era Julian al no delatarles! ¡Y qué terrible era todo el asunto!

—Vosotros, los de primer grado —continuó William, gravemente—. Espero que si alguno de vosotros puede ayudar a Julian a salir de este mal paso lo haga, tanto si se trata de revelar un secreto o no. Si Julian, por lealtad hacia uno o más, no puede hablar, vosotros debéis mostraros leales con él y contar lo que sepáis.

Se produjo un silencio después de estas palabras. Rosemary estaba temblando sin osar moverse. Belinda casi se levantó y volvió a dejarse caer. Martin miraba al frente, sumamente pálido.

Fue Arabella quien dio a sus compañeros la gran sorpresa. Se levantó de repente y habló en voz baja.

—William, creo que debo decir algo. Nosotras teníamos un secreto y Julian ha sido muy caballero al no revelarlo. Bien, ayer fue mi cumpleaños y… pensamos… eh… celebrar una fiesta de medianoche.

Calló. Estaba tan nerviosa que apenas podía continuar. Todo el colegio escuchaba con sumo interés.

—Adelante —le urgió Rita.

—Bien, escondimos las cosas de comer en varios sitios —prosiguió Arabella—. Todo era muy excitante. No le dijimos nada a Elizabeth, porque siendo monitora quizá hubiese intentado disuadirnos. Bien, Julian escondió las galletas en una de las viejas taquillas y fue a buscarlas después de media noche, cuando ya había empezado la fiesta. Supongo que a esto se refiere Elizabeth. Pero eran mis galletas y yo le pedí que fuese a buscarlas. Luego Julian las llevó a la sala común donde celebrábamos la fiesta. Pienso que Elizabeth obra muy mal al acusar a Julian de ladrón. Ya lo hizo antes. Toda la primera clase sabe que ella ha ido pregonando que Julian coge dinero y caramelos que no le pertenecen.

Era un discurso muy largo. Arabella calló de repente y se sentó casi jadeando. Julian la miró agradecido. Sabía que a la niña no le había gustado tener que revelar públicamente el secreto de la fiesta, pero lo había hecho para salvarle. La opinión que tenía de la chiquilla vanidosa se modificó un poco, al igual que la de todos los demás.

William y Rita habían escuchado atentamente el relato de Arabella. Lo mismo que Elizabeth. Cuando oyó la explicación del vagabundeo nocturno de Julian, se puso muy pálida y le temblaban las rodillas. En aquel momento comprendió que había cometido una tremenda equivocación. William se volvió hacia ella con ojos duros y severos.

—Elizabeth, al parecer has cometido un error imperdonable: has acusado públicamente a Julian de algo que no hizo. Supongo que ni siquiera le pediste que te explicase lo que hacía, sino que diste por supuesto que estaba robando.

Elizabeth estaba como pegada a su silla, sin poder pronunciar una sola palabra.

—Arabella afirma que no es ésta la primera vez que acusas a Julian. Que lo has hecho otras veces. Y como esta última ocasión tuya ha resultado infundada, es muy posible que las demás también lo sean. Por tanto, no las escuchemos en público, sino en privado.

—Sí, William —asintió Elizabeth casi sin voz—. Yo… siento mucho lo que he dicho… No lo sabía.

—Eso no es excusa —la increpó William con dureza—. No sé qué te ha sucedido este curso, Elizabeth. Al final del curso pasado te nombramos monitora porque todos estuvimos de acuerdo en ello, pero este curso nos has defraudado. Y temo que varios de nosotros estemos ya pensando que no eres merecedora de tal distinción.

Varios chicos y chicas asintieron y golpearon el suelo con los pies.

—Te han echado dos veces de clase —prosiguió William—. Y siempre por la misma razón: por perturbar la lección con tus bromas. Así no debe comportarse una monitora, Elizabeth, y temo que tendremos que pedirte que dejes de serlo. Será mejor que nos dejes elegir a otra en tu lugar.

Esto fue demasiado para Elizabeth. De pronto soltó un tremendo sollozo, saltó del estrado y salió corriendo del salón. No era buena como monitora. ¡Y había estado tan orgullosa de serlo!

William no intentó detenerla. Miró, en cambio, los rostros de los que se hallaban en los bancos.

—Debemos elegir otra monitora. ¿Queréis pensar quién puede ocupar dignamente el puesto de Elizabeth?

Los colegiales comenzaron a reflexionar profundamente. La asamblea había sido pésima en varios aspectos, pero cada asistente había tenido su lección. Jamás debían acusar a otro de hacer algo sin estar absolutamente seguros. Todos habían presenciado el mal que podía hacerse obrando inconscientemente, y sabían que el castigo infligido a Elizabeth era justo.

¡Pobre Elizabeth! Siempre metiéndose en todo clase de líos y conflictos. ¿Qué haría ahora?