Polvos de estornudar
Ciertamente, el portazo de la taquilla despertó a mucha gente. Se produjo un alboroto de pasos y puertas que se abrían. Las profesoras no tardarían en llegar.
Julian huyó para avisar a los demás, propinándole un violento empujón a Elizabeth para poder escaparse. La niña estuvo a punto de caer al suelo. No sabía adónde había ido Julian, de modo que regresó a su dormitorio muy excitada, pensando que había sorprendido a Julian robando las galletas.
«Ahora sí que le denunciaré —se dijo al meterse en cama—. ¡Ya lo creo que le denunciaré!»
Julian corrió hacia la sala común y abrió la puerta.
—¡Rápido todo el mundo a la cama! ¡Elizabeth me ha sorprendido cuando cogía las galletas y ha provocado un gran estruendo! Si no os largáis de aquí inmediatamente, os pillarán.
Apresuradamente, los niños lo escondieron todo dentro de las taquillas de las paredes o en los pupitres vacíos. Luego soplaron las velas y huyeron con la esperanza de no haber dejado muchas migas en el suelo, ni rastro alguno de la fiesta.
Todos corrieron hacia sus respectivos dormitorios.
—¡Maldita Elizabeth! —gimió Arabella, mientras se quitaba la bata y las zapatillas y se metía en su cama—. Precisamente estábamos en mitad de la fiesta. ¡Lo ha estropeado todo!
Las profesoras se preguntaron a qué se debía aquel ruido. Mademoiselle, que era la que dormía más cerca de los dormitorios del primer grado, dormía muy profundamente y no había oído nada, por lo que se sorprendió mucho cuando la señorita Ranger abrió la puerta y la despertó.
—Quizá las chicas del primer curso están de algazara otra vez —observó adormilada la profesora de francés—. Vaya a su dormitorio para averiguarlo, señorita Ranger.
Pero cuando la señorita Ranger llegó al dormitorio y encendió las luces, no notó nada raro. Todas las niñas parecían dormir pacíficamente. Casi demasiado, pensó la profesora.
Elizabeth observó cómo se encendía la luz y por el rabillo del ojo contempló a la señorita Ranger. ¿Debía contarle lo sucedido? No, aún no. Le denunciaría ante la próxima Junta, de modo que todo el mundo se enterara.
La señorita Ranger apagó la luz y se fue tranquilamente a la cama. No podía figurarse a qué se debía aquel ruido. Tal vez el gato del colegio había cazado un ratón. La señorita Ranger se acostó sin sospechar nada y se durmió al momento.
Elizabeth permaneció despierta largo tiempo, pensando en Julian y las galletas. Estaba segura, completamente segura de que Julian era un ladrón. ¡Con todas sus pomposas frases respecto a vivir y dejar vivir! Era una forma como otra cualquiera de disculparse por sus raterías.
«Tendrá una buena sorpresa cuando mañana me levante en la Junta y le denuncie», pensó.
Todas las niñas estaban muy enojadas con Elizabeth por acabar de forma tan rotunda con la fiesta.
—¿Debemos darle un buen rapapolvo? —propuso Arabella.
—No sabía nada de la fiesta —replicó Julian—, aunque debió de sospechar algo cuando vio que todas las niñas se metían tan apresuradamente en cama.
Elizabeth se había extrañado, pero sabía que era el cumpleaños de Arabella y pensó que habían estado jugando un poco en torno a su cama, pero sin imaginarse que hubieran celebrado una fiesta.
—No le diremos nada —decidió Julian—. Esta noche podemos terminar la fiesta y tal vez se opondría si sospechase algo.
De forma que nadie le contó a Elizabeth de qué manera había estropeado la fiesta, si bien le dirigieron muchas miradas enfurruñadas, cosa que la intrigó mucho.
Julian imaginó un plan para molestar a Elizabeth por haberles fastidiado y se lo contó a los demás en cuanto les reunió.
—He fabricado unos polvos para estornudar. Los esparciré entre las páginas de la gramática francesa de Elizabeth. ¡Ya veréis cuántas veces estornuda durante la clase de Mademoiselle!
—¡Oh, sí! —aplaudieron todos encantados. Era una auténtica broma.
Julian penetró furtivamente en el aula antes de la clase de la tarde. Fue al pupitre de Elizabeth y lo abrió. Cogió el libro de gramática francesa y esparció por entre sus hojas los polvos. Los había descubierto tratando de inventar otra cosa y le habían hecho estornudar muchas veces.
Julian siempre estaba inventando algo nuevo, imaginando alguna cosa que ninguna otra persona hubiera hecho antes.
Esparció mucho polvo entre las páginas del libro, lo cerró cuidadosamente y lo dejó en su sitio. Luego salió del aula sonriendo.
Elizabeth se llevaría una buena sorpresa en su clase de francés. Lo mismo que Mademoiselle.
Cuando sonó el timbre anunciando la clase de la tarde, todos los niños y niñas corrieron hacia la clase.
—¡Francés! —rezongó Jenny—. ¡Qué pena! Se me olvidará la lección de francés si Mademoiselle está de malas.
—Tengo tanto sueño —le susurró Arabella a Rosemary, que también estaba cansada después de la fiesta de medianoche—. Espero que Mademoiselle no la tome conmigo si está enfadada. Ojalá elija a Elizabeth. Será muy divertido si empieza a estornudar.
Durante los diez primeros minutos, la lección de francés fue oral. Luego, Mademoiselle les ordenó abrir la gramática. Elizabeth sacó la suya del pupitre y la abrió.
Los polvos no tardaron mucho en hacer efecto. Mientras la niña giraba las páginas, algunas motas de polvillo volaron hasta la nariz, produciéndole un irritante cosquilleo.
Sintió que iba a estornudar y sacó el pañuelo.
—¡Achís!
Mademoiselle no reparó en ella.
—¡Achís! —volvió a estornudar Elizabeth, segura de haber atrapado un buen constipado—. ¡A… a… achís!
Mademoiselle levantó la vista. Elizabeth intentó retener el estornudo siguiente. Hubo una pausa, durante la cual Jenny tuvo que leer francés en voz alta. Llegó al final de la página y la volvió para continuar leyendo. Todos hicieron lo mismo.
Este movimiento envió más moléculas de polvo a la nariz de Elizabeth. Sintió que iba a volver a estornudar y se acercó el pañuelo a la nariz pero no logró contenerse.
—¡A… a… achís! ¡A… a… achís!
Los estornudos eran tan sonoros que apagaban la lectura de Jenny. Un par de niñas empezaron a reír por lo bajo. Esperaban el siguiente estornudo de Elizabeth, que no tardó en llegar. Fue tan estridente que Mademoiselle dio un salto.
—Ya basta, Elizabeth —exclamó con severidad—. No estornudes más. No es necesario. No molestes tanto.
—No puedo… a… achís… contenerme —tartamudeó la pobre Elizabeth, sollozando, ya que los polvos eran muy fuertes—. ¡A… a… a… achís!
Mademoiselle se puso iracunda.
—Elizabeth, la semana pasada eran gouttes que llovían sobre tu cabeza, y esta semaíne son estornudos. ¡No lo tolero!
—¡A… a… achís! —fue la respuesta de Elizabeth. Toda la clase rió con ganas. Mademoiselle perdió la calma y aporreó la mesa.
—¡Elizabeth, eres una monitora y no puedes comportarte de esta manera! ¡No lo tolero! ¡Deja de estornudar de una vez!
—Sí… sí… ¡a… achís!
Los niños reían hasta el extremo de llorar. Era la cosa más divertida que habían visto en su vida.
—¡Sal del aula y no vuelvas! —le ordenó la profesora de francés severamente—. ¡No te quiero en mi clase!
—Pero, oh, Mademoiselle, por favor, yo… ¡achís!, ¡achís!, oh, señorita…, Mademoiselle… ¡achís!
Mademoiselle fue hacia ella, la asió fuertemente por los hombros y la llevó hasta la puerta.
La cerró detrás de la niña y regresó a la tarima, encarando se con toda la clase.
—No tiene ninguna gracia —afirmó—. Je n’aime pas les facéties comme gal.
Pero todos los alumnos pensaban que sí era divertido. Intentaron contener las risas, pero de cuando en cuando se oía una carcajada prontamente reprimida, momento en que tocia la clase prorrumpía en una algarabía de risotadas.
Mademoiselle se enfadó mucho y como castigo les hizo copiar una poesía, pero ni aun así impuso seriedad a sus alumnos.
Elizabeth se quedó junto a la puerta, angustiada e intrigada.
«¿Por qué he estornudado tanto? —se preguntó—. Ahora, en cambio ya no estornudo. ¿Habré cogido un resfriado? Es que no podía dejar de estornudar en clase. Oh, Mademoiselle no tenía razón para mandarme aquí afuera».
Y entonces, ante el horror de Elizabeth, William, el juez de la Junta, pasó junto con el señor Lewis, el maestro de música. Elizabeth trató de disimular tanto como pudo, pero no le sirvió de nada. Al instante, William comprendió que la habían echado de clase.
—¡Elizabeth! ¡No habrán vuelto a echarte de clase! Rita me contó que ya te ocurrió la semana pasada. ¿Olvidas que eres una monitora?
—No —contestó Elizabeth muy triste—, no lo olvido. Pero Mademoiselle me hizo salir porque no podía dejar de estornudar. Oh, William, creyó que lo hacía a propósito. Pero no era así.
—Bien, ahora no estornudas —observó el juez.
—Lo sé. Los estornudos cesaron en cuanto salí de clase.
William se alejó, pensando que Elizabeth debía de haber gastado una broma tonta. Tendría que consultar con Rita. No era conveniente tener unos monitores que cada dos por tres fuesen expulsados de clase. Los monitores no debían dar mal ejemplo.
Elizabeth no tenía ni la más remota idea de que fuese Julian el causante de todas sus desdichas. Pensaba que había estornudado a causa de un resfriado incipiente. Y se sorprendió al ver que éste no aparecía.
«Bueno, esta noche acudiré a la Junta —se dijo—. Y denunciaré a Julian delante de todos. Sé que me creerán, porque soy monitora».