El secreto de Arabella
Llegó la siguiente asamblea escolar y pasó sin que se mencionase el nombre de Elizabeth. La niña se hallaba tan absorta reflexionando qué debía hacer para solucionar su problema, que decidió, por su parte, no decir nada.
Mientras tanto, Arabella iba a celebrar su cumpleaños. Su madre le había prometido enviarle un pastel de cumpleaños y todo lo que quisiera de comida y bebida. La señora Buckley se hallaba ya en América, pero Arabella podía pedir cuanto desease a las grandes tiendas de Londres.
Arabella lo comentó muchas veces. Le gustaba pavonearse y explicaba todas las cosas buenas que pediría.
Luego tuvo una idea y se la explicó a Rosemary.
—¿Qué te parece una fiesta de medianoche, Rosemary? Una vez celebramos una en mi antigua escuela y resultó muy divertida. Había mucha comida y toda clase de bebidas, ¡sería tan excitante celebrar una fiesta a medianoche!
Rosemary se mostró de acuerdo.
—¿Podremos celebrarla? Antes no es factible, porque las directoras y algunos profesores y profesoras todavía están levantados.
—Sí, tendrá que ser después de medianoche —asintió Arabella—. ¡Pero no se lo cuentes a Elizabeth! ¡Es tan idiota que sería capaz de revelar el secreto y fastidiarnos la fiesta!
—De acuerdo —accedió Rosemary—. ¿A quién se lo digo, entonces?
—A todos, excepto a los pocos amigos y amigas de Elizabeth —repuso Arabella—. No se lo diremos ni a Kathleen, ni a Harry ni a Robert. Éstos todavía son amigos de Elizabeth. Además, supongo que ella no vendría aunque se lo dijésemos, porque pensaría que una fiesta de medianoche va en contra de los reglamentos, y como es monitora…
Y de este modo el primer curso volvió a tener un secreto que susurraban unos a otros. Elizabeth observó esas murmuraciones, que cesaban cuando ella pasaba. Creyó que se trataba de habladurías sobre ella y volvió a entristecerse y enfadarse.
Naturalmente, Julian y Martin fueron invitados. Las pupilas del primero brillaron de gozo cuando se enteró de la fiesta de medianoche. Era la clase de atrevimientos que le gustaba.
Los niños discutieron dónde esconderían los pasteles y las bebidas. No querían que las profesoras sospechasen nada.
—Enseñaremos el pastel de cumpleaños a todo el mundo —propuso Arabella—. Luego repartiremos una parte a la hora del té, pero no diremos nada de lo demás.
—Podemos ocultar las cervezas de jengibre en uno de los cobertizos del jardín —añadió Martin—. Conozco un buen lugar. Iremos a buscarlas cuando ya sea de noche.
—Y los pasteles los meteremos en las viejas taquillas del corredor —indicó Julian—. Nadie las usa y nadie mira nunca dentro. Yo me encargaré.
De modo que todas las golosinas fueron escondidas en diversos sitios y los niños se mostraron muy excitados. Los pocos que no estaban en el secreto desconocían lo que ocurría. Sólo sabían que Arabella tenía un secreto y que había un gran alboroto por todo el colegio.
Arabella siempre bajaba la voz para referirse a su fiesta cuando veía cerca a Elizabeth. Luego, fingía dar un salto cuando levantaba la vista, le pegaba un codazo al niño o niña con quien hablaba y cambiaba de tema, pero esta vez en voz alta.
Esto molestaba mucho a Elizabeth.
—No pienses que quiero descubrir tu secreto —le dijo una vez a su rival—. No es así. De modo que puedes hablar del mismo tanto como quieras, ¡que yo me taparé bien los oídos!
De todos modos, no era agradable ser dejada de lado. A nadie le gustaba ver a Julian hablando y riendo con Arabella y Rosemary. Elizabeth ignoraba que Julian lo hacía muchas veces para hacerla rabiar. Por más que lo intentara, no acababa de apreciar a la vanidosa y arrogante Arabella. Pero si su amistad con ésta enojaba a Elizabeth, seguiría adelante.
Y llegó el cumpleaños de Arabella. Los niños y niñas le desearon muchas felicidades y le hicieron diversos obsequios, que ella aceptó dando las gracias exquisitamente.
¡No había duda de que Arabella sabía comportarse bien cuando quería!
Elizabeth no le regaló nada ni la felicitó. Observó cómo Julian le ofrecía un pequeño, pero muy bonito broche, que él mismo había hecho. Arabella lanzó grititos de alegría.
—¡Oh, Julian! —exclamó palmoteando y consciente de que Elizabeth escuchaba—. ¡Tú sí que eres un buen amigo! ¡Muchísimas gracias!
La fiesta de medianoche se celebraría en la sala común. La estancia quedaba bastante apartada de los dormitorios de las profesoras, por lo que los niños sabían que allí estaban seguros. Aquel día todos se mostraron excitados y la señorita Ranger se preguntó qué podría ocurrirles.
Por casualidad, Elizabeth abrió las viejas taquillas del corredor. Buscaba una pelota con la que practicar en el campo de lacrosse y pensó que posiblemente allí habría alguna. Cuando vio la caja de las galletas, se quedó aturdida.
«Supongo que la señorita Ranger la habrá puesto aquí —pensó—, y tal vez la ha olvidado. Debo recordárselo. Tal vez la necesite durante un descanso».
Pero Elizabeth se olvidó del asunto y no dijo nada. No sabía que eran de Arabella, destinadas a la fiesta.
El secreto de Arabella mantuvo bien guardado. Los niños y niñas que habían sido invitados temían que si Elizabeth se enteraba, pudiera oponerse a la fiesta, ya que era monitora. Por tanto, tuvieron buen cuidado de no contarle nada. Elizabeth y unos cuantos debían quedarse a oscuras.
Al sonar la medianoche, todos los niños y niñas, excepto Arabella, dormían ya. Ella les había advertido de que les despertaría a tiempo. Estaba tan entusiasmada que no tuvo la menor dificultad en mantener los ojos bien abiertos hasta que oyó cómo el reloj del colegio daba las doce desde la torre.
Se incorporó en el lecho y buscó su bata. Luego se calzó las zapatillas. Después, cogiendo una linterna, empezó a despertar a sus invitadas, propinándoles varias sacudidas.
Todas fueron despertándose sobresaltadas.
—¡Chist! —susurraba Arabella—. ¡No hagas ruido! Ya es la hora de la fiesta.
Elizabeth estaba completamente dormida, lo mismo que Kathleen. Por tanto, no se despertaron cuando los demás salieron del cuarto para reunirse con los chicos, que ya venían de su dormitorio hacia la sala común. Hubo muchos murmullos y risitas ahogadas, que resonaron lentamente por los corredores.
Los invitados se apiñaron en la sala y encendieron velas. Temían encender la luz eléctrica por si acaso se filtraba pollas persianas.
—Además, con velas es más divertido —exclamó Arabella contentísima. Esto era lo que le gustaba. ¡Ser la reina de la fiesta! Llevaba una bata bellísima, de color azul, con unas zapatillas que hacían juego. Realmente, estaba encantadora y lo sabía.
Todos los invitados se dirigieron hacia la comida y la bebida. ¡Cuántas cosas había!
—¡Sardinas! ¡Con lo que me gustan! —gritó Ruth.
—¡Y melocotones en almíbar! ¡Oooh, qué ricos!
—¡Y buñuelos de chocolate! Ay, ya se me derriten en la boca.
—Que alguien me dé una cuchara. Tengo que repartir los melocotones.
—No hagas tanto ruido, Belinda. ¡Es la segunda vez que dejas caer el tenedor! Si no tienes cuidado, vendrá la señorita Ranger.
¡Pop!, sonó el descorche de una botella de cerveza de jengibre al ser abierta. ¡Pop! ¡Pop! Los niños se miraban unos a otros, entusiasmados. Esto era realmente divertido. Era más de medianoche y estaban comiendo y bebiendo toda clase de manjares.
—¿Dónde están las galletas? —preguntó Arabella—. Creo que vendrían muy bien con los melocotones. No las veo. ¿Dónde están?
—Oh, me olvidé —exclamó Julian, levantándose—. Ahora las traigo, Arabella. Será un momento. Están en las taquillas del corredor.
Salió en busca de las galletas, tanteando el corredor, y luego subió por la escalera, en uno de cuyos rellanos se hallaban las taquillas.
No llevaba linterna y todo estaba oscuro. Iba tanteando el camino y procuraba no hacer ruido. De repente, tropezó con una silla, que se volcó con estrépito. Se quedó quieto, preguntándose si alguien lo habría oído.
Estaba muy cerca de donde dormía Elizabeth. Cuando la silla cayó, la niña se despertó sobresaltada. Luego se incorporó en la cama, sin saber de dónde procedía el ruido.
«Será mejor que vaya a investigar», se dijo.
Saltó del lecho y se puso la bata. No observó que más de la mitad de las camas del dormitorio estaban vacías. Luego se calzó las zapatillas y cruzó el umbral sin encender aún la linterna.
Recorrió lentamente el corredor. Dio unos pasos más y le pareció oír una respiración no muy lejos de ella. Avanzó un poco más.
Alguien estaba junto a las taquillas. Elizabeth oyó cómo abrían una. ¿Quién podía ser? ¿Y qué estaba haciendo quienquiera que fuese a aquella hora de la noche?
Elizabeth avanzó quedamente hacia las taquillas.
De repente encendió la linterna y Julian dio un brinco de sorpresa.
—¡Julian! ¿Qué haces aquí? Oh, ladronzuelo. ¡Ahora robas las galletas! ¡Creo que no cabe ninguna discusión! ¡Devuélvelas inmediatamente a su sitio!
—¡Chist!, ¡despertarás a todo el mundo, idiota!
Ni siquiera aparentó querer devolver las galletas a la taquilla, ya que deseaba llevárselas a la fiesta. Pero esto lo ignoraba Elizabeth. La joven estaba convencida de que Julian robaba las galletas en plena noche.
—Bien, esta vez te he atrapado —gritó—. ¡Te he cogido con las manos en la masa! ¡No puedes negarlo! ¡Dame esas galletas!
Julian se las arrebató. Y la puerta de la taquilla se cerró con un tremendo estrépito que resonó por todo el edificio.
—¡Idiota! —repitió Julian desesperado—. ¡Ahora se habrá despertado todo el mundo!