Elizabeth cae en desgracia
—Me han echado del aula, Rita —gimió la niña—, pero no fue culpa mía. Por favor, créeme.
—Que no vuelva a ocurrir, Elizabeth —la amonestó Rita—. Ahora eres una monitora y debes dar ejemplo a los demás. Estoy un poco enfadada por varias cosas que he oído de ti, y también con el primer grado.
Pasó adelante por el corredor y Elizabeth se la quedó mirando, preguntándose qué sabría Rita. De repente, se sintió muy triste y apesadumbrada. Había esperado con tanta ilusión este curso, pero ahora todo parecía naufragar.
El otro truco que imaginó Julian aún fue más extraordinario. Cuando se le ocurrió, sonrió entusiasmado. Penetró furtivamente en el laboratorio, donde los niños estudiaban ciencias, y mezcló varios productos químicos. Luego los convirtió en unas pequeñas bolitas que metió en una cajita. Después, antes de dar comienzo las clases de la tarde, penetró en el aula desierta, apartó el pupitre de Elizabeth y colocó una mesa en su lugar.
Puso una silla encima de la mesa y trepó hasta arriba. De este modo alcanzaba el techo. Acto seguido, pegó las bolitas húmedas al techo. A continuación las roció con un líquido que tenía un olor tremendamente raro.
Éste haría que las bolitas se hinchasen y reventaran gradualmente, soltando una gota de agua que caería inmediatamente.
—Es un buen truco —aprobó Julian, saltando de la silla, devolviéndola a su sitio y apartando la mesa. Luego, colocó el pupitre de Elizabeth en su lugar, situándolo exactamente debajo de las bolitas del techo. Las bolitas eran blancas como el techo, por lo que no se notaban.
Aquella tarde, Mademoiselle daba su lección de francés, Elizabeth y los demás habían estudiado los verbos franceses y algunas poesías. Mademoiselle tenía que tomarles la lección. Todos los alumnos pronunciaban los verbos en voz alta antes de la clase, para asegurarse de que los sabían. Mademoiselle hizo bastante ruido al pasar por el corredor y Elizabeth se apresuró a abrirle la puerta.
Mademoiselle estaba de buen humor, de lo cual los niños se alegraron. La señorita Ranger no se enfadaba si no había motivo para ello, pero Mademoiselle a veces se enojaba por nada. Bien, esta tarde parecía francamente contenta.
—Vaya, creo que pasaremos una tarde muy agradable —exclamó, mirando a su alrededor—. Vosotros sabréis todos los verbos sin la menor equivocación y luego recitaréis las poesías con hermosa entonación. Y yo quedaré gratamente complacida. ¡Allons, mes enfants!
Nadie replicó. Sería estupendo que ninguno de ellos se equivocase, pero esto era pedir demasiado. Siempre había alguien que trastornaba la clase de francés.
Julian había escogido aquella tarde para usar su privilegiado cerebro. Recitó los verbos sin el menor fallo. Se dirigió a mademoiselle con un francés impecable, de modo que la profesora sonrió expansivamente.
¡Ah, mi querido Julian! Siempre fingiendo que eres un lerdo, pero eres muy listo. Bien, veamos si te has aprendido tan bien las poesías. Empieza a recitar, Julian.
El niño comenzó a recitar los poemas con voz tranquila y modulación perfecta. Pero tan pronto como empezó, se produjo una interrupción por parte de Elizabeth.
La niña estaba sentada con la cabeza inclinada hacia la gramática francesa. Y de repente ¡le cayó una gota de agua en la cabeza! Elizabeth se quedó estupefacta.
Lanzó un grito y se frotó la cabeza. ¡La tenía húmeda!
—¿Qué pasa, Elizabeth? —preguntó Mademoiselle impaciente.
—Me ha caído una gota de agua en la cabeza —explicó la niña, intrigada. Miró al techo, pero allí no parecía haber nada.
—Eres tonta, Elizabeth —se quejó Mademoiselle—. No esperarás que me trague esta mesonge.
—¡Pues me ha caído una mesonge, digo una gota de agua en la cabeza! —insistió Elizabeth—. La he sentido.
Jenny y Robert empezaron a reír. Pensaban que su compañera deseaba ofrecerles una pequeña diversión. Mademoiselle golpeó fieramente la mesa.
—¡Silence! —ordenó—. Vamos, Julian, adelante con la poesía. Vuelve a empezar.
Julian volvió a empezar su recitado, sabiendo que no tardaría en caer otra gota sobre la cabeza de Elizabeth.
Tenía unas ganas frenéticas de reír. Además, la poesía se refería también a unas gotas de agua:
Quandje suis la, sur la route,
Lapluie descend goutte á goutte…
—¡Oh! —exclamó de repente Elizabeth. Acababan de caerle dos gotas sobre la cabeza—. ¡Oh, una goutte, digo una gota… dos gotas!
La niña no comprendía nada y se frotó de nuevo la cabeza.
—Elizabeth, has vuelto a interrumpir este magnífico poema —gritó Mademoiselle iracunda—. ¿Estás tratando de estropearle a Julian su recitado? Pues lo hace muy bien. ¿Qué te pasa ahora? ¿Qu’est-ce qu’il y a? Y no me digas que está lloviendo sólo sobre tu cabeza.
—Pues, sí, Mademoiselle, así es —afirmó Elizabeth, restregándose el cabello mojado.
Todos se echaron a reír. Mademoiselle comenzó a enfadarse de veras.
—Silence tout le monde —gritó—. No quiero tanto jaleo. Elizabeth, me sorprendes. Una monitora no debe conducirse de esta manera.
—Pero, Mademoiselle, realmente es muy extraño —se quejó la pobre Elizabeth y en aquel momento se desprendió del techo otra gota. La niña pegó un brinco y miró al techo. Sí, aquello era muy intrigante.
—Ah, miras al techo como si fuera el cielo, ¿eh? ¿Crees que llueve para ti sola? ¡Es una broma muy tonta, señorita! —los ojos de Mademoiselle comenzaban a chispear. Todos estaban atentos, dispuestos a pasarlo en grande. Cuando Mademoiselle perdía los estribos, era muy graciosa.
—¿No… no podría sentarme en otro sitio? —pidió Elizabeth, desesperada—. Algo me cae en la cabeza continuamente y no me gusta.
—Puedes ir a sentarte fuera de la clase —exclamó Mademoiselle, furiosa—. Es la broma más tonta que he visto en mi vida. Si sigues aquí, dentro de poco pedirás que te traigan un parapluie para abrirlo sobre tu cabeza.
Toda la clase estalló en una carcajada ante esta idea. Pero Mademoiselle no estaba de humor para bromas y golpeó con Fuerza su mesa.
—¡Silence! No estoy bromeando. Estoy muy enfadada. Elizabeth, sal de clase.
—Oh, no, por favor, Mademoiselle —suplicó la pobre Elizabeth—. Por favor, no me mande fuera de la clase. No volveré a interrumpir otra vez, aunque diluvie sobre mi cabeza. Pero es muy raro…
Le cayó otra gota sobre la cabeza, pero no dijo nada. No podía soportar que la enviasen fuera de la clase dos veces en el mismo día, ¡no, no podía! ¡Antes preferiría empaparse de agua o de lo que fuese!
—Pues pronuncia una sola palabra más y te echo fuera —la amenazó la profesora.
Elizabeth, agradecida, volvió a sentarse, diciéndose que no pegaría ningún brinco cuando le cayese otra gota.
Pero no hubo más. El cabello de Elizabeth no tardó en secarse. Mademoiselle la permitió permanecer en clase y la niña dijo sus verbos y recitó su poesía cuando le llegó el turno.
Al terminar, se vio rodeada por todos sus compañeros.
—Elizabeth, ¿cómo te has atrevido a hacer eso? Déjanos ver tu cabeza.
Pero ya tenía la cabeza seca y nadie la creyó cuando repitió una y otra vez que le habían caído encima varias gotas de agua. Todos pasaron sus manos por su cabello, pero no pudieron detectar el menor síntoma de humedad.
—¿Por qué no eres franca con nosotros y confiesas que ha sido una broma? —preguntó Harry—. No tienes por qué callar.
—Porque no fue una broma, sino una realidad —repitió Elizabeth, enojada.
Todos la dejaron. Pensaban que era una broma de Elizabeth y que estaba muy mal hecho el no querer reconocerlo.
—Sólo cuenta mentiras —comentó Arabella con Rosemary—. Es todo lo que sabe decir, ¡vaya monitora!
Algunos se mostraron de acuerdo con Arabella. Se habían divertido mucho con la broma, pero creían de buena fe que era algo que Elizabeth se había inventado y no les gustaba que ahora lo negase.
Mademoiselle le relató lo ocurrido a la señorita Ranger en la sala de profesores.
—No sé, pero Elizabeth no suele ser tan necia —añadió.
La señorita Ranger pareció intrigada.
—No lo entiendo. Últimamente no se comportaba de esta forma. En mi clase también ha actuado de manera muy estúpida, dejando caer los libros al suelo varias veces.
—Creí que sería una buena monitora —dijo Mademoiselle—. Oh, sí, me siento defraudada por Elizabeth.
Arabella hablaba contra Elizabeth siempre que podía y algunos compañeros la escuchaban. Oh, Arabella era muy hábil en esta clase de confidencias.
—Claro. A mí me gusta una broma como a la que más, y es divertido gastar alguna durante una lección aburrida. Pero, sinceramente, no creo que esto deba hacerlo una monitora. Bueno, quiero decir que cualquiera de nosotras podría gastar una broma en clase, pero no una monitora. Es de suponer que una monitora se comporte como es debido; de lo contrario, ¿por qué lo es?
—Hace dos cursos la llamaban la «Valiente Salvaje», ¿verdad? —se interesó Martin—. Bueno, debe de ser difícil dejar de serlo. Creo que fue una majadería nombrarla monitora. Verdaderamente, no puede serlo.
—Fijaos en esas mentiras que ha ido contando sobre Julian —agregó Arabella—. Una monitora debe ser la primera en callar y no en murmurar tontamente. Bien, siempre digo que no comprendo cómo la hicieron monitora.
—Tal vez no lo será mucho tiempo —observó Martin—. No sé por qué tenemos que soportar a una persona que se comporta como ella. ¿Cómo es posible que acudamos a pedirle consejo? ¡No debería ser monitora!
Pobre Elizabeth. Sabía que todos murmuraban contra ella y no podía hacer nada para impedirlo.