Julian emplea un truco
Sus compañeros no tardaron en darse cuenta de que Julian y Elizabeth ya no eran amigos. La niña parecía muy angustiada y desdichada, y Julian no le hacía el menor caso.
Arabella estaba muy contenta. Le gustaba Julian y le admiraba tremendamente, a pesar de su aspecto descuidado e indolente. Se enfadó mucho cuando el niño escogió como amiga a Elizabeth, ya que le habría gustado ser la elegida.
—¡Tiene un cerebro maravilloso! —le confió Arabella a Rosemary, quien, como carecía de él, admiraba sinceramente a los inteligentes—. Ese chico puede hacer lo que quiera. Creo que cuando sea mayor llegará a ser un magnífico inventor. ¡Sí, dará mucho que hablar!
—También lo creo yo —asintió Rosemary, de acuerdo como siempre con Arabella—. Oh, ¿por qué se habrán peleado Elizabeth y Julian? En todo el día no se han dirigido la palabra y, siempre que Julian mira hacia Elizabeth, lo hace con fiereza.
—Sí, también a mí me gustaría saber por qué se han peleado —confesó Arabella—. Creo que se lo preguntaré a Julian.
Tal vez quiera ser amigo nuestro ahora que se ha peleado con Elizabeth.
Y aquella tarde, Arabella se dirigió a Julian.
—Oye, Julian, siento que tú y Elizabeth hayáis reñido —dijo con su voz más dulce—. Estoy segura que es por culpa de Elizabeth. ¿Por qué ha sido la pelea?
—Lo siento, Arabella, pero es asunto mío —contestó Julian con sequedad.
—Ya podrías contármelo —insistió Arabella—. Yo estoy de tu parte, no de la de Elizabeth. Jamás me ha gustado esa niña.
—No hay tales partes —objetó Julian.
Arabella no pudo sonsacarle nada más a Julian. La chiquilla cada vez sentía más curiosidad. ¿De qué se trataría? Debía de ser algo grave o Elizabeth no estaría tan inquieta y preocupada.
—Me gustaría averiguarlo —le confió Arabella a Rosemary—. De veras, me gustaría muchísimo saber de qué se trata.
—¿A qué te refieres? —intervino Martin, apareciendo por detrás de las muchachas.
—A la riña entre Julian y Elizabeth. ¿Tienes tú alguna idea, Martin?
—Bueno, sé algo —tartamudeó Martin.
Arabella le contempló maravillada.
—Cuéntanoslo.
—Oh, se trata de un gran secreto —objetó Martin—. Bien, no tenéis que repetírselo a nadie. ¿Prometido?
—Naturalmente —asintió Arabella, que no pensaba guardar el secreto en absoluto—. Anda, habla. ¿Quién te lo dijo, Martin?
—Pues la misma Elizabeth —repuso el chiquillo.
—Entonces ya puedes decírnoslo —le apremió Arabella al momento—. Si Elizabeth te lo dijo, seguro que se lo ha dicho a otros.
Martin les contó el secreto: cómo Elizabeth había acusado a Julian de robarle el dinero y los caramelos, y cómo él lo había negado coléricamente.
A Arabella casi le saltaron los ojos de sus órbitas cuando oyó lo sucedido. Y Rosemary tampoco salía de su asombro.
—¡Oh, qué idiota es Elizabeth! —exclamó Arabella—. ¿Cómo ha podido creer tal cosa? Estoy segura de que, por muy tarambana que sea Julian, es muy honrado.
El secreto pronto dejó de serlo para los compañeros de clase. Todos se enteraron del motivo de la disputa entre Julian y Elizabeth. Hablaban entre ellos del dinero y los caramelos robados, de Julian y de Elizabeth.
—Opino que Julian debe saber que Elizabeth ha ido contándolo todo —le dijo Arabella a Rosemary—. Realmente, tiene que saberlo. No es justo.
—Pero ella no lo ha contado —se extrañó Rosemary, hecha un mar de dudas—. Fue Martin quien nos lo dijo.
—Bueno, Martin aseguró que Elizabeth se lo había contado y, si se lo dijo a él, probablemente se lo habrá dicho a otros —calculó Arabella—. Al fin y al cabo, todos lo saben ya, por lo que supongo que Elizabeth se lo habrá contado a bastantes compañeros.
Rosemary se mostró un poco inquieta. Sabía que Arabella lo había propalado por todas partes, añadiendo incluso bastantes detalles a la historia. Pero era demasiado tímida para discutir con su amiga. Por tanto, no dijo absolutamente nada.
Arabella, muy contenta, salió al encuentro de Julian al día siguiente.
—Julian, creo que Elizabeth se ha portado muy mal contigo propagando la mentira de que tú te dedicas a coger cosas, ya sabes, dinero y caramelos.
Julian la miró sin dar crédito a lo que oía.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, toda la clase está enterada de que tú y Elizabeth os peleasteis porque ella afirmó que tú le quitabas cosas a los demás, y tú lo negaste —explicó Arabella. Luego cogió a Julian por el brazo. El niño estaba pálido—. Oh, no te preocupes, Julian. ¡Todos sabemos cómo es Elizabeth! ¡Sólo Dios sabe por qué la nombraron monitora! Me pregunto quién va ir a pedirle ayuda ni consejo. No es de fiar en absoluto.
—Tienes razón —asintió Julian—, pero yo pensé que sí lo era. Ni por un momento me figuré que propagaría esta historia. ¡Una monitora! Es una estúpida. No sé por qué llegué a apreciarla.
—No, seguro que no lo sabes —aprobó Arabella encantada—. Fíjate, ella le ha hablado de ti a todo el mundo, mientras tú, ni siquiera has pronunciado una sola palabra sobre ella.
Naturalmente, Elizabeth no había contado nada, pero Julian lo ignoraba, por lo que pensaba que si todos estaban enterados de lo ocurrido, sólo podía deberse a la propia Elizabeth. Y esto le hirió amargamente.
—Me las pagará —le prometió a Arabella.
—Muy bien hecho —afirmó ésta—. Como te he dicho antes, Julian, yo estoy de tu parte, igual que Rosemary. Y espero que lo estarán todos.
Esta vez Julian no contestó que no había partes. Se sentía molesto y furioso, y lo único que deseaba era devolverle a Elizabeth todo el mal que le había hecho.
Y entonces comenzaron a sucederle a Elizabeth cosas muy curiosas. Julian empleó toda su inteligencia y habilidad para imaginar trucos que la pusiesen en evidencia, ¡y cuando Julian utilizaba su agudo cerebro, sucedían muchas cosas!
Julian se sentaba delante de Elizabeth en la clase. En una lección de historia, los niños debían tener varios libros sobre la mesa, dispuestos en una pila, a fin de poder consultar cualquiera de ellos en un momento dado.
Julian inventó un curioso dispositivo con un muelle. Lo retorció de una manera particular, de forma que tardara bastante rato en volver a su posición primitiva. Y luego lo deslizó bajo el montón de libros de Elizabeth.
Y empezó la lección. La señorita Ranger no estaba de buen humor porque tenía dolor de cabeza, de modo que todos los niños y niñas procuraban no hacer el menor ruido. Nadie dejaba caer con fuerza las tapas de los pupitres, ni tiraba nada al suelo.
Julian sonreía para sí mientras estudiaba dando la espalda a Elizabeth. Sabía que su muelle se estaba enderezando lentamente bajo el último libro de la pila. Era extremadamente resistente y cuando llegase a su forma primitiva, se enderezaría por completo y enviaría todo el montón de libros al suelo.
Y así sucedió transcurridos unos cinco minutos. El muelle dio un tirón y empujó los libros. Cayó el primero y los otros lo siguieron, formando un montón en el suelo.
La señorita Ranger dio un salto.
—¿De quién son los libros que han caído? —preguntó muy enojada—. Elizabeth, no seas tan descuidada. ¿Cómo ha ocurrido?
—No lo sé, señorita Ranger —repuso Elizabeth muy intrigada—. De veras, no lo sé.
Julian se agachó para recoger los libros, que habían caído detrás suyo, pero colocó otro muelle bajo el último libro y se metió en el bolsillo el primer muelle, que también había caído punto con los textos.
A los cinco minutos, el segundo muelle se enderezó. Era aún más fuerte que el primero y los libros cayeron al suelo con gran estrépito. ¡Cías, cías, cías, cías, cías!
La señorita Ranger pegó un brinco y la estilográfica que usaba en aquel momento trazó un borrón en el cuaderno que estaba corrigiendo.
—Elizabeth, ¿lo has hecho a propósito? —exclamó—. Si vuelve a ocurrir otra vez, te echaré de clase. No quiero que armes tanto alboroto.
Elizabeth estaba completamente intrigada.
—Lo siento mucho, señorita Ranger. Sinceramente, es como si los libros del pupitre saltasen por sí solos.
—No seas niña, Elizabeth —la recriminó la señorita Ranger—. Esto es lo que diría una niña de la clase de párvulos.
Julian volvió a recoger los libros, sonriendo. Elizabeth le dirigió una furiosa mirada. No tenía idea de que el niño le estuviera gastando una treta, pero no le gustó su sonrisa. Por tercera vez Julian colocó un muelle bajo los libros.
Y de nuevo los libros cayeron al suelo, provocando otro gran revuelo en la clase. Esta vez, la profesora perdió los estribos.
—¡Sal de la clase! —le ordenó a Elizabeth—. Una vez pudo ser un accidente, dos también, ¡pero tres! Estoy avergonzada de ti. Eres una monitora y deberías saber cómo comportarte.
Con las mejillas escarlata, Elizabeth salió de la clase. Durante el primer curso ella había intentado ser expulsada, pero ahora lo consideraba una gran desgracia. No le gustaba en absoluto. Se quedó junto a la puerta, llorando de rabia y vergüenza.
—No fue culpa mía —sollozaba—. Mis libros se tuvieron que caer solos. No los toqué en absoluto.
¡Y entonces sucedió lo peor! Pasó por allí Rita, la niña juez. Miró a Elizabeth muy sorprendida, deteniéndose al ver aquellas mejillas tan coloradas y manchadas por las lágrimas.
—¿Qué haces aquí, Elizabeth? —le preguntó.