10

Una riña terrible

Cuanto más pensaba Elizabeth en el dinero y los caramelos robados, más enfadada se sentía contra Julian. Tenía que ser él el ladrón, ¿pero cómo podía cometer tales atrocidades?

«Siempre dice que vive como quiere, de modo que debe de encontrar natural quitarles cosas a los demás si las desea», pensaba la niña. «Es malo. Sí, es listo, hábil y gracioso, pero es malo. Tendré que hablar con él».

Apenas pudo aguardar a que terminaran las clases de la larde. No prestó la menor atención a las lecciones y la señorita Ranger la miró fijamente dos o tres veces. Elizabeth no pareció escuchar las preguntas, sino que se limitaba a contemplar el techo con una expresión colérica en su semblante.

—Elizabeth, supongo que no te has olvidado de que estás en clase, ¿verdad? —le soltó al fin la profesora—. En esta última media hora no has contestado a ninguna pregunta.

—Lo… lo siento, señorita Ranger —se excusó Elizabeth precipitadamente—. Estaba… estaba pensando en otra cosa.

—Pues bien, ¿quieres regresar a clase de una vez?

Elizabeth se vio, entonces, obligada a apartar de su pensamiento a Julian y sus problemas, y concentrarse en María Estuardo, reina de Escocia. Pero su cerebro no hacía más que dar vueltas en torno a Julian.

Elizabeth miraba al chico que estaba sentado delante de ella. Estaba escribiendo, con el mechón de pelos sobre la frente. De cuando en cuando se lo apartaba con impaciencia. La niña no sabía por qué no se lo cortaba más corto. Pero esto no le preocupaba a él. Una vez volvió la cabeza y sonrió a Elizabeth con sus ojos verdes como los de un duende.

Elizabeth no le devolvió la sonrisa. Inclinó la cabeza sobre su libro y el niño pareció sorprendido. Elizabeth solía obsequiarle siempre con sus sonrisas.

La clase continuó hasta las cuatro para todos salvo para Elizabeth, que tuvo que quedarse a copiar varias frases y a ayudar a la señorita Ranger. La niña estaba enfadada pero no realmente sorprendida, porque sabía que no había hecho nada en toda la tarde. Por tanto no se entristeció y pensó de nuevo en Julian. Tenía que hablar con él a solas.

Cuando terminó sus deberes era la hora del té. Salió entonces, pero estaba tan alicaída que no comió apenas y los demás se mofaron de ella.

—Debe de tener el sarampión o algo por el estilo —dijo Harry—. Jamás he visto que Elizabeth le hiciese ascos a la comida. Algo le pasa.

—No seas tonto —contestó la niña muy seria.

Harry pareció intrigado.

—¿Qué te pasa? ¿Te encuentras bien?

Elizabeth inclinó la cabeza.

—Sí, estoy bien.

Ella sí estaba bien, pero algo andaba mal. No quería discutir con Julián, pero sabía que no descansaría hasta que hablase con él.

Fue al encuentro del chico después del té.

—Julian, tengo que hablar contigo, en secreto. Es muy importante.

—¿No puede esperar? Quiero terminar lo que estoy haciendo.

—No, no puede esperar —presionó Elizabeth—. Es muy, muy importante.

—Está bien —se conformó Julian—. Veamos de qué se trata.

—Salgamos al jardín —le propuso la monitora—. Quiero hablar contigo donde nadie pueda escucharnos.

—Bueno, podemos ir hacia los establos. Allí no hay nadie. Estas muy misteriosa, Elizabeth.

Anduvieron juntos hasta los establos. Era cierto: allí no había nadie en absoluto.

—Bien, ¿de qué se trata? —preguntó Julian—. Deprisa, porque debo continuar mi tarea. Estoy arreglando una azada para John.

—Julian, ¿por qué cogiste el dinero y el chocolate y mis caramelos? —le preguntó Elizabeth muy condolida.

—¿Qué dinero y qué caramelos? —se asombró el niño.

—¡Oh, no finjas que no lo sabes! —gritó Elizabeth, perdiendo la calma—. Tú cogiste mi chelín y también el dinero de la pobre Rosemary. Yo misma vi cómo te caía del bolsillo uno de mis caramelos esta tarde cuando sacaste el pañuelo para sonarte.

—Elizabeth, ¿cómo te atreves a acusarme de tales cosas? —se indignó Julian, que se puso muy rojo mientras sus ojos verdes chispeaban.

—¡Me atrevo porque soy una monitora y estoy enterada de todas tus… tus travesuras! —replicó Elizabeth con voz baja y colérica—. Te llamas amigo mío y… y…

—¡Esto sí que es bueno! ¡Tú te llamas amiga mía y tienes el valor de acusarme! —exclamó Julian en voz alta, perdiendo también la calma—. Porque eres monitora crees que tienes derecho a acusar a inocentes de unas inmundas travesuras, No puedes ser amiga de nadie. Y ya no lo eres mía a partir de ahora.

Hizo acción de echar a andar, pero Elizabeth corrió tras él, centelleantes los ojos. Le atrapó por la manga de la chaqueta y el niño trató de desasirse.

—¡Tienes que escucharme, Julian! —casi le gritó Elizabeth—. ¡Tienes que escucharme! ¿O quieres que todo esto salga a relucir en la próxima Junta?

—Si te atreves a contárselo a alguien más, te lo haré pagar de una forma que no te gustará —la amenazó Julian, apretando los dientes—. Todas las chicas sois iguales, falsas y faltas de sinceridad, y vais pregonando cosas que no son ciertas. Y sin creer a los demás cuando dicen la verdad.

—¡Oh, Julian! No quiero hablar de esto en la Junta —afirmó Elizabeth—, no quiero, no quiero. Por esto, te ruego que te sinceres conmigo, para que pueda ayudarte y ponerlo todo en claro. Siempre dices que tú vives como quieres, por lo que supuse que no te importaba coger lo que se antoja… y…

—Elizabeth, yo hago lo que quiero, pero hay muchas cosas que no me gustan y jamás las hago —replicó Julian, brillándole los ojos y juntando sus cejas negras—. No me gusta robar, no hago nada de eso. Y ahora te dejo. Ya eres mi peor enemiga, no mi mejor amiga. Jamás, jamás me gustarás otra vez, ni podré apreciarte.

—No soy tu peor enemiga sino que quiero ayudarte —gimió Elizabeth—. Te aseguro que vi mi marca en tu chelín. Y vi como caía mi caramelo de tu bolsillo. Soy una monitora y…

—¿Y te crees con derecho a acusarme? Pensaste que yo confesaría haber cometido una acción que no he llevado a cabo, y que lloraría un poco sobre tu hombro y te prometería transformarme en un buen chico —se burló Julian con mucho sarcasmo—. Pues bien, estabas equivocada, mi querida Elizabeth. ¡Lo que no comprendo es por qué te nombraron monitora!

Dicho esto, se marchó. Elizabeth se hallaba sumamente acongojada pero le llamó de nuevo. Le asió de la manga y Julian se volvió rabiosamente, se desprendió de Elizabeth, y luego la cogió por los hombros, sacudiéndola con tanta fuerza que a la niña le rechinaron los dientes.

—¡Si fueses un chico, te enseñaría lo que realmente pienso de ti! —gruñó el niño en voz baja.

De repente, soltó a Elizabeth y se alejó, con las manos hundidas en los bolsillos, el pelo alborotado y la boca convertida en una línea recta.

Elizabeth se sentía muy débil. Se apoyó contra la pared del establo y trató de recobrar el aliento. Quería pensar con claridad pero no podía. ¡Qué desgracia tan grande le había ocurrido!

Unos pasos que se acercaban la sobresaltaron. Martin Follett salió del establo, muy pálido y como asustado.

—Oh, Elizabeth, lo he oído todo. No he querido interrumpiros. Oh, lo siento mucho por ti. Julian no tenía derecho a tratarte como lo ha hecho cuando lo que tú deseabas era ayudarle.

Elizabeth agradeció las amistosas palabras de Martin, que lamentó haber oído la disputa.

—Martin, no le repitas a nadie una sola palabra de lo que has oído —le ordenó, manteniéndose de nuevo erguida y echando hacia atrás sus rizos—. Es un asunto privado y secreto. ¿Lo prometes?

—Naturalmente —asintió Martin—, pero permite que te ayude un poco, Elizabeth. Te daré unos cuantos caramelos míos y también un chelín, a cambio del que perdiste. Esto lo solucionará todo, ¿no es cierto? Luego ya no tendrás que discutir más con Julian ni molestarle para nada, ¿eh? Ni necesitarás sacar a relucir el asunto en la Junta.

—Oh, Martin, eres muy amable —exclamó Elizabeth, sintiéndose muy cansada de repente—, pero no comprendes el caso. No es mi chelín ni los caramelos, tonto. Es el hecho de que los haya cogido Julian. ¡No es posible ocultar esto, no es posible! Que tú me regales un chelín y unos cuantos caramelos no impedirá que Julian siga apoderándose de lo que no es suyo. Creí que lo habías comprendido.

—Bueno, dale una oportunidad —pidió Martin—. No le denuncies ante la Junta. Dale una oportunidad.

—Veremos, tengo que meditar mucho. Oh, quisiera no ser monitora. ¡Ojalá pudiera pedirle consejo y ayuda a una monitora! Creo que no me sirve de nada serlo. Ni siquiera puedo decidir qué debo hacer.

Martin la cogió del brazo.

—Ven, charlaremos con John en el jardín —la invitó—. Te sentará bien.

—Eres muy bueno conmigo, Martin —le agradeció Elizabeth—, pero no estoy de humor para hablar con John. No quiero hablar con nadie. Sólo quiero pensar. Por favor, Martin, déjame ahora. Y prométeme que no se lo contarás a nadie, ¿eh? Es un delicado asunto entre Julian y yo, de nadie más.

—Claro, te lo prometo —accedió Martin, mirando fijamente a la niña—. Puedes confiar en mí. Elizabeth. Te dejo, pero siempre que quieras puedes consultarme.

Tras estas palabras, se marchó, dejando a Elizabeth maravillada por su carácter.

«Estoy segura de que no se lo contará a nadie» pensó. «Sería espantoso que se enterasen los demás. Bien, no sé qué hacer. Julian ahora me odia. ¡Si al menos todo se solucionase!»

Pero las cosas no se solucionaron, sino que empeoraron. Julian no era muchacho que olvidase y perdonase fácilmente. Con toda seguridad, no pensaba facilitarle las cosas a Elizabeth. Ella había sido su mejor amiga, pero ahora era su peor enemiga. ¡Cuidado, Elizabeth!