9

Elizabeth se lleva una sorpresa

Una cosa era marcar una moneda para poder reconocerla más adelante, y otra hacer un plan para encontrarla si alguien se la guardaba. Elizabeth reflexionó una y cien veces cómo conseguirlo.

Aquel día, después del té, aún llovía, por lo que los niños se reunieron todos en la sala común. Era una estancia muy grata, con amplios ventanales, una chimenea muy grande, un tocadiscos, un aparato de radio y taquillas para que los niños guardasen allí sus cosas. Era la habitación que más gustaba a los alumnos, que se sentían en ella como en su casa.

Aquella tarde hubo mucho alboroto. La radio estaba encendida, lo mismo que el tocadiscos, de modo que un par que deseaban leer gruñeron quejándose y fueron a apagar la radio y el tocadiscos. Pero alguien los puso inmediatamente en marcha, resultando una verdadera pérdida de tiempo apagarlos de nuevo.

—Bueno, juguemos a algo —propuso alguien—. Tenemos un juego de carreras de caballos. Juguemos todos. Hay doce caballos.

—De acuerdo —aceptaron todos, viendo cómo Ruth sacaba la caja. El juego casi abarcaba toda la mesa. Hubo una pequeña discusión al elegir los caballos y empezó la partida.

Era divertido jugar todos a la vez, y excitante mover los caballitos sobre el tablero.

—¡Vaya! —se quejó Harry—. ¡He caído dentro de una zanja! Debo retroceder seis casillas. Una, dos, tres, cuatro, cinco y seis.

Jugaron hasta el final. Belinda ganó y la obsequiaron con una pastilla de chocolate. Luego Kathleen sacó un juego suyo, Era un juego de trompos. Todos tenían como unas caperuzas de colores distintos, que giraban vertiginosamente. Resultaba muy divertido y, cuando giraban, producían un ligero zumbido.

Al ver girar los trompos, Elizabeth tuvo una idea y dio un golpe sobre la mesa.

—Veamos si sabemos hacer girar las monedas. A ver quién es el mejor.

Los niños se llevaron las manos a los bolsillos y sacaron el dinero. Algunos tenían peniques, medios peniques, seis peniques y uno o dos chelines.

Julian había sido el más diestro en hacer girar los trompos, ya que sabía hacerlos saltar por encima de la mesa de una manera maravillosa. Y también se mostró sumamente hábil con las monedas.

—¡Fijaos cómo salta mi penique! —gritaba, haciéndolo girar repetidamente sobre la pulida mesa. La moneda brincaba y giraba de una manera especial. Nadie más podía imitar aquel truco.

—Fijaos cómo hago girar un chelín encima de un vaso —añadió luego—. Hace un ruidito peculiar. Traed un vaso.

Colocaron un vaso invertido sobre la mesa. Todos contemplaban a Julian. Los ojos del niño resplandecían de placer al saberse el centro de la admiración general. Hizo girar el chelín sobre el vaso invertido y, efectivamente, produjo un ruido muy especial.

—Es como si entonara una canción —dijo Ruth—. Déjame probar, Julian.

El chelín cayó del vaso y Ruth lo cogió. Realizó varios ensayos para hacerlo girar, pero cada vez saltaba fuera del vaso y en una ocasión rodó por la mesa hasta llegar delante de Elizabeth. La niña se apresuró a recogerlo.

Era brillante, era nuevo. Elizabeth lo miró, pensando que era muy gracioso que hubiera dos chelines nuevos en la primera clase. Entonces divisó algo que le hizo dar un vuelco a su corazón.

¡El chelín tenía la crucecita que ella había hecho con tinta china! Lo estudió estupefacta. Era su chelín, su propio chelín, el que había enseñado a todo el mundo, el que había marcado antes de dejar en su pupitre.

—Vamos, Elizabeth, devuelve el chelín —se impacientó Ruth—. Por la forma en que lo contemplas cualquiera diría que no has visto ninguno.

Elizabeth le arrojó el chelín a la muchacha. Le temblaba la mano. ¡Julian! Julian tenía su chelín. Pero Julian era su amigo. No podía tener su chelín. ¡Y sin embargo, lo tenía! Se lo había sacado del bolsillo. Ella misma lo había visto. La niña miró con desdicha a Julian, que estaba observando los ensayos de Ruth con sus ojos muy hundidos y un mechón sobre la frente, como de costumbre.

Rosemary se había fijado en la expresión de la monitora. La había visto estudiando el chelín. Y comprendía que debía tratarse de la moneda marcada. Rosemary también miró sorprendida a Julian.

Elizabeth decidió no decirle nada al niño en aquel momento, pero apenas pudo aguardar la ocasión de hablar con él. Aguardó toda la tarde, acechando el momento propicio. Mientras tanto, meditó una y otra vez sobre aquel triste asunto.

«Claro, ya sé que Julian vive como quiere y lo pregona», pensaba Elizabeth. «No le importa nada ni nadie. Pero al fin y al cabo, es mi amigo y podría importarle mi persona. De habérmelo pedido, yo le hubiera regalado el chelín. ¿Cómo ha podido obrar tan mal?»

Entonces se le ocurrió otra idea.

«No debo juzgarle hasta oír sus explicaciones. Tal vez alguien se lo haya dejado, o puede haber tenido que dar un cambio. Debo tener cuidado con lo que diga. Sí, debo andar con tiento esta vez».

Poco antes de la hora de acostarse tuvo oportunidad de hablar a solas con Julian. El niño entró en la biblioteca a buscar un libro y Elizabeth le encontró en el pasillo.

—Julian, ¿de dónde sacaste ese chelín tan nuevo y reluciente?

—De la Junta, la semana pasada —repuso Julian al momento—. ¿Por qué?

—¿Estás seguro? —insistió Elizabeth—. Oh, Julian, ¿estás seguro, completamente seguro?

—Claro que lo estoy, boba. ¿De dónde crees que lo saqué, si no? —exclamó Julian, intrigado—. ¿Por qué estás tan alterada? ¿Qué pasa con mi chelín?

Elizabeth estaba a punto de contestar que se trataba de su chelín, pero se calló. No, no debía decírselo, o Julian se daría cuenta de que le acusaba de habérselo robado a ella. Y Julian era su amigo. No podía acusarle de algo tan vergonzoso. Debía reflexionar más.

—No pasa nada —contestó al fin, pensando que a Julian debía de ocurrirle algo espantoso.

—Bien, entonces no me mires así —se impacientó Julian—. Es mi chelín, ya te lo dije, me lo dieron en la Junta, eso es todo.

Y se marchó con expresión intrigada y enojada. Elizabeth se lo quedó mirando. Estaba totalmente confusa. De todos los chicos de la clase, jamás se le habría ocurrido pensar que Julian fuera el ladrón.

Entró en el aula de música y empezó a tocar en el piano una pieza muy melancólica. Richard, que pasaba por allí, se asomó sorprendido.

—Vaya, Elizabeth, ¿por qué tocas esto? ¡Cualquiera diría que has perdido un chelín y has encontrado seis peniques!

Este refrán inglés era verdad en aquel momento, por lo que Elizabeth se vio obligada a reír a carcajadas.

—Bueno, he perdido un chelín, pero no he encontrado los seis peniques.

—Oh, Elizabeth, supongo que no te pondrás tan triste por haber perdido un chelín, ¿verdad? Jamás te había oído tocar de una manera tan sentimental y lastimera. Vamos, anímate.

—Oye, Richard, no soy tan tonta como para ponerme triste por un miserable chelín —explicó Elizabeth—. Es… es que hay algo más.

—Cuéntame —le instó Richard—. No se lo diré a nadie, ya lo sabes.

Lo cual era cierto. Elizabeth miró a Richard y pensó que tal vez podría ayudarle.

—Supongamos que tuvieses un amigo y supongamos también que él hiciese algo sumamente espantoso. Y que te lo hiciese a ti además. ¿Qué harías tú? —le preguntó la niña.

Richard se echó a reír.

—Si de veras fuese amigo mío, no lo creería. Pensaría que se trata de un error.

—Oh, Richard, creo que has acertado —exclamó Elizabeth—. ¡Yo no quiero creerlo!

De nuevo volvió a tocar el piano, pero ahora una tonada más alegre. Richard sonrió y dejó sola a Elizabeth. Ya estaba acostumbrado a sus problemas. ¡Elizabeth siempre andaba metida en líos o dificultades!

—Richard tiene razón —pronunció Elizabeth en voz alta—. No debo creerlo. Julian tiene ese chelín por casualidad. Tendré que empezar de nuevo a discurrir la manera de atrapar al verdadero ladrón.

De modo que continuó mostrándose con Julian como siempre, aunque Rosemary, que estaba enterada de lo ocurrido, se extrañó mucho. Y hasta fue a hablarle a Elizabeth.

—No pudo ser Julian —la interrumpió la monitora—. Tiene que ser otro. Este chelín se lo dieron de la hucha. Me lo contó cuando se lo pregunté. En todo esto tiene que haber un error.

Al día siguiente, Rosemary fue de nuevo al encuentro de Elizabeth.

—Oye —dijo—, ¿qué dirías que ha sucedido? ¡Arabella también ha perdido dinero! ¿No será que el ladrón ha vuelto a aduar?

—¡Oh, cielo santo! —exclamó Elizabeth—. Esperaba que no ocurriera nada más. ¿Cuánto ha perdido Arabella?

—Seis peniques. Los tenía en el bolsillo de su impermeable y, cuando fue a buscarlos, habían desaparecido. Además, Belinda dejó un poco de chocolate en su pupitre y tampoco lo ha encontrado. ¿No es espantoso?

—Oh, sí lo es —convino Elizabeth—. ¡Muy espantoso! Bien, estoy completamente determinada a descubrir quién es el ladrón. Le denunciaré delante de la Junta.

Lo siguiente que desapareció fueron unos caramelos de Elizabeth. Fue a buscarlos, ¡y ya no estaban!

—¡Canastos! —gritó la niña, sorprendida y encoleriza da—. Esto cada vez se pone peor. Me gustaría saber quién me ha quitado los caramelos.

Pronto lo supo. Por la tarde, en clase, Julian contrajo la cara como si fuese a estornudar. Rápidamente sacó un pañuelo del bolsillo y algo cayó al suelo. Un caramelo.

«¡Uno de mis caramelos! —exclamó Elizabeth para sí—. ¡El muy bestia! Me ha robado los caramelos. Entonces, también debió de quitarme el chelín. ¡Y se llama amigo mío!