Elizabeth tiende una trampa
La vida escolar continuó alegremente durante el trimestre de Pascua. Hubo juegos, partidos perdidos o ganados. Muchos niños a los que gustaba cabalgar, lo hacían cada mañana untes de desayunar. Robert siempre cabalgaba con Elizabeth, y la niña charlaba gozosamente con él durante el paseo.
—¿Te gusta ser monitora, Elizabeth? —le preguntó Robert una mañana, no mucho después de la segunda Junta.
—Bueno —reflexionó Elizabeth—, es divertido, Robert. Cuando me nombraron monitora, me sentí sumamente orgullosa, y aún me siento igual, pero también me parece estar un poco distanciada de los otros y esto no me gusta. Además, Julian sigue diciendo que soy muy fastidiosa con mis sermones, ¡y tú sabes que no es verdad!
—No, eso es lo único que no eres realmente —sonrió Robert—. Bien, yo jamás he sido monitor ni nada parecido, Elizabeth, pero a menudo he oído decir a mi tío que estar situado por encima de los demás no siempre es agradable, al menos hasta que te acostumbras a ello y te aseguras en tu nueva posición.
—No me gustó que no me contasen lo de esa chica, Arabella —asintió Elizabeth—. Me sentí marginada. El curso pasado yo estaba metida en todos los casos y me enteraba de todo. Alguien hubiera debido contármelo.
—Bueno, ya lo harán la próxima vez, supongo —la calmó Robert.
Elizabeth se ocupaba del jardín del colegio con John Terry con la misma voluntad de siempre. Las campanillas que habían plantado crecían por centenares, luciendo maravillosas al comienzo de la primavera. Primero salieron las amarillas y se abrieron al brillo del sol. Después, las púrpuras y finalmente las blancas.
La carretilla de Julian fue un gran éxito. Tenía un aspecto raro, pero era fuerte y estaba bien construida. A los pequeños les encantaba utilizarla.
—Gracias, Julian —le dijo John—. Nos has ahorrado mucho dinero. Cuando necesite algo, te lo pediré a ti.
Aquel trimestre había mucho trabajo en el jardín, como siempre en primavera. Hubo que cavar mucho y plantar más. Los niños, bajo la dirección de John, labraron surcos y plantaron muchos guisantes y judías.
—Oh, ¿debemos plantar tantos cientos de miles, John? —gruñó el pequeño Peter, incorporándose para enderezar su espalda.
—Bien, a todos nos gustan —explicó John—, y resulta muy grato plantar lo que le gusta a la gente.
Los niños podían tener animalitos domésticos, aunque no estaban permitidos los perros ni los gatos, porque éstos no podían estar en jaulas. El niño que poseía un animalito tenía que cuidarse muy bien de él. Si no lo hacía así, se lo quitaban, cosa que raras veces ocurría porque a los niños les encantaban sus conejillos de Indias, los ratones, las ardillas, las palomas y demás, y se enorgullecían de tenerlos muy limpios y atendidos.
Arabella no le causó ningún quebradero de cabeza a Elizabeth en las dos semanas siguientes, aunque no le dirigía la palabra ni se rozaba con ella más de lo preciso. Arabella y Rosemary siempre estaban juntas, algunas veces con Martin Follett. Julian tenía amistad con todo el mundo o, mejor dicho, todo el mundo tenía amistad con él, ya que al niño no parecía importarle resultar simpático o no, pero todos los chicos y las chicas le consideraban muy interesante y listo.
Su verdadera amiga era Elizabeth y ambos reían y conversaban mucho. Él dejó de decirle que era una monitora cargante, y Elizabeth, lentamente, se acostumbró a la idea de estar por encima de los demás. En realidad, a veces se olvidaba de ello.
Lo recordó cuando Rosemary fue a su encuentro, muy demudada.
—Elizabeth, ¿puedo pedirte una cosa? —empezó con su timidez habitual.
—Claro que sí —accedió Elizabeth, recordando al momento que era monitora y debía ayudar y actuar con prudencia.
—Bien, me falta dinero —le notificó Rosemary un poco angustiada.
—¿Que te falta dinero? —replicó Elizabeth—. ¿Qué quieres decir? ¿Que lo has perdido?
—Bueno, al principio sí creí que lo perdía. Pensé que habría un agujero en mi bolsillo, pero no es así. La semana pasada perdí dos peniques. Y ayer seis. ¡Y ya sabes lo poco que se puede hacer con dos chelines! Pues bien, hoy ha desaparecido un penique de mi mesa.
Elizabeth estaba estupefacta. Contemplaba a Rosemary sin apenas dar crédito a sus oídos.
—¡Pero, Rosemary —exclamó al fin—, no pensarás que alguien te quita el dinero!
—Pues sí —asintió la niña—. No me gusta pensarlo, Elizabeth, pero es así. Ahora sólo me quedan tres peniques, que tienen que durarme hasta la próxima Junta, y necesito comprar sellos.
—Esto es terrible —concedió Elizabeth—. Es… es un robo, Rosemary. ¿Estás completamente segura de lo que dices?
—Sí —afirmó Rosemary—. ¿Debo presentar una queja en la Junta?
—No —rechazó Elizabeth—. Yo lo descubriré todo. Luego, lo denunciaremos en la Junta y añadiremos que ya está todo aclarado.
—De acuerdo —asintió Rosemary, que no deseaba levantarse en la Junta para exponer su caso, ya que la pobre era muy tímida—. ¿Cómo lo descubrirás?
—Tenderemos una trampa —decidió Elizabeth—. Ya lo pensaré y te lo comunicaré, Rosemary. Pero no le digas nada a nadie.
—Bueno, se lo diré a Martin Follett —contestó Rosemary—. Tuve que hacerlo porque ayer estaba buscando afanosamente los seis peniques y estaba muy triste por haberlos perdido, cuando él entró y se portó muy amablemente. Me ayudó a buscar la moneda durante un buen rato y me ofreció dos peniques suyos, de modo que me vi obligada a contarle lo que me estaba pasando con el dinero. Pero no se lo he explicado a nadie más.
—Muy bien. Entonces, cállatelo —le recomendó Elizabeth—. No hay que poner a nadie en guardia. Martin fue muy simpático al ofrecerte sus dos peniques.
—Muy generoso —corroboró Rosemary—. Y le compró a John Terry un paquete de unas judías enanas para el jardín. Dijo que no le gustaba mucho la jardinería, pero que de este modo contribuiría a su florecimiento.
«Me pregunto…, me pregunto quién puede ser tan malvado para coger el dinero de alguien», se dijo Elizabeth en cuanto se marchó Rosemary. «¡Qué cosa tan horrible! Bien, es un problema y debo solucionarlo. Yo soy monitora y tengo que intentar descubrir al autor o a la autora».
Se sentó para meditar profundamente. Debía descubrir al ladrón. Luego, podría ocuparse de él… o de ella, demostrando lo perspicaz y buena que era como monitora. «Pero ¿cómo atrapar al culpable?»
«Ya sé que haré», decidió al fin. «Le enseñaré a todo el mundo el chelín nuevo que me dieron en la última Junta y lo dejaré en mi pupitre, pero antes le haré una marca para poder reconocerlo más tarde, y vigilaré para ver si desaparece».
Al día siguiente, cuando los niños y niñas estaban jugando en el gimnasio a la hora del recreo porque estaba lloviendo, Elizabeth sacó su chelín de reciente acuñación y fue enseñándoselo a todo el mundo.
—Fijaos. Lo han acuñado hace sólo unas semanas, ¿verdad que brilla mucho?
Ruth también tenía un penique nuevo, tan brillante como si fuese de oro, y Robert una moneda de tres peniques, también muy reluciente.
—No me lo puedo guardar en el bolsillo porque tengo un agujero —explicó Elizabeth—. Lo dejaré en mi pupitre, debajo del tintero. Allí estará bien seguro.
Pero antes de esconderlo, lo marcó con una crucecita diminuta hecha con tinta china. Luego, colocó la moneda bajo el tintero, delante de todo el mundo, poco antes de que entrase en clase la señorita Ranger.
Después miró a Rosemary. La niña inclinó la cabeza para indicarle que sabía por qué había enseñado su chelín nuevo y lo dejaba luego en el lugar indicado de su pupitre a la vista de todos.
«Ahora veremos», pensó Elizabeth, mirando a su alrededor y preguntándose por enésima vez quién sería el ladrón.
Al terminar las lecciones de la mañana, todos los alumnos salieron de clase para ir a jugar un poco al jardín. Y después fueron a lavarse antes de comer.
Elizabeth corrió a la clase para averiguar si su chelín ya había desaparecido. Abrió el pupitre. No, el chelín aún estaba allí. Se sintió satisfecha. Quizá Rosemary estuviera equivocada.
Todavía seguía en el mismo sitio cuando comenzaron las clases de la tarde. Rosemary miró a Elizabeth y ésta inclinó la cabeza, comunicándole que la moneda aún estaba en el pupitre. ¿Y si el ladrón no la cogía? Elizabeth tendría que idear otra trampa.
Después del té, el chelín seguía en el mismo lugar. Rosemary se aproximó a Elizabeth.
—No dejes más allí tu chelín. No quiero que te lo quiten. Tal vez no vuelvas a verlo nunca más. Sería espantoso que perdieras un chelín.
—Lo dejaré hasta mañana —decidió Elizabeth—, y ya veremos.
Por la mañana, antes de entrar en clase, la niña penetró furtivamente en el aula. Abrió el pupitre y fue palpando en busca del chelín. Ya no estaba allí. Abrió por completo el pupitre y lo comprobó.
El chelín había desaparecido. Aunque lo había esperado, Elizabeth se sintió de repente profundamente trastornada. De modo que había un ladrón en la clase, un malvado, un terrible ladrón. ¿Quién era? Bien, aguardaría hasta ver el chelín marcado… ¡y entonces lo sabría!