La Junta se ocupa de Arabella
—Por tanto —finalizó Jenny—, la misma Arabella se lo ha buscado todo. No cumplió con el reglamento y nosotros lo sabíamos. Por eso no nos gusta y nos burlamos de ella. Nada más.
—¡Oh, chismosa! —se sulfuró Arabella—. ¡Yo no he quebrantado ningún reglamento!
—Calla, Arabella —la amonestó William—. ¿Quién es la monitora de Arabella? Oh, tú, Elizabeth Allen. ¿Quieres decirnos si, en tu opinión, Arabella ha obedecido las reglas?
—Elizabeth no sabe lo que nosotros sabemos —se adelantó Jenny—. Nosotros conocemos cuál ha sido la regla que ha quebrantado Arabella, pero Elizabeth lo ignora.
La monitora pareció muy turbada. ¿Cómo era posible que no lo supiese? Entonces se dirigió a William.
—No sé de qué habla Jenny. Y debería saberlo por ser la monitora de Arabella, ya que es mi obligación saber todo lo que ocurre en clase, pero no lo sé, ésta es la verdad.
—Gracias —repuso William gravemente. Luego se volvió hacia Jenny—. ¿Qué quejas tenéis vosotros de Arabella, Jenny? —preguntó contemplando el rostro encarnado de Arabella.
La niña estaba horrorizada ahora. ¿Qué iba a decir Jenny? Ella había querido presentar una queja, pero jamás había supuesto que los demás pudieran presentar otra contra ella.
Y, naturalmente, todo se ventiló de una vez.
—Arabella no puso todo su dinero en la hucha la semana pasada. Lo sabemos porque compró en el pueblo un libro de tres chelines y seis peniques y una caja de caramelos caros —explicó Jenny—. Ocultó algunos de ellos en su estuche de música para que no nos enterásemos. Y contó muchos embustes. Por tanto, William, Arabella no nos gusta y se lo demostramos. Creímos que se sentiría avergonzada de sí misma al verse objeto de nuestras burlas, y que la próxima vez se mostraría más honrada y se desprendería de todo su dinero.
—Entiendo —dijo William—. Siéntate, Jenny.
Ahora todos contemplaban a Arabella. La niña no supo qué decir. ¡Cómo deseaba no haber formulado ninguna queja! ¡Por mucho que sufriese! Porque lo que ahora le ocurría era simplemente espantoso.
—Arabella —intervino Rita—, ¿qué dices a esto? ¿Es verdad?
Arabella no se movió ni contestó. Por su mejilla comenzó a resbalar una lágrima. Sentía mucha pena de sí misma. ¿Por qué la había enviado su mamá a este colegio tan horrible donde se celebraban asambleas cada semana y donde no era posible ocultar ninguna falta?
—Arabella, por favor, ponte en pie —le rogó Rita—. ¿Es verdad esto?
Las rodillas de Arabella temblaban, pero se levantó.
—Sí —confesó en voz baja—. Parte de ello es verdad, pero no todo. Yo… yo no entendí que debía poner todo mi dinero en la hucha. Y lo puse casi todo. Quería preguntarle a mi monitora, Elizabeth, un montón de cosas, pero como tampoco me aprecia, yo… yo…
Elizabeth se encolerizó. Ahora Arabella estaba tratando de cargarle todas las culpas. Miró a la niña frunciendo las cejas y sintió aún más animadversión hacia ella.
—Esto es una tontería —replicó Rita con viveza—. Elizabeth te lo contaría todo, tanto si te aprecia como si no. Escucha, Arabella: te has comportado muy tontamente y sólo tú tienes la culpa de lo que acusas a los demás, del mal trato que te dan. Tendrás que corregirte.
La niña juez se volvió hacia William y le habló en voz baja unos momentos. El juez asintió. Rita volvió a hacer uso de la palabra. Todo el colegio escuchó con interés.
—A veces es difícil que los recién llegados entiendan todos nuestros reglamentos —dijo Rita con voz clara—. Pero cuando llevan aquí algún tiempo, todos los chicos y todas las chicas están de acuerdo en que nuestras reglas son excelentes. Al fin y al cabo, las dictamos nosotros para nosotros mismos, por lo que seríamos unos necios si las hiciésemos malas. Además, no tenemos muchas. Pero las que tenemos, hay que respetarlas.
—Entiendo —asintió Arabella que todavía seguía en pie—. Y lamento haber incumplido una, Rita. Si todos me hubiesen dicho que había faltado a una regla, me hubiesen reñido y me hubiesen dado una oportunidad de meter todo mi dinero en la hucha la próxima vez, yo lo habría hecho. Pero no se comportaron así. Se mostraron horribles y yo no sabía el porqué.
—Irás con tu monitora cuando termine la sesión y le entregarás todo tu dinero, hasta el último penique. Y ella lo meterá en la hucha. Esta semana sólo se te entregarán seis peniques para sellos, ya que la semana pasada gastaste mucho dinero extra.
Arabella se sentó con las mejillas inflamadas. ¡Darle todo su dinero a Elizabeth! ¡Oh, qué humillación!
Rita todavía no había terminado con el asunto. Se dirigió a los de primer grado con severidad.
—No es necesario que os toméis la justicia por vuestra mano y forcéis los castigos. Después de todo, los monitores y monitoras están aquí para aconsejar. Además, celebramos una asamblea cada semana para enderezar todo lo que va mal. Los de primer grado no sabéis lo bastante para tratar un asunto de esta clase. Hubieseis tenido que consultar con Elizabeth.
La primera clase comenzó a sentirse incómoda.
—En realidad, todos habéis hecho una montaña de un grano de arena —añadió William—. Arabella es nueva y no comprende la importancia de nuestras reglas. Ahora que la conoce, sé que las cumplirá.
Hubo un poco más de reproches y disculpas, y la sesión se dio por terminada. Los niños comenzaron a desfilar y Elizabeth se acercó a Jenny.
—¿Por qué no me contaste lo de Arabella? Estuvo muy mal. Ahí, en el estrado, me he sentido como una idiota, oyendo todo lo ocurrido y yo sin saber nada.
—Sí, debimos contártelo —aceptó Jenny—, y lo siento. Pero sabíamos que Arabella estuvo en tu casa y pensamos que tal vez te resultaría un poco engorroso si eras amiga suya.
—Pues no somos amigas —replicó Elizabeth, gritando—. No la soporto. Me estropeó las dos últimas semanas de vacaciones.
—¡Chist, idiota! —Kathleen le dio un codazo—. Ahí viene Arabella y seguramente ha oído lo que has dicho.
—¡Arabella! —vociferó Elizabeth—. Será mejor que vayas a buscar tu dinero y me lo entregues ahora mismo —esperaba que la otra no hubiese escuchado sus imprudentes palabras—. Tienes que hacerlo ahora, cuando tenemos la hucha fuera.
Arabella estaba pálida. No contestó y se dirigió a su dormitorio. Acto seguido sacó el dinero de los diversos sitios donde lo había escondido.
Luego volvió a bajar y fue al encuentro de Elizabeth. Ésta, sintiéndose un poco cohibida, tendió la mano. Arabella le aplastó todo el dinero en la palma de la mano, obligando a Elizabeth a chillar de dolor. Parte de las monedas cayeron al suelo.
—¡Aquí tienes, estúpida! —gritó Arabella, furiosa y sollozando—. Supongo que has disfrutado viéndome acusada ante la Junta. Bien, tampoco tú quedaste muy bien que digamos. ¡Eras la única que no sabía nada! Y siento haber estropeado tus vacaciones, pero también tú me estropeaste las mías. ¡Odio tu casa y todo lo de allí, y a ti más que a nadie del mundo!
Elizabeth estaba estupefacta y enfadada. Miró a Arabella y le habló airadamente:
—Recoge el dinero que has dejado caer. Domínate y no le hables así a tu monitora. Aunque no nos apreciemos, debemos comportarnos como dos personas educadas.
—¡No comprendo por qué te nombraron monitora! —se burló Arabella con desdén—. ¡Si no eres más que una mal educada! ¡Te odio!
Arabella corrió hacia la puerta y salió dando un portazo.
Elizabeth se quedó sola recogiendo el dinero y metiéndolo en la hucha. Estaba asombrada ante la furia de Arabella, y también angustiada.
—Qué difícil me resultará ser monitora de la primera clase si empiezan a suceder estas cosas —gimió, metiendo el dinero por una ranura de la hucha.
Cuando Arabella pasaba por el corredor se encontró con Rita. La niña juez observó su cara manchada por las lágrimas y la detuvo amablemente.
—Arabella, al principio todos cometemos errores, de modo que no debes tomártelo tan a pecho. Y pídele siempre consejo y ayuda a tu monitora. Elizabeth es una chica muy juiciosa y muy justa. Estoy segura de que siempre podrá ayudarte.
En aquel momento no era eso lo que Arabella quería oír. Le encantó que Rita le hubiese dirigido aquellas palabras amables, pero no quería escuchar alabanzas de Elizabeth. En cuanto a pedirle consejo, ¡jamás, jamás lo haría!
Rita continuó su camino; bastante inquieta por Arabella, pues sabía que ésta no sentía realmente haber cometido aquella equivocación. Si una persona lo siente de veras, todo va bien, pues procurará enmendarse. Pero cuando no lo siente y sólo se enfurece al ser descubierta, las cosas pueden ir de mal en peor.
Elizabeth fue al encuentro de Julian.
—Debiste explicarme lo de Arabella —le amonestó—. Es evidente que debiste hacerlo. ¿Por qué callaste?
—No me gusta complicarme la vida —replicó el niño—. Ni me importa que pusiera o no su dinero en la hucha, ni que se burlasen o no de ella. Yo quiero hacer lo que me gusta y no me meto en los asuntos de los demás. Vive y deja vivir, es mi lema.
—Pero, Julian —exclamó Elizabeth—, debes comprender que no siempre podemos hacer lo que nos gusta, viviendo tantos niños y niñas juntos. Nosotros…
—No empieces con tus consejos de monitora —le cortó Julian—. Esto es lo único que no me gusta de ti, Elizabeth: que seas monitora. Tú piensas que eso te da derecho a sermonearme y a convertirme en un buen muchacho, y a que todo marche según tus ideas.
Elizabeth contempló a Julian asombrada y apenada.
—¡Oh, Julian, qué malo eres! Estoy muy orgullosa de ser monitora. Eres un mal chico al afirmar que es lo único que no te gusta de mí. Si precisamente es de lo que estoy más satisfecha.
—Ojalá te hubiera conocido cuando eras la niña más revoltosa del colegio. Estoy seguro de que entonces me habrías gustado más.
—No lo creas —objetó Elizabeth enfadada—. Entonces era una tonta. Además, ahora soy igual que entonces, pero más sensata y mejor. Y soy monitora.
—Ya estamos otra vez —se quejó Julián con un profundo suspiro—. No puedes olvidar ni por un instante que eres uno de esos grandes, maravillosos y magníficos seres: ¡una monitora!
Dio media vuelta y Elizabeth se quedó mirándole furiosa. ¡Qué estúpido era tener un amigo al que le disgustaba lo que ella más la enorgullecía! Realmente, Julian resultaba muy fastidioso a veces.