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Arabella se mete en un lío

Con el paso de los días, los nuevos alumnos se acomodaron a las normas del colegio. Julian emprendió la construcción de la carretilla como un verdadero profesional. Exploró los diversos cobertizos y encontró una rueda que antes había pertenecido a un triciclo. También halló diversos trozos de madera y otros materiales, que llevó a la carpintería.

Los niños le oían silbar mientras trabajaba. Después, escucharon el crujido de una carretilla rodando arriba y abajo.

—¡Vaya! ¿Ya la has terminado? —exclamó Harry, sorprendido—. ¡Qué maravilla!

Pero no era cierto. Julian sólo estaba haciendo una de sus imitaciones. Sus ojos chispearon cuando vio a los niños atisbando por la puerta. Le gustaban las bromas.

Los chicos y las chicas le rodeaban, expresándole su admiración.

—¡Julian, será una carretilla maravillosa! ¡Oh, qué listo eres!

—No, no lo soy —reía Julian—. Fui el último de la clase esta semana, ¿no lo sabíais?

—Bueno, pues, sea como sea, la carretilla estará muy bien —afirmó Belinda—. Tan buena como una de veras.

A Julian no le hacían mella ni las alabanzas ni las burlas. No se había ofrecido a construir la carretilla porque sintiera que los pequeños no tuvieran una. Lo había dicho simplemente porque sabía que podía hacerlo y disfrutaría trabajando.

Todo el mundo apreciaba a Julian por esas cosas, a pesar de su actitud indolente. Pero nadie quería a Arabella. No hizo amistad más que con la débil y tímida Rosemary. Ésta pensaba que su amiga, con su aspecto pomposo y engreído, era una princesa. La seguía por todas partes, escuchaba ansiosamente cuanto decía y asentía a todo.

—Creo que es un colegio estúpido —había comentado muchas veces Arabella a Rosemary—. Fíjate en esas reglas tan necias. Son muy tontas porque están hechas por los alumnos, que son sólo unos chiquillos.

Hasta entonces, Rosemary había creído que la razón de que las reglas fuesen tan buenas era que habían sido decididas por los propios alumnos. Pero ahora se mostró de acuerdo con Arabella.

—Sí, son unas reglas muy tontas.

—Especialmente ésta de meter el dinero de todos los alumnos en la hucha —añadió Arabella.

Esto no le había preocupado mucho a Rosemary, que sólo disponía de dos chelines y seis peniques para meter. Sus padres no gozaban de una posición muy desahogada y nunca le daban mucho dinero. Sin embargo, se mostró completamente de acuerdo con Arabella.

—Sí, es una regla idiota. Especialmente para las chicas como tú, Arabella, que tenéis tanto dinero. Es una vergüenza. Vi cómo metías en la hucha el billete de diez chelines y otros dos sueltos.

Arabella contempló a Rosemary y se preguntó si podía confiar en ella, ya que la niña rica tenía un secreto. ¡No había entregado todo su dinero! Se había guardado un billete de una libra, de modo que con los dos chelines que le habían entregado poseía veintidós chelines. ¡Y esto no pensaba dárselo a nadie por nada del mundo! Tenía el dinero escondido en su caja de pañuelos, debidamente doblados, formando un montoncito.

«No —decidió—. Todavía no se lo diré a Rosemary. No la conozco muy bien y, aunque sea amiga mía, a veces es un poco tontita. Guardaré mi secreto».

Y no se lo contó a nadie. Pero ella y Rosemary fueron juntas al pueblo a comprar sellos y un pasador de pelo para Rosemary.

¡Y Arabella no pudo privarse de gastar un poco de su fortuna!

—Tú ve a correos y compra los sellos. Yo iré a la pastelería a comprar caramelos —le ordenó a Rosemary. No quería que su amiguita viese cómo compraba caramelos caros, que le iban a costar tres o cuatro chelines.

De modo que, mientras Rosemary adquiría un sello de dos peniques y medio, Arabella entró en la pastelería y compró una libra de caramelos de menta, que eran los que más le gustaban.

Vio también un frasco de jalea y lo compró. ¡Qué rica! Después, al ver que Rosemary aún no regresaba, entró en la tienda siguiente y se compró un libro.

Las dos amigas dieron un paseo por el pueblo y al final regresaron al colegio.

—¿Sabes? —le confió Rosemary a Arabella mientras la cogía del brazo—, hay otras reglas tontas en Whyteleafe: no se permite a nadie bajar sola al pueblo, a menos que sea un monitor o esté en cursos superiores.

—Algo completamente tonto —concedió Arabella.

Arabella abrió la cajita de caramelos.

—¿Quieres uno? —ofreció a su compañera.

—¡Ooooh… Arabella… qué caramelos más estupendos! —se entusiasmó la niña, abriendo mucho los ojos—. ¡Vaya, al menos te habrán costado tus dos chelines!

Pasaron por la verja del colegio, masticando y chupando los caramelos. Realmente, eran deliciosos. Arabella miró la cajita y se la metió en el bolsillo de su abrigo. No quería que las demás chicas viesen los dulces, por si adivinaban que se había gastado más de dos chelines en ellos.

Luego fue a quitarse el abrigo y el gorrito. Jenny se estaba poniendo los suyos y cuando vio que Arabella dejaba en el banco el libro recién comprado, lo hojeó.

—Caramba, siempre he deseado leer este libro. ¿Puedes prestármelo, Arabella?

—Bueno, todavía no lo he leído —repuso la aludida—. Lo he comprado esta tarde.

Jenny miró el precio de la solapa y silbó.

—Vale tres chelines y seis peniques. ¿Cómo has podido comprarlo con sólo dos chelines?

—Lo conseguí muy barato —explicó Arabella tras una leve pausa. Pero al decirlo se sonrojó y la perspicaz Jenny se dio cuenta.

No dijo nada, pero se marchó del cuarto reflexionando profundamente.

«¡La muy bribona! ¡No puso todo su dinero en la hucha!»

Rosemary fastidió mucho aquella noche a Arabella porque desveló la compra de los caramelos de menta. No fue tal su intención, ¡pero lo dijo!

Los niños estaban hablando precisamente de la pastelería, donde se gastaban el dinero cada semana y que a todos gustaba.

—Creo que aquellos dulces calientes son una ganga —opinó Jenny.

—Oh, no, yo prefiero aquellos chicles que duran mucho más —replicó Belinda.

—No si los masticas —terció Harry—. Para mí, lo mejor de todo son los caramelos de fresa, que si los chupas como es debido sin masticarlos, duran tanto y son mejores que todos los dulces y todos los chicles.

—Hagamos un concurso y lo comprobaremos —propuso John.

—Yo no sirvo para esas pruebas —se quejó Jenny—, siempre lo mastico todo, y los caramelos, por ejemplo, sólo me duran en la garganta unos segundos.

—Yo creo que la mayor ganga de todas son los caramelos de menta —proclamó Rosemary con su tímida vocecita.

Todos se echaron a reír desdeñosamente.

—¡Tonta! —la increpó Julian—. Sólo te dan cinco por seis peniques. Son los más caros de todos.

—No es verdad —replicó Rosemary—, de veras que no. Arabella, enséñales todos los que has comprado hoy en la tienda.

Esto era lo último que Arabella deseaba y frunció el ceño mirando a Rosemary.

—No seas tonta. Sólo compré unos cuantos. Son muy caros.

Rosemary se quedó asombrada. ¿No le había ofrecido uno a ella de una caja entera? Abrió la boca para soltarlo, pero vislumbró a tiempo la mirada de advertencia de Arabella y se calló.

Los demás habían seguido el diálogo con mucho interés. Estaban completamente seguros de que Arabella se había gastado mucho dinero en los caramelos. Además, Jenny se acordó del libro. Entonces contempló sagazmente a Arabella.

Pero ésta la miró unos instantes con su aire sereno, más bien altanero.

«Eres una falsa, una trapacera, a pesar de tus aires de gran dama —pensó Jenny—. Estoy segura de que has escondido los caramelos para que nadie se entere de que te has gastado mucho dinero en ellos. Pero yo los encontraré, sólo para comprobar que tengo razón».

Arabella no tardó en levantarse y dejar a los otros. Pero volvió muy pronto con un pequeño cucurucho de papel en el que había seis o siete caramelos de menta.

—Son todos los que he comprado —dijo ligeramente—. Temo que no haya bastantes para todos, pero podemos partirlos por la mitad.

Nadie quiso ninguno. En Whyteleafe existía la regla, aunque no escrita, de que si no te gustaba una persona no podías aceptar nada de ella. Por tanto, excepto Rosemary, todos se negaron a aceptar un caramelo. Ni medio. Rosemary sí cogió uno. Estaba aturdida. Sabía que había visto una caja entera de caramelos. ¿Cómo podía estar tan confundida?

Jenny sonrió para sí. Arabella debía de creer que todos eran unos estúpidos si pensaba que podía engañarlos a todos y hacerles creer que había comprado tan pocos caramelos, ¡cuando la pequeña Rosemary ya había revelado el secreto! Deseaba averiguar dónde estaba el resto de los caramelos de menta.

De pronto, creyó adivinarlo. Arabella estudiaba música y tenía un gran estuche musical que Jenny la había visto coger por la tarde, aunque no tenía lección ni práctica alguna. ¿Por qué lo cogió, entonces?

«Porque quería poner allí sus caramelos», pensó Jenny.

Acto seguido, se dirigió a la sala de música, donde todos guardaban sus estuches. Abrió el de Arabella y escrutó su interior. Sí, los caramelos estaban allí, donde Arabella los había pasado de la cajita apresuradamente.

Richard entró en la sala mientras la niña examinaba el estuche.

—Mira, Richard —exclamó Jenny con tono disgustado—. Arabella se guardó algún dinero y ha comprado caramelos y un libro, y luego nos ha soltado una serie de embustes.

—Entonces, presenta una queja a la Junta —aconsejó Richard, mientras cogía su estuche y volvía a salir de la sala.

Jenny se quedó pensativa unos instantes.

«¿No creerían en la Junta que era un chisme suyo?», se preguntó.

Sería mejor consultar con los demás antes de hacer nada. Pero no se lo contaría a Elizabeth, al menos de momento, ya que Arabella había vivido en su casa durante las vacaciones, y la nueva monitora se hallaría en un aprieto si se enteraba de la trampa de Arabella.

Por tanto, Jenny se lo contó todo a los demás en ausencia de Elizabeth, Rosemary y la propia Arabella.

—Estoy seguro de que sería una queja muy conveniente —declaró Harry—. Claro que resulta vergonzoso tener que pronunciar su nombre en la Junta tan pronto, apenas empezado el curso, siendo aún una novata. No, antes demostrémosle a Arabella lo que pensamos de su treta. Y estoy seguro de que en la próxima Junta meterá todo su dinero en la hucha.

¡Y la pobre Arabella pasó por unos días muy penosos! Por primera vez en su vida supo lo que era convivir con unos chicos y unas chicas a los que no gustaba en absoluto, ¡y que se lo demostraban palpablemente!