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La asamblea del colegio

Arabella y los demás alumnos nuevos esperaban con gran ansiedad la primera reunión de la Junta. En ninguna otra escuela habían encontrado una especie de Parlamento escolar como aquél, regentado por los mismos alumnos. Todos se preguntaban cómo sería.

—Parece una buena idea —opinaba Martin.

—Creo lo mismo —añadió Rosemary, con su tímida vocecita. Siempre estaba de acuerdo con todo, fuese lo que fuese.

—Una idea estúpida, estoy segura —rezongó Arabella.

Tenía el prurito de tirar por los suelos todo lo de Whyteleafe en cuanto tenía ocasión, porque deseaba con todas sus fuerzas ir a la escuela a la que asistían sus amigas, y rebajaba de categoría a Whyteleafe con sus ínfulas.

Julian, inesperadamente, se mostró de acuerdo con Arabella, aunque normalmente no se llevaba bien con ella debido a los aires de grandeza que se daba la muchacha.

—Creo que no me molestaré mucho en la Junta escolar —afirmó—. No me importa lo que digan o hagan. Para mí no significa nada en absoluto. Mientras me dejen hacer lo que quiera, estoy dispuesto a decir que los demás hagan lo que se les antoje. Vive y deja vivir.

—Oh, Julian, lo dices pero no lo sientes —le reprochó Kathleen—. No te gustaría que alguien rompiese alguna de las cosas que haces o que contase chismes sobre ti. ¡Te subirías por las paredes!

A Julian no le gustaba que le contradijesen. Echó hacia atrás su larga melena y frunció la nariz tal como hacía siempre que estaba enfadado. Estaba construyendo un barquito de un pedazo de madera. Verlo surgir de sus manos era algo mágico.

—Que digan de mí lo que quieran —insistió—. No me importa. No me importa nada de nada, mientras yo pueda hacer lo que me plazca.

—Eres un chico muy gracioso —terció Jenny—. En clase o eres terriblemente estúpido o extraordinariamente inteligente.

—¿Por qué? ¿Qué ha hecho para demostrar ser tan inteligente? —quiso saber Joan, que estaba escuchando. Se hallaba en el curso superior, por lo que ignoraba lo que pasaba en el de Julian.

—Teníamos aritmética mental —le explicó Jenny—. Y normalmente, en matemáticas, Julian se equivoca en todo. Bien, no sé por qué motivo, creo que porque no quiere progresar. Pero esta vez contestó a todas las preguntas de manera brillante, casi antes de que se las hiciese la señorita Ranger.

—Sí, y la señorita Ranger se quedó pasmada —intervino Belinda—. Cada vez fue preguntándole cosas más difíciles, cosas que todos habríamos tenido que meditar al menos un minuto antes de contestar, pero Julian las respondió instantáneamente. Oh, fue muy divertido.

—Pero la señorita Ranger se puso furiosa con él en la clase siguiente —continuó Kathleen—, porque Julian parecía estar dormido y no contestó bien a ninguna pregunta.

Julian sonrió. Realmente, era un chico extraordinario. Los demás tenían que quererle a su pesar. Era tan increíble. Todos le suplicaban una y otra vez que hiciera ruidos extraños en la clase de la señorita Ranger, pero él no quería.

—Los está esperando, lo sé —se disculpó Julian—. No es divertido si la gente ya sabe que soy yo quien hace las imitaciones. En cambio, sí resulta gracioso cuando la gente cree sinceramente que en el aula hay una gatita, o cualquier otro animal, como le ocurrió aquel día a Mademoiselle. Esperad. No tardaré en ofreceros una buena diversión, pero tengo que encontrar a la persona apropiada para gastarle una de mis triquiñuelas.

Elizabeth esperaba con ansia la primera Junta. Deseaba verse sentada en el estrado con los otros monitores, delante de lodo el colegio. No se envanecía de ser monitora, pero sí estaba orgullosa de ello.

«Realmente, es un honor —pensaba—. Significa que todo el colegio confía en mí y cree que valgo bastante. Oh, espero que este curso transcurra bien, sin líos ni enredos».

Niños y niñas desfilaron hacia el gran salón para la primera Junta. Luego entraron los doce monitores, muy graves. Ocuparon sus asientos como un jurado muy pensativo, delante de los demás niños. Arabella miró a Elizabeth con disgusto. ¡Qué raro que aquella muchacha desaplicada, tan mal educada, fuese monitora!

Después, aparecieron Rita y William, los jueces de la Junta. Cuando entraron, todos los asistentes se pusieron en pie.

Al fondo estaban sentadas las dos directoras, señorita Belle y señorita Best, con el señor Johns, uno de los profesores. Las asambleas siempre resultaban interesantes, pero a menos que los jueces se lo pidiesen, los profesores jamás intervenían. Se trataba del Parlamento de los muchachos, donde dictaban sus propias leyes, sus propias reglas, y donde castigaban o premiaban al alumno que lo merecía.

En la primera Junta apenas había de qué hablar. Ordenaron que cada alumno depositara su dinero en la enorme hucha escolar.

Elizabeth contempló con interés a Arabella cuando pasó la ronda con la hucha. ¿Se negaría Arabella, tal como había dicho, a entregar su dinero?

Arabella estaba sentada como si tuviera un pedazo de mantequilla sin fundir en su boca. Cuando la hucha llegó a ella, metió un billete de diez chelines y dos chelines sueltos. No miró a Elizabeth.

Por ser principio de curso, la mayoría de alumnos tenían mucho dinero para poner en la hucha. Los padres, los tíos y las tías les habían regalado chelines, medias coronas y hasta libras para su estancia en el colegio, por lo que la hucha sonaba muy alegremente cuando Elizabeth se la devolvió a Rita y William.

—Gracias —dijo éste.

Todos los niños hablaban a la vez, por lo que el juez golpeó la mesa con su pequeño martillo. Al momento se restableció el silencio, salvo un curioso murmullo, como cuando algo se fríe en una sartén. Parecía proceder de un lugar próximo a Jenny, Julian y Kathleen.

William levantó la vista asombrado. Volvió a golpear con el martillo, pero el ruido continuó, más fuerte aún.

Elizabeth comprendió al instante que se trataba de una de las imitaciones de Julian. Le miró. Estaba sentado en su sitio, ton sus ojos verdes mirando por encima de las demás cabezas, con la boca y la garganta sin hacer el menor movimiento.

¿Cómo podía emitir esos ruidos?

Elizabeth sintió un repentino acceso de risa, mas lo dominó rápidamente.

«No debo reír estando aquí sentada como monitora —pensó. Oh, Dios mío, deseo que Julian se calle. Hace el mismo ruido que una sartén con aceite hirviendo, pero más fuerte».

En aquel momento dos o tres alumnos estaban ya riéndose. William volvió a golpear pesadamente con el martillo. Elizabeth no sabía si debía delatar a Julian y suspender la sesión.

«Pero no puedo. Es amigo mío. Y no puedo meterle en un lio aunque yo sea monitora», pensó.

Trató de atraer la atención de Julian, éste, súbitamente, la miró. Entonces Elizabeth frunció el ceño.

Julian dejó oír unos cuantos ruiditos más y calló. William no había descubierto de dónde procedía aquel murmullo y estaba mirando a todos los presentes.

—Tal vez sería divertido suspender una vez la Junta escolar —advirtió—, pero no lo sería la segunda vez. Bien, continuemos con el reparto del dinero.

Cada alumno se levantó para coger los dos chelines que le correspondían y que los monitores iban sacando de la hucha y entregando. William tenía mucho cambio, que metió en la hucha y se quedó con algunos billetes.

Cuando cada niño tuvo en su poder los dos chelines que podía gastar, William volvió a hacer uso de la palabra.

—Los nuevos alumnos ya deben saber que, con estos dos chelines, tienen que comprar los sellos, los caramelos, las cintas para el pelo, los papeles para cartas y todo lo que necesiten. Si les hace falta algún dinero extra, pueden pedirlo. ¿Necesita alguien más dinero esta semana?

John Terry se levantó. Estaba encargado del jardín y era un trabajador concienzudo y eficiente. Junto con otros niños que le ayudaban, conseguía proporcionar al colegio buenas verduras y bellas flores. Todos los alumnos estaban orgullosos de John.

—William, necesitamos una carretilla pequeña —explicó—. Este curso hay dos o tres niños muy pequeños que me ayudan en mi trabajo y la carretilla vieja es demasiado pesada para ellos.

—Bien, ¿cuánto cuesta una carretilla pequeña? —preguntó William—. En este momento hay mucho dinero en la hucha, pero no podemos gastar demasiado.

John Terry tenía una lista de precios, que leyó en voz alta.

—Son muy caras —se quejó William—. Te aconsejo que esperes a ver si tus nuevos ayudantes son lo bastante competentes, John. Ya sabes lo que sucede a veces: empiezan muy bien y luego se cansan. Sería una pena gastar el dinero en una carretilla nueva que después no sirviera para nada.

John pareció desanimado.

—Bien, sea como tú dices, William. Pero creo que esos chicos son competentes. Peter lo es, seguro. El curso pasado trabajó duro y ahora yo no sabría pasar sin él. Y los dos niños que nos ayudan son amigos suyos.

El pequeño Peter resplandeció de placer al escuchar las palabras de John. Sus dos pequeños amiguitos también decidieron al momento que trabajarían con ahínco en el jardín y que lograrían que John se sintiese tan orgulloso de ellos como de Peter.

—¿Tiene alguien algo que oponer a la compra de una carretilla nueva? —preguntó Rita.

Nadie habló, hasta que de pronto Julian abrió la boca, dejando oír su profunda voz.

—Sí. Los chiquillos merecen tener una carretilla nueva, pero seré yo quien se la construya. Puedo hacerlo con facilidad.

Julian no se había levantado para hablar. Y continuó sentado con su postura indolente de costumbre.

—Levántate cuando hables —le ordenó Rita.

Julian la miró como si no estuviera dispuesto a obedecer, pero al final se puso en pie y repitió su ofrecimiento.

—Haré una carretilla pequeña. Si puedo buscar en los cobertizos, hallaré rápidamente lo que necesito. Y no es necesario gastar dinero.

Todos se sintieron interesados. Elizabeth exclamó ansiosamente:

—Deja que la haga Julian, William. ¡Es muy listo para esas cosas! ¡Sabe hacerlo todo!

—Muy bien. Gracias por tu ofrecimiento, Julian —accedió William—. Pon manos a la obra tan pronto como puedas. Y ahora, ¿hay algo más de qué tratar?

No había nada más. William levantó la sesión y los alumnos fueron saliendo.

—¡Bravo, Julian! —le alabó Elizabeth, cogiéndole del brazo—. ¡Apuesto a que construirás la mejor carretilla del mundo!