Cuatro alumnos nuevos
Uno de los momentos más excitantes de un nuevo curso es cuando uno se pregunta: ¿Hay nuevos alumnos? ¿Cómo son? ¿En qué clase están?
Todos los antiguos buscaban afanosamente a los novatos o novatas. Por supuesto, Arabella lo era. Y había tres más: dos chicos y una chica.
Elizabeth, como monitora, tenía el deber de que los nuevos se encontrasen como en su casa. Y tan pronto como llegaron a Whyteleafe procuró que todo fuese perfecto.
—Kathleen, muéstrale a Arabella su dormitorio y enséñale el reglamento. Yo iré con los otros tres. Robert, ¿quieres echarnos también una mano? Tú puedes ocuparte de los dos novatos.
—De acuerdo —sonrió Robert.
Durante las vacaciones, había crecido y ya era muy alto y fornido. Le gustaba haber vuelto al colegio, ya que en Whyteleafe se hallaban los caballos que tanto amaba. Esperaba que le permitiesen encargarse de algunos, como había hecho durante el curso anterior.
Elizabeth se volvió hacia los recién llegados. Arabella, un poco asustada, ya se había marchado con Kathleen. Los otros tres novatos estaban juntos. Uno de los jovencitos emitía unos ruidos raros, como el cloqueo de una gallina.
—Sí, sí, exactamente como si pusiese un huevo —exclamó Elizabeth—. ¿Es que vas a poner un huevo?
El muchacho sonrió.
—Puedo imitar a casi todos los animales —explicó—. Me llamo Julian Holland. ¿Y tú?
—Elizabeth Allen —la joven contempló al chico nuevo con interés. Era la persona más desaseada que había visto. Llevaba el cabello negro muy largo, con un mechón rebelde y salvaje que le caía sobre la frente, y tenía los ojos de un verde profundo, tan brillantes como los de un gato.
«Parece muy listo —pensó Elizabeth—. Seguro que será el primero de la clase si le ponen con la señorita Ranger».
El muchacho imitó ahora a un pavo real. El señor Lewis, el profesor de música, que pasaba por allí, levantó la vista mirando a su alrededor sobresaltado. Julian, al momento, imitó el sonido de un violín al ser afinado, lo que hizo que el señor Lewis corriese hacia el aula de música, convencido de que alguien se hallaba en ella con un violín.
Elizabeth lanzó una formidable carcajada.
—¡Oh, qué listo eres! Ojalá te pongan en mi clase.
El otro muchacho, Martin, era muy distinto. Iba limpio, muy arreglado y con las ropas inmaculadas. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y sus ojos eran de un tono azul celeste. Estaban bastante juntos, pero poseían una expresión plácida e inocente. A Elizabeth le gustó mucho el chico.
—Yo me llamo Martin Follett —se presentó con voz recia y agradable.
—Y yo soy Rosemary Wing —añadió la muchacha nueva, un tanto avergonzada.
Tenía una carita muy linda, con una boca que reía constantemente, y no miraba nunca a nadie directamente a la cara. Elizabeth juzgó que debía de ser muy tímida. Bien, pronto lo superaría.
—Robert, llévate a Julian y Martin al dormitorio de los chicos —ordenó—. Y yo me llevaré a Rosemary al suyo. No los abandones hasta que conozcan el camino y enséñales el comedor y otras dependencias de uso habitual.
—Bien, monitora —sonrió Robert.
Elizabeth se quedó muy hueca. Era estupendo ser monitora.
—Oh, ¿eres monitora? —preguntó Rosemary trotando detrás de Elizabeth—. Eso es algo muy especial, ¿verdad?
—Un poco —asintió Elizabeth—. Yo soy tu monitora, Rosemary. Por tanto, si alguna vez te hallas en dificultades o en apuros, tienes que confiar en mí y yo trataré de ayudarte.
—Creía que todos nuestros problemas y dificultades los exponíamos en las asambleas semanales —indicó Rosemary. Había oído hablar de ello en el tren.
—Oh, sí. Pero antes es preferible que me lo cuentes todo a mí, antes de exponerlo ante la Junta en las asambleas, porque en las asambleas semanales solamente nos permiten presentar auténticos problemas y conflictos, no tonterías. Y tú tal vez no conozcas la diferencia entre una necedad y un problema verdadero.
—Entiendo —asintió Rosemary—. Sí, es una buena idea y la seguiré.
«Es una buena niña», pensó Elizabeth, mientras le enseñaba a la nueva alumna dónde guardar sus cosas, recomendándole que dejase bien a mano el cepillo y la pasta de dientes, el cepillo del pelo, el peine y el pijama.
—A propósito, Rosemary, sólo se nos permite tener seis objetos personales sobre la mesita de noche, ni uno más. Puedes escoger lo que más necesites.
Era divertido dar reglas como ésta. Elizabeth recordaba cómo Nora, su monitora de hacía dos años, le había explicado las reglas y cómo ella las había desobedecido, poniendo once objetos sobre la mesita. ¿Cómo podía haber sido tan tonta? ¿Cómo se había atrevido a hacerlo?
—Sí, Elizabeth —asintió Rosemary obediente, contando las cosas que sacaba de su bolsa.
En el dormitorio contiguo, Kathleen estaba pasando ciertos apuros con Arabella, que parecía burlarse de todos los reglamentos que le enseñaban.
—Bueno, no son muchos —replicó Kathleen—. Al fin y al cabo, somos nosotros quienes hacemos las reglas, por lo que debemos obedecerlas, Arabella. Traeré a Elizabeth aquí si quieres, ya que es la monitora y podrá enseñarte todas las reglas apropiadamente.
—No quiero ver a Elizabeth —rechazó Arabella al instante—. Ya la he visto bastante durante estas vacaciones. Sólo deseo no estar en su misma clase.
Kathleen sentía una gran admiración por Elizabeth, aunque durante un periodo del curso anterior la había odiado. La defendió al momento.
—Es mejor no hablar de esa manera de los monitores. Los escogemos nosotros porque son compañeros o compañeras que nos gustan y a los que admiramos. Además, es de mala educación hablar de ese modo de una persona de la que se ha sido huésped.
Arabella no había conocido nunca a nadie que la tildase de mal educada. Se puso pálida y no halló nada que replicar. Miró a Kathleen y decidió que no le gustaba. En realidad, no pensaba que le gustase nadie, excepto tal vez aquella muchachita llamada Rosemary, la nueva. Quizá podría ser amiga suya. Arabella estaba segura de que Rosemary se impresionaría con sus charlas sobre su fortuna, sus bellos vestidos y sus maravillosas vacaciones.
Durante los días siguientes, todos se acomodaron a la nueva existencia. Algunos sentían cierta añoranza de su hogar, pero Whyteleafe era un colegio tan acogedor y los alumnos eran tan alegres y amistosos que incluso los chicos y chicas nuevos dejaron pronto de pensar en sus casas.
Por todas partes se oían alegres charlas y grandes carcajadas.
Todos los nuevos alumnos estaban en la clase de Elizabeth. ¡Bravo! Era divertido tener compañeros nuevos. Además, siendo ya Elizabeth monitora, le gustaba poder impresionar a Julian y a los demás. Joan había pasado a la clase siguiente, de modo que Elizabeth era la única monitora de la suya.
La señorita Ranger, la profesora, estudió pronto a los recién ingresados y habló de ellos con Mademoiselle.
—Julian es perezoso. Lástima, porque estoy segura de que es muy listo. Siempre está pensando en las cosas que hará fuera de las clases. Puede hacer muchas cosas con las manos, le vi cómo enseñaba a los demás un avión que vuela maravillosamente. Siempre tiene ideas propias, ninguna es ajena. Se pasa horas cavilando cosas como ésa, pero no dedica ni un solo minuto al estudio de la geografía o la historia.
—Ah, ese Julian —exclamó Mademoiselle, con tono de gran disgusto—. No me gusta. Siempre hace ruidos.
—¿Ruidos? —se sorprendió la señorita Ranger—. Bien, pues yo todavía no le he oído hacer ninguno, aunque seguramente no tardaré en oírlos.
—Ayer, en mi clase, se oyó un sonido como si una gatita anduviera perdida —explicó Mademoiselle—. «¡Ah, pobrecita! —exclamé—. Ha entrado en nuestra aula y se ha extraviado». Y durante diez minutos la estuve buscando. Pues bien, era Julian que imitaba los maullidos de una gatita.
—¿De veras? —se admiró la señorita Ranger mientras pensaba que Julian no ladraría, ni rebuznaría ni maullaría en sus clases—. Bien, gracias por el aviso. ¡Vigilaré los ruidos de Julian!
Luego, la conversación se centró en Arabella.
—Una muñequita tonta y vacua, de pies a cabeza —sentenció la señorita Ranger—. No sé si podremos obtener algo de ella. Debería estar en el siguiente grado, pero es bastante torpe, de modo que tendré que apretarla un poco antes de pasarla de grado. Parece tener una alta opinión de sí misma. Siempre está peinándose o alisándose el vestido. ¡O tratando de demostrar la buena educación que tiene!
—No es mala chica —opinó Mademoiselle, que se sentía muy complacida con Arabella porque la niña había estado un año en Francia y sabía hablar francés bastante bien—. En mi país, señorita Ranger, los niños tienen mejores modales que los de aquí y es grato ver a una chiquilla como Arabella, tan bien educada.
—Hum… —refunfuñó la señorita Ranger, que sabía que Mademoiselle casi nunca hablaba mal de un alumno que hablase bien francés—. ¿Qué piensa de Martin y Rosemary?
—¡Oh, esos niños son estupendos! —alabó Mademoiselle, a la que le encantaba la buena voluntad de Rosemary para complacer a sus superiores y para obedecerla a ella en todo—. El pequeño Martin es también muy bueno y procura aplicarse al máximo.
—Bien, no estoy tan segura de él —replicó la señorita Ranger—. Rosemary sí es buena chica, aunque un poco débil. Ojalá haga las amistades que necesita. Me gustaría que fuese amiga de Elizabeth Allen o de Jenny, pues le convendría mucho.
De modo que las profesoras estudiaban a sus nuevos alumnos, y lo mismo hacían sus condiscípulos y condiscípulas. Julian había obtenido un gran éxito. Era verdaderamente atrevido, con unos dones extraordinarios que usaba cuando quería. Poseía un maravilloso cerebro, inventiva y mucha inteligencia. Podía hacer toda clase de cosas y pensar muchos trucos divertidos, que estaba dispuesto a poner en práctica en clase tan pronto se hubiese acoplado del todo.
—Es una vergüenza que estés en una clase tan inferior, Julian —le recriminó un día Elizabeth, a finales de semana—. Eres tan listo. ¡Deberías estar en el grado superior!
Julian la miró con sus ojos verdes.
—Esto no me molesta —explicó con su voz aterciopelada y sonora—. ¿A quién le gusta aprender las fechas históricas? Me olvidaré de todas cuando sea mayor. ¿Quién quiere aprender cuáles son las montañas más elevadas del mundo? Jamás subiré a ellas. Por tanto, no me importa. Las lecciones son un fastidio.
Elizabeth recordó que era monitora y le habló a Julián con ardor.
—Trabaja, Julian, estudia, Trata de pasar al grado superior.
Julian se echó a reír.
—¡Me dices esto porque has recordado que eres monitora! Pero no me enredes con esas tonterías. Tendrás que pensar un nuevo motivo para que me deje embaucar por tu palabrería y que me decida a estudiar.
Elizabeth se puso colorada. No le gustaba que la llamasen embaucadora y se alejó.
Pero Julian la siguió.
—Está bien, sólo bromeaba. Escucha, Elizabeth: Joan, tu mejor amiga, está en el grado superior. ¿Por qué, pues, no podemos ser amigos? Tú tienes el mejor cerebro de la clase… ¡después del mío! Y eres muy divertida. Puedes ser amiga mía.
—De acuerdo —consintió Elizabeth, casi orgullosa de aquella petición del inteligente Julian—. De acuerdo. Seremos amigos. Será muy divertido.
¡Fue divertido, pero también trajo muchas complicaciones!