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Otra vez en Whyteleafe

Arabella y Elizabeth no congeniaron en absoluto. A Elizabeth no le gustaba nada de Arabella y, por lo visto, Elizabeth encarnaba todo lo que más despreciaba y odiaba Arabella.

Por desgracia, a la madre de Elizabeth le gustó Arabella, y hay que afirmar que ciertamente la joven poseía una educación esmeradísima. Siempre se ponía en pie cuando la señora Allen entraba en la habitación, le abría y cerraba la puerta, y se comportaba con ella de una manera sumamente cortés.

Y cuanto más cortés se mostraba Arabella, más ruidosa y revoltosa era Elizabeth. Hasta que la señora Allen comenzó a decir cosas que mortificaron de veras a Elizabeth.

—¡Oh, querida, si al menos fueses tan educada como Arabella! ¡Me gustaría que entrases en una habitación con menos alboroto! ¡Y qué esperases a que yo acabara de hablar sin interrumpirme!

Al oír estas recriminaciones, Elizabeth se sulfuraba. Arabella se daba cuenta de ello y, con corteses modales, se divertía haciendo notar las diferencias existentes entre ella y Elizabeth de forma muy palpable.

Transcurrió una semana. Por aquel entonces, todos los de la casa amaban ya a Arabella, incluso la señora Jenks, la temible cocinera.

—Sólo le gustas porque le haces la pelota —le reprochó Elizabeth a Arabella, cuando ésta salió una tarde de la cocina anunciando que la señora Jenks horneaba su pastel favorito.

—No le hago la pelota —rectificó Arabella con su usual tono de voz, quedo y cortés—. Me gustaría, Elizabeth, que no empleases unos modismos tan impropios de una señorita. «¡Le haces la pelota!» Qué feo es decir eso.

—Oh, cállate —replicó Elizabeth con rudeza.

Arabella suspiró.

—No deseo ir a Whyteleafe. Si todas las chicas de allí son como tú, sé que no me gustará en absoluto.

Elizabeth se incorporó.

—Mira, Arabella —le espetó—: Te contaré algunas cosas de mi colegio y así sabrás exactamente qué puedes esperar. A ti no te gustará, pero tampoco tú gustarás al colegio. Por tanto, no estará de más que te prepare un poco, a fin de que no te sorprendas demasiado al llegar allí.

—De acuerdo. Cuéntame —accedió Arabella, un poco asustada.

—Bien. Lo que voy a contarte, gustaría a la mayoría de los niños y niñas —continuó Elizabeth—. El ambiente es muy afectuoso, justo y grato, pero estoy segura de que una señorita Todopoderosa como tú lo encontrará pavoroso.

—¡No me llames Todopoderosa! —se quejó Arabella.

—Vaya, vaya. En Whyteleafe tenemos un chico y una chica que son jueces. Se llaman William y Rita, y son estupendos. Además hay doce monitores.

—¿Qué es eso? —preguntó Arabella, arrugando la nariz como si los monitores tuviesen que oler mal.

—Son los chicos y chicas elegidos por todo el colegio como delegados —le explicó Elizabeth—. Los eligen porque confían en ellos y saben que son justos, leales y amables. Los monitores cuidan de que se cumplan los reglamentos, reglamentos que ellos también cumplen, y ayudan a Rita y William a decidir qué castigos y premios hay que darles a los chicos en cada asamblea semanal.

—¿Asamblea semanal? —repitió Arabella, abriendo mucho los ojos por el asombro.

—Sí, se trata de una especie de Parlamento del colegio —explicó Elizabeth, disfrutando al poder contarle estas cosas a Arabella—. En cada asamblea ponemos en la hucha el dinero que tenemos para la semana. Es el reglamento, ¿sabes?

—¿Qué? ¿Poner mi dinero en una hucha escolar? —exclamó Arabella horrorizada—. Yo tengo mucho dinero. ¡Oh, no, no puedo desprenderme de él! ¡Qué idea más estúpida!

—Sí, parece estúpida al principio hasta que te acostumbras a ella. —Elizabeth se acordaba de lo que le había parecido aquel sistema dos cursos antes—. Pero, en realidad, es una idea magnífica. Oh, Arabella, no está bien que unos cuantos puedan gastar varias libras a la semana en el colegio, mientras que los demás sólo tengan unos cuantos chelines. No, eso no es justo.

—Pues yo opino que sí lo es —declaró Arabella, sabedora de que ella sería una de las ricachonas.

—Pues no lo es —insistió Elizabeth—. Nosotros ponemos todo el dinero junto y luego nos dan a cada uno dos chelines para gastarlos como queramos. De esta forma, todos tenemos lo mismo.

—¡Sólo dos chelines! —exclamó Arabella con voz patética y desconsolada.

—Bueno, si necesitas más, tienes que pedírselo a uno de los jueces y ellos deciden si tu solicitud es justa o no.

—¿Y qué más hacéis en las asambleas? —preguntó Ara-bella—. ¡Oh, todo esto parece espantoso! ¿No intervienen nunca las directoras?

—Sólo si se lo pedimos —aclaró Elizabeth—. Ellas nos dejan tener nuestras propias reglas, proponer nuestros castigos y dar nuestros premios. Por ejemplo, Arabella, supongamos que te mostrases demasiado altanera y orgullosa en algo, bueno, nosotros trataríamos de curarte y…

—¡Nadie tratará de curarme de nada! —se rebeló Arabella en tono seco—. A ti sí deberían curarte de un montón de defectos. No sé por qué los monitores no lo han intentado ya de una vez. Tal vez lo hagan este curso.

—A mí me han elegido como monitora —masculló Elizabeth con orgullo—. Seré uno de los doce jurados, sentada en la plataforma. Si alguien formulara una queja contra ti, yo tendré poder para juzgar y decir qué hay que hacer contigo.

Arabella se acaloró mucho.

—¡Una maleducada como tú juzgarme a mí! Si no sabes andar correctamente, no tienes educación y te ríes estrepitosamente.

—¡Oh, cállate! —ordenó Elizabeth—. No soy tan cursi ni delicada como tú, ni hago la pelota a los mayores. No me doy grandes aires ni finjo parecer una muñeca tonta y bien vestida que dice «mamá» cuando le tiran de una cuerda.

—¡Elizabeth Allen, si yo fuera como tú, ahora mismo te arrojaría algo a la cabeza por insultarme de esta forma! —exclamó Arabella pálida de ira.

—Entonces, arrójame algo —la retó Elizabeth—. Cualquier cosa será mejor que comportarte como una muñequita, como la mimada y preferida de mamá.

Arabella salió del cuarto de estampía, llegando a olvidarse de su buena educación al dar un violento portazo, cosa que jamás había hecho en su vida. Elizabeth sonrió. Luego adoptó una expresión pensativa.

«Bueno, ten cuidado, Elizabeth Allen —se dijo la niña—. Eres muy lista y sabes crearte muchos enemigos, pero de sobra sabes también que esto sólo conduce a enfrentamientos y desgracias. Arabella es una idiota, una presumida, una cabeza hueca, una tonta, una muñeca de cartón. Bien, que sea Whyteleafe quien la enseñe y la reforme, y no intentes curarla tú en un periquete. Procura hacerte amiga de ella y ayudarla».

Por tanto, Elizabeth intentó olvidar lo mucho que la desagradaba Arabella y no fijarse en sus ropas y sus modales de muñeca, y la trató de la forma más amistosa que pudo. Se sintió muy animada cuando llegó el día en que debía volver al colegio. Era espantoso no tener más compañía que la de Arabella. En Whyteleafe habría varias docenas de muchachas como ella que charlarían y reirían sin ton ni son. No volvería a dirigirle la palabra a Arabella a menos que ésta se lo pidiese.

«Es mayor que yo y tal vez la pongan en una clase más adelantada», pensó mientras se vestía entusiasmada con el uniforme del colegio. Era un uniforme muy bonito. La blusa era de color azul marino con un reborde amarillo en el cuello y los puños. El gorrito también era azul, con una cinta amarilla. El atuendo incluía medias de color castaño y zapatos con lacitos del mismo tono.

—¡Qué poco me gustan estas ropas tan oscuras! —se indignó Arabella enojada—. ¡Qué uniforme tan horroroso! En Grey Towers, el colegio al que yo quería ir, las chicas pueden llevar lo que más les gusta.

—¡Qué necedad! —protestó Elizabeth.

Miró fijamente a Arabella. Con su uniforme ordinario y sin sus ropas lujosas y caras, la niña parecía diferente. Era más una colegiala y mucho menos una muñequita de cara pintarrajeada.

—Estás mucho mejor con el uniforme —encareció Elizabeth—. Pareces más… más real.

—Elizabeth, a veces dices cosas extraordinarias —se sorprendió Arabella—. Yo soy tan real como tú.

—Oh, no lo eres —replicó Elizabeth, mirando fijamente a su compañera—. Estás como oculta entre grandes aires y fingidas gracias, entre tus buenos modales y tus frases remilgadas, y no sé si eres real. ¡No lo sé en absoluto!

—Creo que eres tonta.

—¿Chicas, estáis listas? —gritó la señora Allen—. El coche está en la puerta.

Bajaron ambas con sus bolsas de mano. Cada una se llevaba una bolsa con los objetos personales que necesitaría para la primera noche, como un pijama, cepillo de dientes y demás, ya que las maletas no las desharían hasta el día siguiente.

Llevaban los palos de jugar al hockey, aunque Arabella había manifestado que no le gustaba jugar. Odiaba toda clase de juegos.

Cogieron el tren hasta Londres y, en la enorme estación se encontraron con muchos chicos y chicas que volvían al colegio. La señorita Ranger, la antigua profesora de Elizabeth, estaba también presente y saludó a su antigua discípula.

—Le presento a Arabella Buckley —dijo Elizabeth después de los saludos.

Todos los chicos y chicas se volvieron a mirar con detenimiento a la nueva alumna. ¡Qué flamante, novata y altanera se la veía! Sin un cabello despeinado, sin arrugas en sus medias de color castaño, sin ninguna manchita en las mejillas.

—¡Hola, Elizabeth! —gritó Joan, cogiéndola del brazo.

—¡Hola, Elizabeth! ¡Hola, Elizabeth!

Una a una, todas sus amigas acudieron a saludarla sonriendo, contentas de ver a la chica que antaño había sido la más revoltosa del colegio, a la que llamaban «La Valiente Salvaje». Harry le palmeó la espalda, lo mismo que Robert.

John le preguntó si Arabella sabía algo de jardinería. Kathleen se aproximó también con las mejillas sonrojadas y con marcados hoyuelos. Richard la saludó con la mano. El joven llevaba un estuche de violín hacia el tren.

«Oh, qué agradable es volver a estar junto a todos ellos otra vez. —Pensó Elizabeth—. ¡Y este curso… este curso seré monitora! ¡Y quiero tener mucho éxito! Y haré que Arabella, esa necia de Arabella, sea como todas nosotras».

—¡Suban todos al tren inmediatamente! —ordenó la señorita Ranger—. Acorten las despedidas y suban.

El jefe de estación hizo sonar el silbato. El tren empezó a jadear. Una vez más, estaban camino de Whyteleafe.