16

El chico estaba consciente, pero terriblemente débil. Sus riñones habrían estado moviéndose todo el día, tratando de deshacerse del azúcar que su sistema no podía quemar. Estaba tan débil, que ni siquiera podía susurrar. Le pregunté cómo se sentía, y sus labios se movieron ligeramente, pero de ellos no surgieron palabras.

Tío Bud se había ido. No podía soportar estas cosas, dijo; ver cómo le clavaban a alguien una aguja le enfermaba el estómago. Además, tenía cosas que hacer en la ciudad.

Con la ayuda de un tenedor, saqué la aguja del recipiente con agua hirviendo. La fijé a la jeringa y la clavé en el tapón de goma de uno de los frascos de diez centímetros cúbicos. Fui abriendo cuidadosamente el émbolo. En la jeringa cabían dos centímetros cúbicos, pero yo no estaba seguro de cuál podría ser la dosis mínima para un niño de siete años tan enfermo como este. No obstante, imaginé que necesitaba una buena sacudida.

Aun así, el darle demasiado de golpe podía ser malo, incluso fatal. De los hospitales psiquiátricos recordaba que un centímetro equivalía a ochenta unidades. La etiqueta de las cajas decía que eran cuatrocientas unidades de insulina normal; sabía que eso tenía que ver con la concentración. Pero, bueno, era hora de que lo admitiera: estaba confundido y asustado. Sin embargo, tenía que seguir adelante con aquello, y esperar que ocurriera lo mejor. Levanté el brazo inerte del chico, y Fay, que había estado observando desde la puerta, arrugó la cara.

—Así no es, ¿no? A mí siempre me han colocado las inyecciones en el brazo izquierdo.

Moví la cabeza sin contestarle; concentrándome en el chico. Dio un saltito cuando le clavé la aguja. Fay también saltó. Estaba de pie, detrás de mí, y por supuesto, me sobresaltó. Le puse los dos centímetros cúbicos completos, más de lo que hubiera querido, pero en ese momento había estado asustado. Saqué la aguja y esperé. Observé cuidadosamente su cara, mientras esperaba una reacción, pero no hubo ninguna. Así que volví a llenar la jeringa con otros dos centímetros cúbicos, inserté la aguja en el brazo y se los inyecté.

Él saltó, ella saltó y yo salté. Dejé la aguja y miré al chico. Ahora sí que había una reacción de primera. De repente, se estremeció, tomó aire largamente, tiritaba. Su cara se volvió roja y todo su cuerpo comenzó a sudar copiosamente. Esta la había sentido de verdad.

Estaba triunfante de haber sabido hacerlo, aun dominado por las dudas de si le habría dado una sobredosis. Y después, de golpe, seguro de saber lo que estaba haciendo. Era como debía ser. Así había sido las veces que yo recordaba, y además sabía lo que tenía que hacer a continuación. No tenía elección. Cogí precipitadamente un cuenco con agua y mucho azúcar, y comencé a dárselo al chico a cucharadas. Fay gritó, y me lo arrancó de las manos.

—¡No sabes lo que estás haciendo! ¡Estás loco! Estás…

Me levanté de un salto y la agarré por los hombros.

—¡Pero yo sí sé lo que tú estás haciendo! ¡Intentas llegar hasta el fin!

La empujé fuera de la habitación. La fui haciendo retroceder hasta que atravesó la puerta, y dejé que cayera en una silla, pesadamente.

—¡Ahora quédate ahí! ¡Si vuelves a jugar sucio conmigo, te… te…!

Salí corriendo hacia la cocina. Eché azúcar y agua en un nuevo cuenco. Volví a toda prisa a la habitación, trayéndolo conmigo, mezclándolo por el camino. Comencé a dárselo al chico.

Era todo lo que necesitaba. Algo que amortiguara el shock de la insulina. Lo alcé en brazos, metiéndole el azúcar en la boca tan rápidamente como podía mover la cuchara. Su respiración se calmó y dejó de temblar. Cesó el sudor y desapareció el rubor de la cara. Su equilibrio apareció.

Le volví a tumbar sobre la almohada. Me miraba con los ojos abiertos de par en par, todavía asustado, por supuesto. Tenía miedo de estar allí y de que no hubiera nadie de su casa pero se sentía mucho mejor. Se encontraba tan bien en comparación con momentos antes, que no pudo menos que sonreír, aunque débilmente.

Le devolví la sonrisa. Se le cerraron los ojos y se quedó dormido. Durante un buen rato, seguí observándole por si había alguna reacción retardada. No hubo ninguna. Apagué la luz y salí al salón.

Fay todavía estaba donde la había dejado. Me serví un trago y me senté:

—Está bien, si quieres puedes entrar a verle.

—Puedo, ¿eh? —Fay me miraba severamente.

—Está bien, y va a seguir estándolo. Yo… así tiene que ser, Fay. Deberías verlo de esa manera. Cuanto mejor esté cuando vuelva con los suyos, mejor será para nosotros.

Hizo una mueca, su mano se dirigió hacia la botella de whisky. La inclinó sobre su vaso.

—¿Cuándo? Querrás decir, si vuelve, ¿no es así? —dijo pesadamente. Después, antes de que pudiera responder, agregó—: ¿Cuánto tiempo le va a durar eso que le has dado?

—Lo suficiente. Pienso que lo suficiente.

—Claro, claro. Lo piensas, pero no lo sabes, ¿o no? Todo lo que sabes es que lo tenemos en nuestras manos: un niño que depende todo el tiempo de nosotros. Un niño cuya foto está en todos los periódicos del país. No podemos largarnos con él, pero tampoco podemos irnos sin él. Solamente nos queda esperar aquí, sentados encima de un barril de dinamita, deseando que no nos explote.

—¿Tienes alguna idea mejor?

—Déjalo. Olvídalo. Si sigo hablando contigo un minuto más, me voy a volver loca.

Fui hacia la cocina y preparé un par de sándwiches. Me comí uno y llevé el otro hacia la sala.

Me observó mientras masticaba, y después se echó a reír con una especie de risa cansada.

—Pobre Collie. Le colgarán, pero antes tiene que llenarse bien el estómago.

—Con comida —puntualicé.

—¿Hmmmmm? —Frunció el ceño y volvió a reír—. Muy bueno. Asquerosamente bueno. Eran cosas como esa las que… ese tipo de cosas que lanzabas. Eras tan fino y agudo, que a veces yo no podía…

—¿Sí?

—No importa. Así es como era. Así es como es.

—No sé qué te dijo el doctor sobre mí —dije—, qué fue exactamente lo que te dijo, pero me gustaría saberlo.

—Entonces te informaré sobre los puntos más importantes. Me dijo que en el ambiente conveniente y con la compañía apropiada estarías bien. Te hallabas en buen camino hacia la recuperación, y pronto lo habrías conseguido. Por otro lado… —titubeó— por otro lado…

—¿Y bien?

—¿Por qué molestarte con el resto? Se trata de las sospechas no razonadas. Una parte muy peligrosa, si se la provoca. Digamos que ha sido culpa mía, y lo siento. Pero eso no cambia nada de nada; no puedo permitir que cambie nada.

—Mira, Fay. Si solo supiera lo que quieres. Si habláramos claro, quizá yo pudiera…

—Ídem. Doblemente ídem, deberías decir, ya que tu pasado es considerablemente más ominoso en potencia que el mío. No —levantó una mano—, no lo estropeemos más. Porque cada vez se enmierda un poco más, y a medida que se enmierda, yo lo siento por ti cada vez un poco más. Dime una cosa, si puedes: ¿cuánto tiempo piensas que el chico puede durar sin un tratamiento médico adecuado?

—Yo le he dado el tratamiento adecuado. Quizá tú no lo pienses así, pero…

—¡Venga ya! ¡No te pongas susceptible conmigo, Collie! Sabes lo que quiero decir, así que contesta a la pregunta.

—Bueno, con la insulina que le di y tal como reaccionó, seguro que va a estar bien otras veinticuatro horas.

—Suena muy positivo.

La había engañado con mi aire de confianza, así que ignoré la observación.

—Podrá comer algo mañana, y eso le ayudará. Un huevo escalfado y quizás un filete de carne y algo de leche.

Asintió y se apoyó en el respaldo de la silla, bostezando.

—Discúlpame. No es el whisky, sino la compañía. ¿Por qué no se quita de en medio, doctor? Me parece que lo están llamando del anexo.

Le dije que me iba a la cama. Estaba bastante cansado y el chico iba a dormir a pierna suelta durante el resto de la noche. Me miró de forma ausente, sin decir nada, así que llevé mi plato a la cocina y salí.

Se había levantado cierta brisa y ahora casi hacía frío, pero igualmente dejé abierta la ventana del apartamento. Daba al camino de salida, y si ella arrancaba el coche o si alguien llegaba, era seguro que lo iba a oír. Yo… bueno, no sabía si alguien podía venir, ya ven ustedes. Tampoco conocía el motivo por el que ella no iba a tratar de marcharse. Y como no sabía qué podía ocurrir, intentaba estar preparado para esperármelo todo.

Me desvestí, comencé a deslizar la pistola debajo de la almohada, pero entonces pensé que se transformaría en otra cosa de obligada vigilancia. Ella sabía dónde la guardaba, así que era mejor encontrar otro sitio.

Miré alrededor. Al fin, corrí la mesita de noche hacia la cama, dejé la pistola sobre ella y la cubrí con una revista abierta. Parecía algo natural, como si hubiera estado leyendo la revista y la hubiera dejado caer abierta, antes de acomodarme. Podría alcanzar la pistola tan rápidamente como si la tuviera debajo de la almohada.

Apagué la luz y me metí en la cama.

Me quedé dormido enseguida. Treinta minutos más tarde, me desperté; todavía estaba muerto de cansancio, pero demasiado tenso para relajarme. Bebí agua y me fumé un par de cigarrillos. Después dormité un poco, y a continuación volví a despertarme. Estaba cansado e incómodo. Tenía los nervios hechos un nudo y mi cabeza daba vueltas una y otra vez.

Tío Bud. Sabía que me la iba a jugar, pero ¿yo qué podía hacer? ¿Cómo podía detenerlo? Sabía que tenía que hacerlo, incluso aunque no supiera muy bien por qué, pero no tenía ni idea de cómo conducirme.

Allí estaba él, alojado en mi cabeza; tenía una gran foto suya: el sombrero tirado hacia atrás dejaba ver su pelo liso, gris y suave. Había una sonrisa en su cara, una sonrisa fácil, y sus ojos eran cálidos y amistosos. Podía verlo como si lo iluminara la claridad del día, y oír su voz grave y descansada. Me concentré, y ahora podía oírlo hablar sobre… sobre… escuché con cuidado, despejando mi cerebro de cualquier cosa que no fuera su voz, y las palabras aparecieron al fin… sobre el pago del rescate.

Me hablaba sobre todo ello una vez más, con paciencia, sonriéndome. Y riéndose por dentro todo el tiempo.

Sí, ya sé, Kid. Esa es la forma en que normalmente se hace. Y esa es la forma en que muchos tipos se dejan atrapar. Se van la hostia de lejos, a cualquier lugar del campo, y se organizan de modo que les tiren el dinero desde un coche, o algún trato por el estilo. Piensan que están a salvo porque no hay nadie más alrededor, pero justo es eso por lo que no están a salvo. ¿Cómo pueden saber qué hay en los bosques o detrás de una colina? ¿Cómo saben si toda la condenada zona no ha sido cercada? ¿Ves lo que quiero decir, Kid? De hecho, esos tipos se la dan organizada a la poli. Si no hay alrededor más que un tipo, ese tipo tiene que estar… Así que no lo haremos de esa manera. Yo no. La forma en que voy a hacerlo

Se dejaría el dinero en la estación del tren, en el depósito de equipajes, a nombre de un tal «Sr. Whitcomb». Se enviaría a un mensajero, encargado por teléfono, a recogerlo. Se trataría de una maleta corriente. Alrededor, en la estación, habría muchísima gente entrando y saliendo del depósito de equipajes y llevando en la mano maletas exactamente iguales. La poli tendría un buen trabajo si quería seguirle la pista a una de ellas, y era casi seguro que lo abandonarían si lo intentaban. A pesar de todo, si lo hicieran, si siguieran a ese mensajero vestido de paisano, no atraparían a tío Bud.

Conocía por casualidad a un holgazán, un sablista con antecedentes penales. El tipo haría cualquier cosa por unos cuantos billetes sin hacer preguntas. La maleta le sería entregada en la pensión barata en la que vivía. Si no ocurría nada durante una hora más o menos, tío Bud iría a recogerla. Si ocurría algo —si la poli enganchaba al tipo—, bueno, sería muy malo para él. Lo habrían cogido con la evidencia. Hablaría, por supuesto, pero no podría probar nada. Tío Bud podría decir simplemente que el tío estaba mintiendo. Así sería.

No, tío Bud no se estaba arriesgando en nada. Los riesgos eran para el otro infeliz… yo. Ya me lo había cargado todo encima, y ahora él se iba a quedar con todo el dinero.

Permanecía allí, en mi mente, sonriente, explicándose… y riéndose de mí. Totalmente organizado para coger el dinero… mi dinero, y riéndose de ello. Riendo, riendo, riendo. Tenía que haber alguna forma. Sí, tenía que encontrar alguna forma de pararlo, del modo que fuera…

Me dormí.

… Cuando me desperté era tarde, cerca de mediodía. Cuando vi la hora, salté de la cama rápidamente. Estaba como asustado y sentía que algo iba mal, que alguien me había engañado durante las horas de sueño.

Miré bajo la revista, y aquello estaba en su sitio, donde yo lo había dejado. La puerta seguía igual, cerrada y enganchada con el respaldo de una silla bajo la manecilla. Mientras me ponía los pantalones, miré por la ventana.

El coche no se había movido. Se hallaba exactamente en el sitio donde estaba la noche anterior. Nadie venía por el sendero y todo parecía encontrarse en su sitio. ¡No! Alguien llegaba.

Fay. Estaba saliendo de la casa, con una bandeja de cafés. Iba hacia el garaje, vestida con la misma ropa que llevaba unos días antes, el mismo día que Doc Goldman la había llamado y todo había empezado a desmoronarse.

Piernas descubiertas, hombros descubiertos, de color del marfil a la luz del sol. Pantalones cortos de color café, curvados sobre las curvas de sus caderas. Y la tenue y transparente blusa blanca, ajustada, delicadamente tirante por la carne contenida en ella.

Me vio mirarla, y sonrió. Hizo una pausa bajo la ventana y volvió a mirarme, sonriente. Si el whisky de las últimas noches le había dejado alguna señal, juro que no lo noté. Estaba tan fresca y maravillosa como aquella mañana.

Otra vez sus ojos eran vivos y transparentes, como yo los recordaba. Su pelo tenía la misma suavidad, de aspecto brillante y bien cepillado, y su cara tenía la misma tersura rosada. Todo era lo mismo. Otra vez como aquella mañana; como si todo lo ocurrido desde aquella mañana hasta ahora hubiera sido solo un mal sueño.

—¿Bien? —sonrió—. ¿Quieres tomar algo?

Asentí. O moví la cabeza. O algo así. Me las arreglé para musitar que sí.

—Quiero decir algo de café…

Entonces se echó a reír, y comenzó a subir las escaleras.