Debajo de los árboles, enterré el uniforme y todas las cosas que iban con él. Me dirigí al garaje, dejé la pala y subí al apartamento. Me lavé la cabeza y después me dejé caer pesadamente en la cama. Estaba cansado, pero no lograba relajarme; me agitaba en todas direcciones, mientras trataba de poner un poco de orden en mi cabeza. No había motivos de risa, pero, de alguna manera, lo único que se me ocurría era reírme.
Porque había hecho un condenadísimo chiste conmigo mismo.
Doc Goldman me había cambiado el rumbo, de acuerdo. Mi juicio no estaba del todo descarriado. Tipos con mi mismo pasado —y quizás otros montones de tipos sin él— no pueden llegar muy lejos con su razonamiento. Se pierden mientras tratan de conseguir algo dentro de sus cabezas. Les parece que solamente tienen que conseguirlo, y lo logran. Entonces, eso se convierte en algo que no querían, y no saben cómo deshacerse de ello.
Había deseado hacer sufrir a Fay y a tío Bud arrinconándolos hasta el límite, y dejándolos allí. Sin embargo, ahora veía que eso no iba a funcionar, porque podían perder la cabeza y ser incapaces de hacer lo que debían. Podían pensar que yo estaba esperando una oportunidad para vengarme, y que ellos tenían que hacerlo antes que yo.
Tuve que darle la mano a tío Bud. De alguna manera tenía que sacarle de la situación en que le había colocado, hacerle pensar que las cosas, al fin, estaban razonablemente en su sitio. Y con Fay, tendría que hacer lo mismo… si podía. El otro camino no llevaría a ninguna parte. Me había quitado más de lo que me había dado.
No podía golpearles la cabeza sin golpearme a mí mismo.
Ya era noche cerrada cuando llegué a conclusiones. En la medida en que yo pudiera llegar a ellas. Me levanté y bajé las escaleras. Me quedé un rato de pie en el patio, mirando el interior de la casa a través de la puerta trasera.
Fay y el chico estaban sentados frente a la mesa de la cocina. Ella le tenía en su regazo, dándole de comer. Ella no probaba bocado. Al cabo de unos minutos, terminó de comer y dejaron la cocina. Él iba cogido de su mano, y vi, a través de la ventana, cómo le llevaba al dormitorio.
Entré. Sobre la mesa había todavía mucha comida: judías en lata, jamón en dulce y medio pastel. Así que calenté el café y empecé a comer.
Fay entró y cerró la puerta tras ella. Alcé la vista y la saludé con una inclinación de cabeza.
—¿Qué tal le va al chico? ¿Se comió la cena?
—¿Y a ti qué te parece? —dijo encogiéndose de hombros—. No me preguntes lo que ya sabes.
Supuse que me había visto mientras la miraba desde el patio. Le dije que había estado esperando allí hasta que el chico se fuera porque temía incomodarlo.
—¡Ajá! Bueno, si eso es todo lo que hacías, te diré que el joven Charles, claro heredero de la fortuna de los Vanderventer, tomó una ligera cena, consistente en medio pastel y aproximadamente un cuarto de kilo de judías. Por no hablar del jamón, pan y, quizá, la misma cantidad de judías a modo de postre.
—Ya veo. Parece que estaba bastante hambriento.
—¡Vamos, apuesto a que lo estaba! No se me había ocurrido, mira qué bien. Ya veo que lo estaba.
Trajo una botella del salón. Estaba llena, así que supuse que se había acabado la otra. Se sirvió una copa con una sonrisita maligna que se le dibujó en los labios cuando me vio fruncir el ceño.
—Sí, debe de haber estado hambriento —continuó—, y yo debo de estar sedienta. Has despejado los nubarrones del cielo, Collie. Por fin, lo tengo todo claro.
—Quiero decirte algo. Le he estado dando vueltas a las cosas y pienso que quizá, bueno, que tal vez estuviese equivocado.
—¿Sí? ¿Piensas eso… quizá?
—Sobre ti, no sobre tío Bud. Sé lo que planeaba, pero también que tú no tuviste nada que ver con ello. Te viste obligada a ir con él cuando lo hizo, pero tú no debías saber nada de antemano.
—Continúa. Quizá yo no supiese nada —sacudió la cabeza sobre el vaso—. Es álgebra, ¿verdad? Multiplicas las dos cantidades y te dará más.
—Mira, yo… ¿fue así o no? Dime.
—¿Decirte? Oh, eso va contra las reglas. Cuando para sacar la solución tienes que pedirle el resultado a otra persona, no vale.
—Bueno, bueno… al menos dime esto: sobre ayer y lo que descubriste acerca de mí. ¿Podrías… habría ido todo bien? Sé lo que siente la gente sobre esas cosas, pero yo estaba en lo peor, y si solo hubiera podido continuar…
—¿Si me hubiera gustado acompañarte el resto de viaje? Bueno… —Sus ojos brillaron—. ¿Si lo hubiera hecho o no? Como ya te he dicho antes, mi respuesta no cuenta.
Retiré mi plato. Me serví café en la taza y lo derramé en el platillo.
Fay se sirvió otro trago de whisky.
—Aparte de las reglas, Collie. No puedo contestarte. La cuestión está planteada sobre circunstancias que ya no existen. Antes de las tres de esta tarde te habría podido contestar, y tú podrías haberme creído, porque no habrías tenido razones para no hacerlo. Pero después de lo que ocurrió, después de tu pequeño ajuste de cuentas con tío Bud y de tu acusación directa de que yo…
—¡Vale! —la interrumpí—. ¿Por qué tienes que continuar insistiendo machaconamente sobre ello? ¿Qué hubieras pensado tú de haber estado en mi lugar?
—Exactamente lo mismo que tú, amigo mío, de tener los mismos indicios.
Me levanté de golpe y me dirigí a la puerta. Me quedé allí, de pie, queriendo irme, sintiendo que tenía que dejarla. Sin embargo, también sentía y quería todo lo contrario: querer, sentir, no sabía qué hacer. No quería que siguiera pensando que sospechaba de ella, pero tampoco que podría escaparse sin castigo, después de haber cometido una traición. No quería tener miedo de ella, ni que ella me temiera a mí. Quería…
Miré hacia el jardín, allí estaban esos montones de hierba cortada, blanqueados por la luz de la luna. Sabía que lo que quería ya no lo iba a conseguir. Se había esfumado y no volvería a la vida, lo mismo que esa hierba cortada.
—Esa puerta —dijo Fay—. Si la atraviesas encontrarás un sendero y al final un camino, y siguiendo el camino hallarás la autopista…
—¿Sí? Esa puerta es lo suficientemente ancha para que pasen dos personas.
—¿Qué dos?
—Mira —dije—, no estoy seguro de saber lo que quieres. ¿Estás diciendo que nos vayamos y nos olvidemos del dinero? ¿Lo olvidarías todo si yo lo olvidara?
—El dinero no tiene nada que ver con este asunto, Collie. Después de todo, se suponía que era un medio para conseguir un fin, ¿no es así? El que llegue a conseguirse ese fin, llamémosle una feliz asociación, depende en gran medida de nosotros.
—Bueno, seguro, pero…
—Es nuestra puerta a la vida. Veamos si es suficientemente ancha para ambos.
Se levantó y fue a su dormitorio. Oí que se movía allí dentro, mientras yo me preguntaba, incómodo, qué significaba para ella. Porque ya hubiera debido tenerlo lo suficientemente claro; sin embargo, no lo tenía.
Fay volvió a los veinte minutos. Se había maquillado y llevaba puestos el abrigo y el sombrero. Me despidió con una inclinación de cabeza y se dirigió hacia la puerta. Estaba tan sorprendido que durante un segundo no pude moverme. Finalmente, salté y me situé frente a ella.
—¡Espera un momento! ¿Dónde vas?
—¿Ir? —Me sonrió—. Voy a salir.
—¿Te he preguntado dónde? No tienes nada que decirle a tío Bud. No tienes asuntos pendientes con Bert, de modo que ¿a qué otro sitio puedes ir?
Se le dibujó una sonrisa. Retrocedió un paso, pero pareció ponerse terriblemente lejos. Levantó la mano.
—Casi se me olvidaba, Collie. Las llaves del coche.
Le di las llaves. Más bien diría que las dejé en su mano sin soltarlas.
—¿Qué quieres demostrar, Fay? Te levantas sin previo aviso y comienzas a marcharte. Supongo que te habría molestado si yo hubiera hecho lo mismo.
—¿Tú? ¿Supones eso? Bueno, cuídate el pensamiento, amigo mío. Algún derrochador al que no le guste la inflación podría darte un céntimo por él.
Me arrancó las llaves de la mano y se fue. Justo antes de escuchar el motor del coche, oí que se reía, enfadada y guasona. O quizás asqueada y decepcionada. Di una rápida zancada hacia la puerta, pero preferí coger la botella de whisky y acomodarme en la sala.
Me senté de espaldas a las ventanas. No me moví ni miré alrededor hasta que se hubo marchado. Pero ¿por qué lo hice? No lo sé. No tenía ningún significado. Extrañado como estaba —habiendo querido detenerla, preocupado por dónde iba y qué podría ir a hacer—, significaba exactamente lo contrario de lo que sentía.
No podíamos atravesar juntos la puerta. No hubiéramos podido llegar demasiado lejos. Ella mostró su punto de vista… si es lo que quería decir. ¿Cómo podía yo saberlo?
Quizá todo no había sido más que un montaje, una forma de señalarme una dirección para poder tomar otra, ¿por qué no? Fay podía haber intentado que me largara y la dejara a ella y a tío Bud, o a quien fuera, con mi parte de la ganancia. Así que había probado otro plan, otra forma de quitarme de en medio del negocio. Debía saber cómo hacerlo. Desde el primer momento había sido capaz de ponerme nervioso y confundirme sin darme indicios, sin que yo supiera lo que estaba haciendo.
Seguro, me había despachado la primera vez. No obstante, Fay debía saber que volvería. No tenía ningún otro sitio donde ir, y…
—Señor… —Era el chico, estaba de pie en la puerta del dormitorio—. Señor, me encuentro mal. Tengo que… que…
Su cuerpecito se sacudía, doblado por la cintura. Se tapó la boca con las manos y se oyó un glup-glup. Le cogí en brazos a toda prisa y corrí hacia el cuarto de baño.
No fui lo suficientemente rápido. Comenzó a vomitar antes de que pudiera llegar al inodoro. La sustancia salió de su boca a borbotones, esparciéndose por todo el suelo del cuarto de baño. Justo cuando pensaba que ya no era posible que le quedara nada dentro, comenzó a expulsar por otro lado.
—Lo siento. —Abría la boca para poder respirar y trataba de disculparse—. Ya… ya lo limpiaré, señor.
—No, no tienes que hacerlo —dije—. No importa, hijito. Tranquilízate y trata de soltar todo lo que puedas.
Entonces lo senté en el inodoro. Me coloqué en cuclillas frente a él para enjugarle y limpiarle la cara con una toalla. Había algo en su expresión que me atravesó como un cuchillo.
—¿Es… está usted enfadado conmigo? —dijo.
—¿Enfadado? —Le acaricié la mejilla—. ¡Diablos, no, hijo! ¿Por qué iba a enfadarme con un chiquillo por estar enfermo?
Me miró lleno de dudas. Al parecer había estado esperando una bofetada. Aún no podía creer que no fuera a recibirla.
—¿De verdad? —preguntó con escepticismo—. ¿De verdad que no está enfadado?
—De verdad. No estoy enfadado ni nadie va a enfadarse. Porque si lo hacen, si solo me pareciera que alguien va a regañarte, bueno, yo, será mejor que no lo hagan. ¡Eso es todo!
Estaba enfermo, terriblemente enfermo. Sin embargo, lentamente comenzó a despejársele la cara y le apareció una sonrisa. Fue la sonrisa más maravillosa que he visto nunca.
Luego, estiró sus brazos hacia mi cuello, lo rodeó, apretó su carita contra mí y las palabras que susurró, bueno… creo que son las mejores que he oído.
—Me gusta usted, señor. Me gusta mucho.
Eran casi las once cuando Fay llegó a la casa. Me había adormilado sobre un sillón y me desperté cuando oí el golpe de la puerta trasera. Hubo otro golpe cuando dejó caer la bolsa de comestibles sobre la mesa de la cocina. Entró en la sala, tiró su sombrero y su abrigo sobre una silla y se sentó en otra.
No parecía borracha, con esto quiero decir que no se tambaleaba ni se balanceaba. Pero la embriaguez se le podía ver en los ojos y en su sonrisa torcida, apretada.
—Las ratas están todavía en plena actividad —dijo—. Estoy ahorrando calabaza para hacer un pastel.
No le respondí. En aquel preciso momento no podía fiarme ni de mí mismo.
—Es un pastel sin «ele» Collie. Multiplícalo y te dará la Cenicienta. Prepárate, ¿te gustaría tocar la gran fortuna? Si la ganas, no te olvides de conseguir una gran ventana para lanzarla.
—El chico ha estado enfermo, Fay. Lo he llevado al cuarto de baño media docena de veces.
—¡Caramba! Bueno, solo tienes que asegurarle que lo llevarás otra media docena.
—¡Hostia, no tiene gracia! ¿Qué mierda te pasa? ¡Te he dicho que el chico está enfermo!
—¡Y yo te he oído! —Su voz se hizo intensa—. ¿Qué quieres que haga, que llame al doctor Kildare?
Le dije que ya había hecho el suficiente daño inflando al chico con basuras cuando ya se sentía mal.
—Debías haber sabido que le sentaría mal. Le has cebado con la peor porquería que se pueda pensar: judías, pastel y…
—¡Claro, eso es lo que hice! —vociferó—. Le obligué a comer, ¿no es así? Le puse un embudo en la garganta y lo rellené como a un pavo. ¡He intentado matarlo! ¿Por qué mierda no lo dices?
—Vamos, espera un momento. Yo no he dicho…
—¡Ajjj… cállate! Lárgate a buscar el tornillo que te falta en la cabeza, pero no trates de tomarme el pelo, no digas que no lo habías pensado.
Parpadeé. No sabía de qué estaba hablando. Me había enfadado cuando entró. Estaba dolido, irritado y preocupado, así que supongo que le había hablado con aspereza.
—No eres tan estúpido —dijo Fay—. Seguro que lo habías pensado. ¿Lo tenemos o no? Cobraremos lo mismo esté vivo o muerto, pero si muere nos ahorraremos un montón de problemas y molestias.
Sacudí la cabeza. Permanecí sentado sacudiendo la cabeza.
Fay se burlaba de mí. Hablaba con los ojos entrecerrados y la boca muy abierta.
—¿No lo coges, eh? Bien, en un caso como este, parece tratarse de la única alternativa lógica.
—Estás borracha. No sabes lo que estás diciendo.
—¿Qué te apuestas? Apostemos calabazas. La tuya parece bastante verde desde aquí, pero soy buena perdedora.
Se estiró hacia la botella que había sobre la mesa y bebió un largo trago. Mientras sorbía, me estudiaba. Dos regueros de líquido le bajaron desde los ángulos de la boca. Se encogió de hombros y volvió a colocar la botella sobre la mesa.
—¡A la mierda con ello y a la mismísima mierda contigo! —dijo—. Me voy a la cama.
Se levantó de la silla con brusquedad y cogió el abrigo y el sombrero. Ahora se tambaleaba. El último whisky que se había sacudido le había pegado fuerte.
—Medianoche —masculló—. El final de la cuerda. La pequeña Cenicienta tiene que arrastrarse hacia su agujero. Bueno, ¿es que no tienes nada en la laringe, estúpido?
—Será mejor que no le haya pasado nada malo a ese chico —dije—. Más vale que no le pase nada.
—¿Sí? Bueno, carga tú con ello, hermano rata. Pégatelo dentro del sombrero. Fórrate la calabaza con él.
—¡Me has oído! Puedes estar borracha, pero sabes lo que haces y entiendes lo que se te dice.
Sus ojos parpadearon. De pronto, se le retorció la cara, como si fuera a vomitar. Luego giró sobre sí misma, y se fue hacia la puerta de su habitación, tambaleando.
—¡Estúpido! —masculló—. Eres estúpido, y no lo puedes remediar. Él no puede, pero…
Atravesó la puerta cerrándola de un puntapié. Durante un buen rato me quedé donde estaba, pensando en que el chico iba a necesitar mi ayuda, y pensando en general: en mí mismo, en tío Bud y en ella. Pensaba en círculos y no llegaba a ninguna parte. En esa mierda que había dicho sobre que sería mejor para nosotros que el chico muriera. Quizás estuviese tratando de ahuyentarme con esa charla, de convencerme de que debía abandonar por mi propio bien. O quizá lo estaba haciendo por su propio bien, o por el de ellos. Tal vez se lo proponía. O puede que solo me estuviese probando para ver cómo me lo tomaba. ¿Y si ellos en realidad hubieran planeado matarlo y yo no los siguiera en su plan?…
¿Quizá, tal vez?
¿Cómo podía saber yo lo que hacía la gente en un juego como este? ¿Cómo mierda iba a saberlo?
Me obligué a dejar de pensar en ello. De tanto darle vueltas al asunto, mi cabeza no daba para más. Así que comencé a pensar en el chiquillo. No en el que teníamos, Charles Vanderventer III, sino en el primero. El chaval que esta misma noche se iría a París. Me preguntaba si había tenido la intención que había parecido tener. Sí, ¿saben?, él se había dado cuenta de lo que yo iba a hacer y deliberadamente me había dejado continuar.
Supuse que no. Era difícil estar seguro puesto que mi jovencito era agudo y hablador. No, supuse que no, quiero decir; ¡no podía estar enterado! Ningún chico hubiera sentido aquello, quiero decir que no podía sentir que otro chico estaría mejor secuestrado que en casa.
Puse la radio a bajo volumen. Estaban dando las noticias de la noche, la última emisión:
—… sin que por ahora se hayan producido novedades en el caso Vanderventer. Y ahora, unas pocas palabras sobre el desastre aéreo que ya anticipáramos al principio de este informativo. El avión, un aparato particular de lujo, se estrelló en el aeropuerto de La Guardia poco después de las once de la noche. En el despegue, se produjo un fallo simultáneo en los dos motores. En el accidente, cabe lamentar la muerte de toda la tripulación y los pasajeros, aunque la buena noticia es que tres de ellos milagrosamente han salvado sus vidas. Entre los muertos se encuentran Jacques Flannagan, de diez años, hijo del actor de cine Howard Flannagan y de Margot Flannagan Wentwort D’Arcy Holmes de París y Londres. Ambos se encontraban divorciados, y según los términos acordados en la sentencia, el chico pasaba seis meses al año con cada progenitor. Había dejado la ciudad esta misma noche, después de una breve visita a su abuela…