10

Este barrio, el más fino de la ciudad, era casi el más elegante que yo había visto nunca. Tenía unas cuantas casas de apartamentos, con piscinas y fuentes por delante, hasta las que se llegaba mediante largos y espaciosos paseos. Pero aparte de estas casas, el resto eran fincas. Las edificaciones se asentaban lejos de la calle, tan lejos y tan escondidas por los árboles, que a duras penas podían verse.

Ante mí, justo frente a la calle, estaba el campo de deportes. Cubría casi una manzana y prácticamente tenía todo lo que pueda imaginarse en cuanto a equipamientos de juegos. Por supuesto, la mayoría de los chicos que venían aquí tenían tanto o más en sus casas. Sin embargo, este parque privado les daba algo que ellos echaban de menos en sus casas… algo que normalmente los chicos dan por hecho: la oportunidad de jugar con otros chicos. Así que supongo que sus familiares sentían que era necesario que concurrieran al campo.

Las instalaciones estaban rodeadas por una valla alta de alambre espinoso, con una puerta a cada lado. Al fondo, dando frente a esta calle y a un lateral, estaba la casa-club. Me imagino que se llamará así. Era un sitio, llámese como se llame, donde los chicos podían divertirse cuando llovía; además, allí se encontraban los lavabos.

Las puertas no estaban vigiladas; supongo que un guardia en cada una habría sido demasiado caro. Tampoco se hallaban encerrados, aunque la vigilante tenía veinticinco o treinta chicos a su cargo y no podía ir corriendo de una puerta a otra.

Era una mujer bastante joven, vestida completamente de blanco, como una enfermera. En cierto modo, era guapa, aunque parecía un poco aturdida y bizqueaba, porque a chicos como esos no los podía castigar con severidad. Podía indicarles lo que tenían que hacer, pero no insistir demasiado ni ponerse dura con ellos si quería mantener su empleo. Y parecía que ella no era la única que lo sabía. Desde que llegué, había estado persiguiéndolos y poniéndolos en orden, uno tras otro. Ahora, finalmente, los tenía a todos reunidos en medio del campo, tratando de hacerlos jugar a algo.

Me quité las gafas de sol y las limpié. Miré el reloj del tablero: eran las tres y cinco. Si se mantenía el horario habitual, el verdadero chófer llegaría entre las tres y media y las cuatro. Así que había de empezar a moverme, si es que lo iba a hacer. Tenía que hacerlo, pero no podía. Todavía no había encontrado la forma.

Me puse otra vez las gafas y volví a mirar al campo de juegos. Miré justo a tiempo para ver cómo un niño le propinaba un empujón a una chiquilla. Ella se dejó caer berreando, como si la hubieran matado. La vigilante apuntó su índice hacia el chico y se puso en cuclillas ante la niña. Le sacudió el polvo, la besuqueó y la ayudó a ponerse de pie. Ella se enderezó y miró a su alrededor buscando al chico. Después, pareció encogerse de hombros y volvió al juego. Quizá pensó que el chico aún estaba en el grupo, porque, con tantos como había, era difícil estar pendiente de todos y sencillo perder a uno de vista. O tal vez pensó que se había ido al servicio. De todas formas, no pareció preocuparse. Y, además, realmente no podía preocuparse. Es probable que tuviera treinta chicos que atender, así que no podía ocuparse de uno solo.

Sin embargo, yo sí podía. Cualquier tipo que quisiera llevarse a uno, podía hacerlo. De esta manera, yo sí que supe dónde estaba el chico.

Había ido hacia el club pero no había entrado. En vez de hacerlo, se deslizó a cuatro patas a través del patio hacia el otro extremo, y comenzó a arrastrarse a lo largo de la hilera de corrales de arena. Se dirigió directamente hacia la puerta. Por la forma en que lo llevó a cabo, se podía decir que lo había hecho antes muchísimas veces.

Arranqué el coche, mientras observaba cómo salía desde detrás de un corral y abría la puerta unos centímetros. Su pelo era del mismo color que el del chico Vanderventer. También eran más o menos de la misma talla, pero se apreciaba que este era mayor. Tendría por lo menos nueve años, supuse, posiblemente diez.

Él era mi anzuelo. Podía serlo… si lograba salir.

Y lo hizo.

Lo hizo tan rápido que casi desapareció de mi vista. En un momento estaba reptando tras el corral de arena, un segundo después ya estaba fuera de la puerta, corriendo agachado por la base de hormigón de la valla. Al llegar a la parte trasera de la casa-club, se enderezó tranquilamente y bajó hacia la mitad de la construcción. Entonces, sacó un cigarrillo del bolsillo de sus pantaloncitos descosidos y lo sacudió varias veces contra la muñeca.

De otro bolsillo, cogió un mechero y encendió el cigarrillo. Se apoyó contra la pared del edificio, cruzando un pie sobre el otro, soltando el humo como un hombrecito. Yo puse el coche en marcha. Pasé de largo la parte vallada del campo de deportes y aparqué detrás de la casa-club.

El chico chasqueó los dedos y me miró en una especie de saludo de entendimiento.

—Hola Rogers, ¿qué hay de nuevo? —dijo, adelantándose pausadamente.

Yo respondí algo entre dientes, «hola, ¿cómo estás?» o algo por el estilo. Tal vez ni siquiera eso, porque estaba bastante confuso. La forma en que el chico actuaba y hablaba no me era una ayuda para empezar. Me impedía resolver el comienzo.

—¿Vale? —Vaciló con la mano encima del capó, inclinó la cabeza hacia mí a través del parabrisas, fue hacia la puerta y entró al coche—. ¿Qué te parece si damos un paseo, Rog? Quiero hablarte sobre Charlie, y esta será mi última oportunidad.

Volví a arrancar el coche. Comenzó a avanzar con una sacudida. Él estaba haciendo exactamente lo que yo quería que hiciera. Pero bueno, no sé, no podía pensar en nada.

—¿No te acuerdas de mí, Rog? —Se recostó en el asiento, apoyando los pies en el tablero—. Bueno, ya suponía que no te acordarías. He estado en la costa durante seis meses y pasaré aquí solo unos días, con mi abuela. Tengo que volver a París esta noche; así lo ordenó el juez cuando mis padres se divorciaron. Seis meses con papá en los Estados Unidos y seis meses con mamá.

Encendió otro cigarrillo y me alargó el paquete. Sacudí la cabeza mirando el espejo retrovisor. Había uno o dos coches detrás de nosotros, pero ninguno era el del tío Bud. Me preguntaba si no me habría equivocado respecto a ellos.

—Ahora, en cuanto a Charlie —dijo el chico—. ¿Qué pasó con él, Rog? ¿Qué clase de malos tratos le están dando esos padres bobos?

—¿Malos tratos? —vacilé—. Yo, eh, creo que no sé qué quieres decir.

—No importa. Yo sé cómo le tratan, cómo le han tratado siempre. Ha estado enfermo durante años y se está poniendo peor. Y cuanto más empeora, más duro se lo ponen. Dicen que están haciendo de él un hombre, enseñándole responsabilidades… ¡Chico! ¡Cómo me gustaría ser un poco más grande! Me conseguiría una porra y…

Ahora los vi. Fay y tío Bud. Estaban en el coche de él. Fay lo conducía, y se acercaban rápidamente.

—¿Te pasa algo, Rogers? —El chico me lanzó una mirada de entendimiento—. ¿Quieres que me esfume?

—Son solo unos amigos míos —dije—, y quiero que continúes donde estás. Únicamente quiero que actúes como…

—Te entiendo. Has llegado demasiado pronto para recoger a Charlie, así que estás matando el tiempo con un amigo.

Seguí un poco más y paré. El coche nos adelantó, derrapó hasta detenerse y tío Bud saltó de él. Comenzó a correr hacia nosotros, llevaba una mano dentro del abrigo. Echó una buena ojeada al chico, y se le abrió la boca. Se le abrió tan de golpe, como de golpe nos había pasado el coche.

Salí y fui lentamente hacia él, simulando deliberadamente cierta perplejidad.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Qué estáis haciendo vosotros dos por aquí?

—Yo… nosotros… —Sacudió indeciso la cabeza, mientras parpadeaba. Él había planeado hacer algo que ahora había cambiado, y no sabía cómo tomárselo ni qué hacer—. E… ese chico —dijo, por fin—. ¡Por todos los demonios, Kid, te has equivocado de chico!

—¡Eh! —dejé escapar un gruñido—. Pero si se le parece.

—¡Maldita sea! ¡Pues no lo es! Hasta un ciego podría ver que no lo es.

—Te lo dije. Te dije que no podía ver bien con estas gafas; pero no vale la pena lamentarse. Lo volveré a dejar y cogeré al niño en cuestión.

—¿Así, sin más? ¡Joder! De todos los estúpidos que he conocido…

—Él no dirá nada. Le haré creer que todo ha sido una especie de juego.

—Sí, pero… —tío Bud vaciló— es asquerosamente tarde, y estás casi a punto de toparte con el chófer verdadero.

—Puedo hacerlo —expliqué—, y estoy seguro de que el chico no hablará. Le dará miedo, ¿sabes? Se ha escapado deslizándose desde el campo de deportes y estaba…

—¡Vale, de acuerdo! —De golpe se hizo a la idea—. Pero muévete, ¿quieres? Hazlo, ya nos veremos en casa.

Tío Bud corrió hacia el coche, dándole un empujón a Fay, que justo en ese momento estaba saliendo. Se fueron, conducía él. Yo me fui hacia la furgoneta.

—Bueno, Rogers —el chico me saludó mirando el reloj del tablero—, tengo que volver al campo.

—Ahora mismo —asentí. Di la vuelta haciendo una U—. Bien, sobre este paseíto nuestro, te agradecería que no se lo dijeras a nadie.

—No lo haré —prometió—, pero tampoco tú digas nada. Dame solo un minuto para que me deslice hacia la casa-club. Luego, podrás recoger a Charlie. Nadie sabrá ni una palabra.

Volví a la esquina del campo y aparqué junto a la acera de la casa-club. Abrió la puerta casi de mala gana. Se quedó sentado, dudando, con la mitad del cuerpo fuera y la otra mitad dentro del coche. Después se volvió hacia mí y me miró a la cara pensativamente. Por un momento, me pareció que era tan mayor como su forma de hablar.

—Charlie está enfermo —dijo—. Terriblemente enfermo. Yo no puedo hacer nada y, de todas formas, me voy a París esta misma noche.

—Ya veré qué puedo hacer —dije precipitadamente—, cuidaré de él. No te preocupes.

—Será mejor. Seguro que tú… mejor… Rogers.

Se deslizó fuera del coche, y durante un segundo miró hacia atrás.

—Tómatelo con calma —dijo—. Su gente necesita un buen susto, pero no seas demasiado duro con ellos.

Se había ido tan rápido que resultaba difícil creer que había estado allí alguna vez. Salí tras él, pero cuando alcancé el campo de juegos había desaparecido.

Abrí la puerta y entré en el coche, dejándola entreabierta.

Eran las tres y media… cuando salía del coche. El verdadero chófer podía aparecer en cualquier momento, pero yo tenía que seguir adelante con este asunto, y era ahora o nunca.

Los niños todavía estaban en el campo y también la vigilante. Cuando me encontraba a unos seis metros, me detuve. Entonces ella se giró y me vio.

—¡Ah, Rogers! Hola. —Lo dijo con ese aire un poco arrogante que usan las personas que piensan que son más que tú y sienten que tienen que demostrarlo todo el tiempo—. Para variar, llegas temprano, ¿no es así?

Me toqué la gorra con los dedos y no dije nada. Ella volvió ligeramente su cabeza y buscó entre los niños.

—Charles, Charles Vanderventer —llamó—. ¡Oh, estás aquí! Vete con Rogers.

Salió del grupo. Era un niño pálido, con aspecto débil. Me observó con incertidumbre y después la miró a ella.

—¿Ese es Rogers? —preguntó confundido.

—Es… ¡Oh, Dios mío! —Lo cogió por los hombros y le dio un pequeño empujón—. ¿Quién podría ser si no?

Vino hacia mí moviéndose con lentitud. Sentía y sabía que algo no marchaba bien, pero temía decirlo. Cuando volví sobre mis pasos y me dirigí a la puerta, me siguió de mala gana. Caminé con rapidez, oyendo sus pasos tras de mí. Él mantuvo su marcha lenta, así que tuve que aflojar un poco la mía; no podía dejar que se rezagara demasiado, pero tampoco convenía que le pidiera más prisa. Estaba acostumbrado a hacer lo que le decían, pero en esto no podía forzarle demasiado. Si trataba de apresurarle, podría asustarse más de la cuenta.

—¡Eh, Rogers! —Ahora era la vigilante—. ¡Rogers!

Me detuve y volví en parte.

—Hoy Charles ha tenido un día bastante difícil. ¿Querrá decirle… querrá decirle, por favor, a la señora Vanderventer que le sugiero que se quede en casa mañana?

Hice una señal de asentimiento con la mano. Continué caminando hacia la puerta, y después de un largo rato vi que el chico me seguía. Caminaba arrastrando los pies.

Se me estaban empañando las gafas. Me las ahuequé, y se limpiaron en un instante, pero después volvieron a nublarse, peor que antes. La puerta estaba a menos de nueve metros, pero casi no la veía. Eché una ojeada por encima del hombro, pero apenas pude vislumbrar al chico. Todo estaba nublado, era una oscura y borrosa neblina. Nada tenía sentido. Ahora era un ciego, un hombre que se había enceguecido a fin de conseguir algo. Y en estos momentos, aunque tenía lo que había querido, se me estaba escapando.

Sin previo aviso, mi mente se quedó completamente en blanco. No sabía dónde estaba ni cómo había llegado hasta allí. Tampoco sabía qué estaba haciendo o qué se suponía que debía hacer. Solo estaba allí, aquí, caminando a través de un campo de deportes para niños. Un tipo vestido con ropas extrañas y calurosas con un chaval tras él.

Cómo, por qué y para qué era todo eso, no lo sabía. Supuse que debía de tratarse de alguna broma. Lo único que se me ocurrió fue que en la fonda de Bert me había quedado en blanco, ellos me habían vestido con esas ropas y me habían echado de allí. Podía haber ocurrido así. Ya me había pasado antes, cuando mi mente estaba muy al rojo vivo y la gente me había hecho cosas extrañas.

Casi me reí de mí mismo, y siguiendo con la broma pensé que el chiste lo harían ellos cuando apareciera ese loco de Jack Billingsley. Íbamos en camino hacia la costa, yo y el loco de Jack, cuando el coche se estropeó. Yo había vuelto para pedir ayuda, pero, de alguna manera, Jack consiguió que el coche anduviera y…

Tropecé. Estuve a punto de dar con la cara en el suelo. Me quité las gafas bruscamente y las sequé. Las limpié cuidadosamente, y la luz brillante del sol me deslumbró. De repente, volví a saber dónde estaba, por qué y qué tenía que hacer.

Me coloqué de nuevo las gafas. Me volví, cogí al chico de la mano y lo llevé conmigo. Quedaban solo unos pocos pasos hasta la puerta, pero no podía permitir que siguiera arrastrando los pies, mis nervios no lo soportarían. No había tiempo.

El chico se quejó cuando lo agarré. Ahora intentaba quedarse atrás, y yo temía que tuviera suficiente temple como para ponerse a gritar. Así que me detuve y lo cogí en brazos. Esto le aquietó; supongo que el miedo le había paralizado. Me enderecé y salí hacia la puerta.

Una gran limusina frenaba en ese momento, y el chófer salía. Iba vestido exactamente como yo. Era el hombre que se suponía que yo era.