Esa noche tuve un sueño extraño, condenadamente fastidioso, podría asegurar. Fue uno de esos sueños en los que cada cosa resulta ser justo lo contrario de lo que pensabas hasta ese momento. Empezaba desde atrás, con el primer día en que llegué a la fonda de Bert, y aquel chico —según el sueño— era en realidad un buen tipo. No había querido actuar como lo había hecho; le habían dicho que obrara así. Simplemente estaba obedeciendo órdenes, y supongo que ya saben quién se las había dado. Lo mismo ocurría con el tío Bud.
Tío Bud no había planeado el secuestro. Lo había hecho Fay. Ella pedía tragos continuamente, pero la bebida era solo una actuación; no bebía tanto como aparentaba. Todo ese asunto de parecer medio indefensa y necesitar alguien que la apoyara era una comedia, una farsa. En el sueño era dura, corrupta, astuta y malvada todo el tiempo. Para conseguir sus propósitos, se había acostado tanto con Bert como con tío Bud; esa era la forma de mantenerlos conformes y tranquilos. Aunque, en realidad, no significaban nada para ella, ni yo tampoco. Cuando se cansara de nosotros, tendríamos que evaporarnos rápidamente.
Todo estaba mezclado y revuelto, como siempre ocurre en los sueños, pero así era como sucedía. Pareció durar horas enteras, pero cuando me desperté sudando y gimiendo en voz alta, vi que no podía ser. El despertador marcaba poco más de medianoche, y yo me había ido a la cama a las once.
Me incorporé y encendí un cigarrillo. El sueño y la sensación de irrealidad desaparecieron. Dejé de sudar y mi pulso se fue calmando. Antes ya había tenido pesadillas de este tipo, y los psiquiatras me habían explicado algunas. Me habían mostrado que aunque parecían ser diferentes entre sí, se trataba básicamente de un mismo sueño repetido. Al principio siempre soñaba que me pegaban. Estaba en el ring con varios tipos, y ellos me llevaban mucha ventaja. A veces era solo uno, pero entonces el árbitro era un criminal. Otras veces el contrario era una mujer o un viejecito con barba, ya saben, alguien a quien yo no podía devolverle la paliza. Pero siempre, de cualquier forma, fuera quien fuera mi contrincante, yo recibía una paliza descomunal.
Era casi lo peor que podía ocurrirle a un tipo, es decir, me parecía lo peor entonces, cuando yo no era más que un chaval. A medida que fui creciendo, por supuesto, comencé a ver que había cosas mucho peores, como saber que estás sano y no eres capaz de probarlo, o ser arrinconado allí donde puedes hacerle daño a alguien. O estar rodeado de degenerados y pervertidos, de tal forma que tú acabas siendo igual que ellos. Así fue como soñé sobre esas cosas.
Siempre me sentí culpable por lo de Bearcat. En mi subconsciente, aunque el sentimiento no era tan fuerte como lo había sido, seguía sintiendo que debía ser castigado por aquello. Por esa razón tenía aquellas pesadillas, por lo mismo había tenido aquel sueño sobre Fay. Perderla, permitiendo cosas que hacían que la perdiera, era lo que más me aterrorizaba. Era el peor castigo que podía recibir, por eso lo obtenía en el sueño.
Permanecí despierto un buen rato, dando vueltas y haciéndome ver lo tonto que era. Estaba ya preocupándome porque no lograba dormirme de nuevo, cuando un destello de luz entró por la ventana. Salté y miré fuera.
Era una noche de luna llena. Camino abajo, en la lejanía, vislumbré un coche. No pude ver nada más, ni al ocupante ni si había alguien más en los alrededores. Solamente un coche negro, aparcado y con las luces apagadas. Me puse los pantalones y los zapatos, salí sigilosamente fuera del apartamento y bajé hacia la arboleda.
El coche comenzó a apartarse, dio marcha atrás hacia la autopista justo en el momento en que me acercaba. Pero, por lo poco que vi y oí, supe que me había levantado de la cama para nada. Solo eran un hombre y una mujer. Un tipo con su novia. Se habían metido allí para morrearse un poco, y ahora volvían sobre sus pasos.
Era algo tan inocente como eso; no obstante, había aparecido justo después del sueño y me había asustado un poco. No podía dejar de pensar que pudiera haber sido cualquier otro; cualquiera podía aparcar allí y deslizarse hasta la casa. Apuesto a que no me habría enterado.
Después de mucho tiempo volví a la cama y me dormí. Pero incluso cuando dormía seguía estando intranquilo, aunque sabía que no tenía por qué. No había nada de qué preocuparse. Sin embargo, cuando la vida de un tipo está dedicada a una sola cosa o persona, bueno, en ese caso el tipo no necesita casi nada para desconcertarse.
El día siguiente, sábado, fue malo para mí. Fay tomó solamente cuatro o cinco copas, y con la neblina alcohólica casi desaparecida de su mente, comenzó a hacer preguntas. Aunque pensaba que yo escondía algo, no parecía sospechar la verdad. Ella simplemente quería saber más sobre mí, como hace la gente que está profundamente interesada por una persona. Y yo quería que ella estuviera profundamente interesada. Vean ustedes en qué lío me encontraba.
No podía decirle la verdad. Ni siquiera la verdad a medias, porque aun disimulando toda mi historia sonaría a demonios.
Después de la pelea con Bearcat en Burlington, había sido acusado de asesinato. Finalmente, la acusación se había quedado en homicidio sin premeditación, homicidio de segundo grado. El juez dictó sentencia, y esta coincidía con el tiempo que yo ya llevaba en la cárcel. Me enrolé en el ejército, pero ellos me pusieron rápidamente en la calle, con licenciamiento médico. Desde entonces había ido pasando de una institución a otra, haciendo algunos trabajitos humildes entre cada encierro. No tenía preparación para conseguir un buen trabajo. No podía dar ninguna referencia, y antes o después mi ficha salía a relucir.
Esta era la verdad, sin ahondar ni meterme en pequeños detalles. Lo que le había contado a ella es que dejé de boxear después de haberle hecho mucho daño a un tipo, tanto que nunca se recuperó. Le mencioné que me habían prohibido para siempre volver al ring después de aquello; por otra parte, yo no habría tenido estómago para hacerlo. Sin embargo, no servía para ninguna otra cosa; a partir de ahí, había ido a la deriva.
La explicación no la satisfizo, quiero decir que quería saber más; no obstante, vio que me estaba poniendo incómodo, de modo que, finalmente, lo dejó. Me fui a la cama temprano. Estaba completamente agotado por la tensión. Dormí bien, y cuando me desperté, ya me sentía mejor.
Me vestí y fui hacia la casa. Después de desayunar, volví otra vez al trabajo del césped. El ejercicio me sacaba las preocupaciones del cuerpo. Había buceado hasta el fondo de un blues, y ahora aparecía por el otro lado. Todavía no estaba del todo alto de moral, pero sabía que iría subiendo rápidamente.
Como a las dos horas de haberme puesto a trabajar, oí a Fay que se movía por la cocina. Después, quizá media hora más tarde, salió a la puerta y me llamó.
Dejé la guadaña y atravesé el terreno, enjugándome el sudor de los párpados y limpiándome la cara y los brazos con un pañuelo. Fui hacia los escalones, atravesé el porche, abrí la puerta y entré… Y… y después me quedé allí de pie, mirándola fijamente, porque sabía que era guapísima, que tenía madera, pero nunca hubiera pensado que podía ser tan bella. No había pensado que pudiera serlo ninguna mujer.
Sus ojos estaban radiantes, transparentes. Su pelo tenía esa apariencia suave, brillante y estaba muy cepillado. Su cara era de una suavidad blanca y rosada que parecía surgir del interior de ella misma. Llevaba puestos unos pantalones cortos de color canela y una blusa blanca que dejaba libres los hombros. Respiró con profundidad, sonriéndome, sus pechos crecieron y pude ver que no llevaba nada bajo la blusa.
—¿Bien? —Inclinó hacia un lado la cabeza, sonrió—. ¿Estoy bien como anuncio de la prohibición?
—Im… imponente. Realmente estás… eres una bomba.
—¿Hmmmmm? ¿De verdad piensas así? Pero deberías asegurarte, ¿no te parece?
—Fay, Fay, dulzura… —Di un paso hacia ella, pero me miré y me detuve—. Creo que estando tan, tan limpia, siendo tan bonita y todo, yo debería…
Vacilé deseando que dijera que no le importaba, y creo que comenzó a decirlo. Pero esto era algo que significaba mucho para ella, probablemente tanto como el matrimonio. En cierto sentido, esto era como un casamiento. Algo que ella deseaba que fuera perfecto; así, tras unos instantes, asintió.
—De acuerdo, Collie. Como mencioné hace poco, es algo bonito, ¿por qué estropearlo?
—Enseguida vuelvo, Fay —dije—, en cuanto me lave un poco.
—Ya sabes dónde estaré —sonrió—. Me encontrarás preparada. De hecho, pienso que podría…
Fay tiró de la blusa, sugerente. Después se volvió, atravesó el cuarto de estar y entró en su habitación.
Por un momento, no pude moverme, después salí de allí como despedido por una descarga. Corrí a través del patio y por las escaleras hasta mi apartamento. Abrí el grifo de la bañera y comencé a afeitarme. Acabé el afeitado, me metí en la bañera, me enjaboné y restregué la piel. Me sequé, me puse ropa limpia y volví a bajar las escaleras.
Creo que todo ello me había llevado alrededor de veinticinco minutos, no podía haber sido mucho más. Y en ese lapso de tiempo —tan solo en ese corto lapso—, todo había cambiado para mí.
No había oído el coche cuando se marchaba. No había podido oírlo con todo el ruido que estuve haciendo en la bañera. Todo había pasado y, por supuesto, ella se había ido. Miré dentro de la casa, esperando contra toda esperanza, deseando que nada fuera como era, pero ella se había ido. Al parecer, lo había hecho como estaba vestida, quizá se había llevado un abrigo.
Me quedé en el cuarto de estar, y durante un rato permanecí allí, sentado, mirando hacia el vacío, hacia nada, con la mente en blanco. Después, gradualmente, comencé a pensar de nuevo. Y lo que pensé fue en lo innecesario que era todo, en que cada cosa era una pieza más en el entramado que me había colocado donde estaba.
Doctor Goldman. Doc y las docenas de doctores en los que había ido a caer decían que mi pensamiento era unilateral. Diablos, comparado con el suyo, el mío tenía más lados que un diamante. Ellos lo sabían todo sobre mí, al menos algunos; pero solo me tenían por algo aislado, ajeno al conjunto y que no formaba parte del mundo. Yo era un caso, no una persona.
Lo que yo pensara o sintiera era algo que tenía una importancia mínima, si es que tenía alguna. No era digno de crédito. No sabía nada, en tanto que ellos lo sabían todo. Y si yo hubiera continuado dentro el tiempo suficiente, un año, dos, quince años —¡caray!—, ellos me habrían dejado bien arreglado. Sí, señor, habrían cuidado de mi caso. Y si no lo hacían, no tenía importancia, porque mientras tanto se me habría ido la vida.
Me he pasado la mitad de mi existencia escuchando a doctores, pero no podía recordar a uno solo que realmente me hubiera escuchado a mí, ni siquiera uno que hubiera dedicado un solo pensamiento a algo que yo dijera. ¿Y por qué no? Díganme por qué no. Yo era el tipo que más me concernía. Yo era el tipo que mejor sabía de qué tenía que cuidarme. Era la mejor autoridad mundial sobre Kid Collins; no como caso, sino como el mismo Kid. Sabía cuánto había ganado y cuánto podía ganar. Y sobre todo, y esto es lo más importante, sabía cómo me consideraba la gente.
No había ninguna teoría al respecto. En este asunto no existía nada sobre cómo podía o debía actuar la gente. Yo lo sabía. Lo había aprendido por experiencia de primera mano, y si alguien hubiera sabido escucharme, si Doc me hubiera querido escuchar…
Sí, claro, estaba metido en un negocio lamentable, pero me había llevado más de quince años conseguir algo así, más de quince años de aguantar, de no ser nada más que una nulidad. Y… y Doc no había sabido nada del asunto. Todo lo que sabía es que ahora me estaba yendo bien, que tenía algo por lo que vivir casi por primera vez en la vida. De todos modos, no me había escuchado. Lo que yo sabía no importaba nada, únicamente lo que él pensaba.
Cogí la guía de teléfonos y busqué su número. Lo marqué, y él contestó inmediatamente. Dije «Collie» y esperé.
—¿Collie? —titubeó—. Mira chico, eh, ¿dónde estás?
—Justo donde siempre he estado.
—Pero… —Se aclaró la voz, incómodo—. Recuerda que no te hice ninguna promesa, Collie. Te dije que lo dejaría por el momento, y solo me comprometí a no verla. No dije que no fuera, ejem, a telefonearla, Collie.
—Ya lo sé. Eres un hombre de palabra.
Se quedó callado durante un rato. Cuando volvió a hablar, su voz parecía alterada, como si estuviera algo enojado.
—No dije nada que pudiera alarmarla, Collie. Al contrario, tuve mucho cuidado en darle seguridad.
—Entonces, eso quiere decir que ella es una especie de loca, ¿no es así? No tendría que haberse alarmado y debería haberse tranquilizado, pero ocurrió justamente al revés. Ella no ha reaccionado apropiadamente, ¿no es así, doctor? Es anormal, ¿no le parece?
—A juzgar por su actitud, ¡sí! Ella…
—Ya sé. Recuerdo la época en que me hicieron tres punciones en un mes en la columna vertebral, así como cuando me trataron con electroshocks y con shocks de insulina. No había nada equivocado en el tratamiento, ya sabe. No era por culpa del tratamiento que yo no podía enfocar mi vista, mantenerme en pie o recordar mi propio nombre. Era yo, solo era yo que no reaccionaba correctamente.
—Collie, por favor. Escúchame.
—Recuerdo a un médico de uno de los sitios en donde estuve, un tipo que se había especializado en lobotomías. Llevaba a cabo una tras otra, y, desde luego, era absolutamente correcto haciéndolas. Lo que pasa es que, de alguna manera, los pacientes no cooperaban. No reaccionaban como hubieran debido hacerlo. Él les colocaba esos elegantísimos prefrontales, era muy simple, los mejores trabajos que se hayan visto por ahí. Sin embargo, esos condenados y testarudos pacientes no se ponían bien. Probablemente es que les gustaba ser idiotas, ¿no diría usted eso? Les gustaba mucho ser tan estúpidos como para no poder abotonarse los pantalones ni contar los dedos de una mano. Les gustaba… —Me interrumpí sin oírle—. Déjelo, sencillamente déjelo.
Hubo una pausa. Yo podía suponer en él cualquier reacción, menos que fuera amenazador. Me imaginaba la preocupación en sus ojos.
—Lo siento muchísimo, Collie, pero debes comprender que era lo único que podía hacer. No podrás decir que sea culpa mía el que la señora Anderson adopte una actitud que es todo menos razonable.
—Esa es la palabra correcta, Doc. Ahora quizá pueda decirme cual podría haber sido una actitud razonable. Vive sola, recuérdelo, está un poco mal de los nervios y hace poco más de una semana que me conoce. Así que, dígame, doctor, ¿cómo tendría que haber actuado?
—Bueno, yo… yo en realidad no pienso que ella… —Hizo una pausa—. ¡Escúchame, Collie! Ya te he dicho que lo siento.
—Usted no sabe nada, ¿verdad? Usted no lo sabía, pero ahora lo sabe. Entonces va y encuentra el camino más fácil. ¿Por qué no prueba a hacérselo a usted mismo, doctor? ¿Por qué no va y le dice a alguna de las personas normales que conoce que usted tiene perturbaciones mentales? Luego va y se queda ahí a esperar y ver cómo reaccionan.
—Collie… —Ahora estaba imaginándome el rubor en su cara—. Hice lo que debía. Siento que la señora Anderson se lo haya tomado así, y me quedaré más que satisfecho si… ¿Está ella contigo…?
Me eché a reír y no le respondí nada.
—¿Estás en su casa? Bueno, quédate allí, llegaré en un momento. Yo… ya sabes que soy tu amigo, chico. No quiero que tengas que arreglar esto solo.
—Ya sé que es mi amigo. Me alegro de recordarlo.
—¿Te quedarás ahí, entonces? ¿Me darás la oportunidad de arreglarlo?
—Me voy de aquí —mentí—, vuelvo a la carretera.
—¡No! No, Collie. Si sientes que no puedes quedarte ahí tienes que volver aquí. Seguiremos adelante tal como lo habíamos planeado.
—Me voy, Doc. Vuelvo a la carretera, y no trate de buscarme. Porque si lo hace… no le recordaría.
Colgué el teléfono.
Un minuto más tarde volví a llamar. Sonó y sonó, y finalmente colgué. Me quedé allí, sentado mirando a la nada. Las lágrimas bajaban por mi cara.