Normalmente, durante los últimos quince años siempre he odiado ver amanecer. Es un síntoma psicótico, ¿saben? Uno no quiere despertarse odiando tener que hacer frente a aquellas cosas que sobrepasan lo que puede controlar. Esto había llegado a ser tan fuerte, que casi siempre estaba enfermo por la mañana. Comenzaba a vomitar tan pronto como abría los ojos. Así había ocurrido durante años y años, unos quince, y casi había olvidado que existían otras maneras de despertarse. Esa mañana lo supe.
Esa mañana —la mañana después de aquella noche— fue como si todos aquellos años no hubiesen existido nunca.
Me desperté temprano, no mucho después de que hubiera aparecido la luz del día, y comencé a sentirme de tal manera que no me habría quedado en la cama ni aunque me hubieran pagado por ello. Continué tumbado durante un minuto más o menos, conteniéndome y notando cómo me crecía la energía. Después salté, y durante los siguientes diez minutos quien me viera hubiera creído que estaba loco: salté a la cuerda, boxeé con la sombra, di volteretas sobre la cama y fuera de ella, y cuando me dirigí al cuarto de baño, lo hice caminando sobre mis manos.
Respiraba con cierta dificultad, pero me encontraba bien. Era bueno haber hecho algo que me hiciera respirar así. Me duché y me afeité usando los artículos de baño que me había comprado tío Bud. Me vestí y me dirigí a la casa.
Fay aún dormía, por supuesto. Ella rara vez se levantaba antes del mediodía. Me preparé un gran desayuno, procurando no hacer ningún ruido que pudiera molestarla. Después de haber comido, volví a salir.
Durante un rato me quedé sentado en el porche trasero, mirando las altas hierbas espigadas del terreno. Me dio la impresión de que la hierba me estaba pidiendo que la cortara, así que, finalmente, desenterré una vieja guadaña que había en el garaje y puse manos a la obra.
Lo cierto es que a aquello le quedaba poco de guadaña y que el césped era casi tan duro como el hierro. Al cabo de una hora de enérgicos balanceos, a duras penas había hecho mella en él.
Me enderecé para descansar la espalda, fui caminando hacia el ángulo más lejano del garaje, y desde allí medí el terreno a simple vista. Me pareció que lo mejor era hacer un corte en hileras, comenzando desde el exterior y avanzando hacia la casa. De aquella manera podría seguirle mucho mejor la pista al trabajo. De momento no cortaría más, pero ya tenía mucho mejor aspecto que antes.
Después volví a mi balanceo, cortando una amplia zona y dejando un claro hasta donde comenzaban los árboles. Allí estaba, de pie, descansando a la sombra, cuando oí el motor de un coche que se acercaba. Me agaché para apartarme de la vista del conductor, mientras me preguntaba quién podría ser, porque seguro que no era tío Bud. Entonces el sol iluminó la matrícula. Me levanté de un salto y eché a correr.
Me lancé camino abajo. El coche se detuvo, y dudé por un momento. Después abrí la puerta y entré.
El doctor Goldman sacó su pipa, la llenó de tabaco y encendió una cerilla sin observarme. Miraba hacia delante a través del parabrisas.
—Lo siento, Doc —expliqué—, no podía quedarme allí con usted. Sabe muy bien que no podía ¡No, no habría sido lo propio! Habría estado preocupado todo el tiempo.
—¿Pero no te preocupó dejar plantado a un amigo? ¿Pensabas que eso sí que estaba bien? —Negó con la cabeza—. No es la mejor forma de pensar, Collie. Es el tipo de pensamiento unilateral y confuso que solo puede traerte problemas.
—No estoy confuso. Era algo que tenía que hacer, así que lo hice.
—Con un botellón de vino tinto, supongo. Tal vez en la parte trasera de un camión como transporte. —Rio con aire cansino—. No, no me fue difícil seguirte la pista, Collie. Sí hay algo que no eres, es una persona que pase desapercibida. Y con todo ese vino, no esperaba que llegaras tan lejos.
—No era para mí. Era un regalo. Lo compré para… para esta gente con la que estoy trabajando.
—¿Aquí? —indicó el camino sirviéndose de la pipa—. ¿Entonces me mentiste cuando dijiste que no conocías a nadie en este estado?
—No, quiero decir, bueno, en realidad no los conocía. Los había visto por primera vez aquella noche, la misma en que le conocí a usted. Son una especie de vieja pareja, tomamos unas copas juntos, y…
—¡Para ya, Collie! He estado haciendo unas discretas pesquisas. Ya sé quién vive en este sitio.
Sentí el calor en mi cara y cómo me ruborizaba. Quería decirle que se fuera a la mierda, que no era de su incumbencia lo que yo hiciera, pero no era un tipo al que se le pudieran decir cosas de ese calibre. No hubiera podido de ninguna manera, porque él había sido verdaderamente cordial y generoso conmigo, y yo sabía que estaba tratando de ser mi amigo.
—Ella es viuda, ¿no es así, Collie? —preguntó—. Te recogió en un bar, de la misma manera, me imagino, que muchas mujeres lo hacen, y quizá por las mismas razones. Pero al ser un chico guapo, aunque un poco cándido, no tuviste que esperar. Después supiste que lo que tenías entre manos era una equivocación, así que te fuiste. Más tarde, y esto fue ayer, cambiaste de idea. Te convenciste a ti mismo de que lo erróneo era correcto. Y así fue como volviste y te instalaste.
—¡No! No es como usted lo ve, doctor. Estoy trabajando aquí, realmente trabajando. Usted mismo puede verlo, y comprobar que hay mucho para hacer.
Echó una ojeada a la casa y después al césped que había cortado.
—No estoy viviendo con ella —expliqué precipitadamente—. Tengo un pequeño apartamento fuera, encima del garaje. ¡Claro que me gusta! Un montón, y yo a ella. Y me necesita. Ella… ella bebe demasiado, y necesita a alguien para…
—¡Pero Collie! Collie, amigo mío. —Dejó caer una mano sobre mi hombro—. No ves… Ya viste el peligro de tal situación hace unos días. Tú, un hombre que de ninguna manera se encuentra bien, y una mujer que no está bien, una alcohólica. Los dos juntos: una mujer cuya conducta seguramente es irregular y difícil, al menos a veces, y un hombre que es capaz de desencajarse por un normal toma y daca entre personas.
—Ella me necesita —insistí—. ¿Sabe usted lo que eso significa? ¿Tener a alguien que por primera vez en la vida te necesita?
—Ya lo sé. No obstante, Collie, aun así, no está bien.
—Debe de estarlo cuando esta mañana me desperté contento. Me sentía alegre de estar vivo, Doc. Y era porque sabía que había alguien que también estaría alegre. Y la gente no se pone contenta contigo si no te necesita. Puede ser amable y amistosa, como usted lo ha sido; pero si no te necesitan, no pueden mostrarse verdaderamente contentos, no les importa si estás vivo o no. Y cuando no le importas a nadie, cuando eso ocurre año tras año, Doc, y a nadie le importa nada de ti…
Me detuve. Supongo que había dicho todo lo que tenía que decir. Doc se aclaró la voz, incómodo.
—De acuerdo, Collie —asintió—. Estaré de acuerdo en que te quedes aquí, pero tengo que hablarle a ella de tu estado.
Le lancé una mirada dura. Él añadió:
—Puedo hacerlo de forma que no se alarme.
—¡No alarmarla! Le dirá que me he escapado del manicomio judicial, que si me aprietan demasiado las clavijas, puedo enfurecerme y agitarme. Eso es lo que le dirá. ¿Qué otra cosa podría contarle? ¡Y dice que puede hacerlo sin que se alarme!
—Podría plantear la situación mucho mejor de lo que tú dices. Además, es por tu propio bien, Collie, por el tuyo y por el suyo. Y si no lo hiciera, estaría violando mi ética profesional.
Las cuerdas vocales se me empezaron a hinchar. Me froté los ojos tratando de borrar una especie de neblina roja que me impedía ver. Luego oí mi propia voz que decía:
—No lo haga, Doc. Si me hace esto, si hace que la pierda, le…
Cambió de posición y puso sus manos encima del volante, donde yo pudiera verlas, y sencillamente se quedó sentado, tranquilo. Me miraba a la cara y esperaba.
La neblina roja desapareció y mi garganta se relajó. Eché el cuerpo hacia atrás apoyándome en el respaldo. Me sentía fláccido, vacío, como sin fuerzas, pero sabía qué hacer. Abrí la puerta del coche y comencé a salir. Él me hizo retroceder, mirándome preocupado.
—Collie… —titubeó— si quisieras comprender…
—Comprendo. Cogeré mi abrigo y me iré con usted.
—No. Espera un momento. —Clavó en mí una mirada profunda—. Tienes buen aspecto, Collie. Estás cien veces mejor que cuando dejaste mi casa.
—Me siento mejor, al menos me sentía mejor hasta que a usted se le ocurrió aparecer.
Dio un respingo y siguió estudiándome. Cuando volvió a hablar, daba la impresión de que había pasado una hora.
—¿Estás ocultando algo, Collie? Estaba pensando que si la señora Anderson es el tipo de mujer que recoge hombres en los bares, seguramente tendrá algunos conocidos no del todo inmaculados…
—Ella no es de esa clase. Lo hizo conmigo, pero eso no quiere decir que lo haga con todos.
Asintió lentamente.
—Bueno, está bien, amigo. Durante un tiempo, al menos hasta que no estés mejor instalado, no la veré.
—¡Carajo, Doc! Yo… caray, yo no sé cómo darle las gracias.
—No —dijo casi aturdido—. Yo no tengo derecho a ningunas gracias.
Charlamos durante algunos minutos más. Finalmente, nos dimos la mano y se fue. Volvió sobre su camino, hacia la autopista, en vez de venir hacia el terreno.
Volví a la siega del césped, pero no trabajé mucho más. Estaba demasiado débil. La tensión en que había estado cuando pensé que él iba a hablar con Fay me había agotado.
Me tendí en la hierba, dejando que el sol me diera en la cara. Deseaba no tener que pasar nunca más por algo semejante. El doctor Goldman, pensé, mi amigo Doc, uno de los tipos más rectos que puedan existir. Y por un momento había estado a punto de matarle. A pesar del sol, sentía frío. Temblaba… Casi mato a Doc. Y probablemente le mataría si…
Pero ese «si» no iba a suceder, porque él había prometido no verla.
Hasta más tarde no me perturbó el hecho de que no me hubiera prometido no llamarla por teléfono.