Una nueva leyenda recorrió Oregón, desde Roseburg por todo el norte hasta Columbia, desde las montañas hasta el mar. Viajó por carta y de boca en boca, creciendo cada vez que era contada.
Era una historia más triste que las dos que la precedieron, aquellas que hablaban de una máquina sabia y benevolente y de una nación renacida. También era más perturbadora. Y sin embargo esta nueva fábula poseía un importante elemento del que carecían sus predecesoras.
Era cierta.
La historia hablaba de una banda de cuarenta mujeres, de mujeres locas, al decir de muchos, que habían compartido un voto secreto: hacer lo imposible para terminar con una horrible guerra y hacerlo antes de que todos los hombres buenos muriesen tratando de salvarlas.
Actuaron por amor, explicaron algunos. Otros dijeron que lo hicieron por su país.
Incluso corría el rumor de que las mujeres consideraron su viaje al Infierno una forma de penitencia, para compensar algunas pasadas faltas cometidas por la mitad femenina de la humanidad.
Las interpretaciones variaban, pero la moraleja era siempre la misma, ya se transmitiese oralmente o mediante el Correo de EE.UU. De aldea en aldea, de granja en granja, las madres, hijas y esposas leyeron las cartas o escucharon las palabras y las transmitieron.
Los hombres pueden ser brillantes y fuertes, se susurraron unas a otras. Pero los hombres también pueden estar locos. Y los locos pueden arrumar el mundo.
Mujeres, vosotras debéis juzgarlos…
Nunca más puede permitirse que las cosas lleguen a este punto, se dijeron unas a otras pensando en el sacrificio que habían hecho las Exploradoras.
Nunca más podemos consentir que la vieja lucha entre hombres buenos y malos continúe eternamente.
Mujeres, debéis compartir la responsabilidad… y poner todo vuestro talento en la contienda…
Y recordad siempre, concluía la moraleja: incluso los mejores hombres, los héroes, serán reacios a veces a cumplir con su trabajo.
Mujeres, debéis recordarles, de cuando en cuando…