En un rincón de la habitación exterior, Heather y Marcia estaban ocupadas, vueltas de espaldas, en algo que Gordon no quiso mirar.
Más adelante, lo lamentaría. Precisamente en aquel momento había cosas de las que tenía que ocuparse, como sacar a aquellas mujeres de allí. Las posibilidades eran escasas, pero si lograba llevarlas hasta las Callahan, estarían a salvo.
Eso solo ya era bastante difícil, pero además tenía otras obligaciones. Regresaría a Corvallis, de alguna forma, si era humanamente posible, e intentaría dar vida a la ridícula y hermosa imagen que Dena había tenido de lo que se suponía era un héroe: morir defendiendo a Cíclope, tal vez, o dirigir una última carga de «carteros» contra el invencible enemigo. Se preguntó si le quedarían bien los zapatos de Bezoar, o si, como tenía los tobillos tan hinchados, no sería mejor que anduviera descalzo.
—Dejad de perder el tiempo —increpó a las mujeres—. Hemos de salir de aquí.
Pero cuando se inclinó para recoger del suelo la automática de Bezoar, una voz baja y áspera dijo:
—Muy buen consejo, mi joven amigo. Y, ¿sabe?, me gustaría llamar amigo a un hombre como usted.
»Por supuesto, eso no significa que no le mate si intenta coger ese arma.
Gordon dejó la pistola donde estaba y se irguió pesadamente. El General Macklin ocupaba el umbral, con una daga en la mano, en posición de lanzamiento.
—Déle una patada —dijo con calma.
Gordon obedeció. La automática fue girando hasta un polvoriento rincón.
—Eso está mejor. —Macklin envainó el cuchillo. Hizo ademán con la cabeza hacia las mujeres—. Marchaos —les indicó—. Corred. Intentad vivir, si queréis y sois capaces.
Con los ojos muy abiertos, Marcia y Heather pasaron esquivamente ante Macklin. Huyeron en la noche. Gordon no dudaba de que correrían bajo la lluvia hasta caer al suelo.
—Supongo que eso no me incluye a mí —observó cansinamente.
Macklin sonrió y sacudió la cabeza.
—Quiero que venga conmigo. Necesito su ayuda aquí.
Una linterna cubierta iluminaba parte del claro al otro lado de la carretera, ayudado de vez en cuando por un distante relámpago y un ocasional destello de la luna entre las nubes de tormenta. La lluvia torrencial había empapado a Gordon al cabo de pocos minutos de cojear siguiendo a Macklin. Los tobillos le sangraban aún y dejaban un tinte rosáceo en los charcos que pisaba.
—Su hombre negro es mejor de lo que yo creía —dijo Macklin, situando a Gordon a un lado del círculo de luz de la lámpara—. O eso o cuenta con ayuda, lo cual es muy improbable. Mis muchachos que patrullan el río hubieran visto otras huellas además de las suyas, si estuviese acompañado.
»En cualquier caso, Shawn y Bill merecieron lo que recibieron por ser descuidados.
Por primera vez, Gordon vislumbró lo que estaba sucediendo.
—¿Quiere decir…?
—No se alegre todavía —masculló Macklin—. Mis tropas están a menos de un kilómetro de aquí, y hay una gran pistola en mi alforja. Y no me ve vocear pidiendo socorro, ¿verdad? —Volvió a sonreír—. Ahora voy a mostrarle todo lo que ocurre en esta guerra. Tanto usted como su explorador pertenecen a la clase de hombres fuertes que deberían haber sido holnistas. Usted no lo es porque fue educado en la propaganda de la debilidad. Voy a aprovechar esta oportunidad para demostrarle lo débiles que les hace.
Macklin asió a Gordon del brazo casi con la presión de un torniquete y gritó en la noche:
—¡Negro! Soy el General Volsci Macklin. Tengo aquí a tu comandante… ¡tu Inspector Postal de los Estados Unidos! —se burló.
»¿No te preocupa su libertad? Mis hombres estarán aquí al amanecer, así que tienes muy poco tiempo. ¡Acércate! ¡Lucharemos por él! ¡Tú mismo escogerás las armas!
—¡No lo hagas, Philip! Es un aum…
La advertencia de Gordon se convirtió en un quejido cuando Macklin le tiró del brazo, casi dislocándole el hombro. Aquello le hizo caer de rodillas. Las costillas le palpitaban y emitieron ondas de choque a través de todo su cuerpo.
—Vamos, vamos. Si su hombre no sabe todo lo referente a Shawn, eso significa que se cargó a mi guardaespaldas de un disparo afortunado. Si es así, ahora no merece ningún tipo de consideración especial, ¿está de acuerdo?
Le costó un poderoso esfuerzo de voluntad, pero Gordon levantó la cabeza jadeando a través de los dientes apretados. Superando las oleadas de náuseas, que llegaban una tras otra, logró ponerse en pie. Aunque el mundo le daba vueltas alrededor, no quería que le vieran arrodillado junto a Macklin.
Este le dedicó un gruñido en voz baja, como diciéndole que no esperaba menos de un auténtico hombre. El cuerpo del hombre aumentado estaba arqueado como el de un gato, crispado de expectación. Aguardaron juntos, fuera de los límites del círculo iluminado por la linterna. Transcurrieron los minutos mientras llovía y dejaba de llover de forma intermitente.
—¡Última oportunidad, negro! —En un instante el cuchillo de Macklin estuvo en la garganta de Gordon. Una garra de fuerza semejante a la de una boa le dobló el brazo izquierdo detrás de la espalda—. ¡Tu Inspector morirá en treinta segundos, a menos que te dejes ver! ¡Empiezan ya!
El medio minuto transcurrió más lentamente que ninguno de los vividos por Gordon. De forma extraña, él se sentía ajeno, casi resignado.
Al fin Macklin meneó la cabeza y su voz sonó decepcionada.
—Mal asunto, Krantz. —Le puso el cuchillo bajo la oreja izquierda—. Supongo que es más listo de lo que…
Gordon ahogó un grito. No había oído nada, pero de pronto advirtió que había otro par de mocasines en el borde de la luz, a menos de cinco metros.
—Me temo que sus hombres mataron a ese bravo soldado al que llamaba a gritos. —La suave voz del recién llegado continuó hablando mientras Macklin se volvía, poniendo a Gordon entre ambos—. Philip Bokuto fue un buen hombre —prosiguió la misteriosa voz—. Yo vengo en su lugar, para responder a su desafío como él habría hecho.
Una cinta de abalorios brilló en la cabeza del fornido hombre cuando este penetró en el círculo iluminado. Llevaba el pelo canoso recogido en una cola de caballo.
Los angulosos rasgos de su cara expresaban una triste serenidad.
Gordon casi pudo sentir el júbilo de Macklin transmitido mediante la poderosa garra que lo asía.
—Bien, bien. Por la descripción que he oído, sólo puede ser el Propietario del Refugio de Sugarloaf, que ha bajado solo de su montaña al fin. El gusto es mayor de lo que puede pensar, señor. Bienvenido sea, ciertamente.
—Powhatan —masculló Gordon, incapaz siquiera de imaginar cómo o por qué estaba allí…— ¡Lárgate, imbécil! ¡No tienes ninguna posibilidad! ¡Él es un hombre aumentado!
Phil Bokuto había sido uno de los mejores luchadores que Gordon había conocido. Si él a duras penas había conseguido atrapar al más débil de aquellos demonios y había muerto en el intento, ¿qué posibilidad tenía este hombre viejo?
Powhatan escuchó la revelación de Gordon y frunció el entrecejo.
—¿Sí? ¿Te refieres a esos experimentos que se llevaron a cabo a principios de los noventa? Creía que todos habían sido normalizados o asesinados en la época en que estalló la guerra de los eslavos contra los turcos. Fascinante. Esto explica muchas cosas de las dos últimas décadas.
—Entonces ha oído hablar de nosotros —dijo Macklin con ironía.
Powhatan asintió.
—Oí hablar, antes de la guerra. También sé por qué se interrumpió ese experimento; principalmente porque habían reclutado la peor clase de hombres que existía como sujetos.
—Eso dijeron los débiles —convino Macklin—. Porque cometieron el error de aceptar voluntarios de entre los fuertes.
Powhatan negó con la cabeza. De las palabras podía deducirse que estaba manteniendo una cortés discusión sobre semántica. Sólo su pesada respiración parecía delatar algún signo de emoción.
—Aceptaron a guerreros —enfatizó—, esos tipos admirablemente locos tan valiosos cuando son necesarios, y tan problemáticos cuando no lo son. En los noventa se aprendió la lección. Tuvieron muchos quebraderos de cabeza con los hombres aumentados que volvieron a casa conservando su amor a la guerra.
—Problemas es la palabra —rio Macklin—. Permítame presentarle al Problema, Powhatan. —Echó a un lado a Gordon como si acabara de darse cuenta que se interponía entre ellos, y envainó el cuchillo antes de avanzar hacia el hombre que era su enemigo desde hacía tanto tiempo.
Chapoteando en una zanja por segunda vez, Gordon únicamente pudo tenderse en el lodo y gruñir. Sentía todo el costado izquierdo arañado y ardiente, como si se hubiera rozado con carbones encendidos. La conciencia fluctuó y se quedó sólo porque él se negó por completo a dejarla ir. Cuando, al fin, fue capaz de elevar la mirada a través de un túnel distorsionado por el dolor, vio a los otros dos hombres agarrándose el uno al otro, dentro del pequeño oasis de luz proporcionado por la lámpara.
Por supuesto, Macklin estaba jugando con su adversario. Powhatan era impresionante, para ser un hombre de su edad, pero los monstruosos bultos que sobresalían en el cuello, brazos y muslos de Macklin lograban que los músculos de un hombre normal parecieran patéticos en comparación. Gordon se acordó del atizador de la chimenea de Macklin que se había partido como un caramelo.
George Powhatan aspiraba con fuertes y rápidas bocanadas y tenía el rostro enrojecido. A pesar de lo desesperado de la situación, a Gordon le sorprendió profundamente ver señales tan evidentes de miedo en el rostro del Propietario.
Todas las leyendas deben de estar basadas en mentiras —pensó—. Exageramos, e incluso llegamos a creerlo después de un tiempo.
Únicamente en la voz de Powhatan parecía quedar un resto de calma. De hecho, casi sonó indiferente.
—Hay algo que debería considerar, General —dijo entre rápidas aspiraciones.
—Después —rezongó Macklin—. Después podremos conversar sobre crianzas y destilerías, Propietario. Ahora voy a enseñarle un arte más práctico.
Veloz como un gato, Macklin atacó. Powhatan saltó a un lado, justo a tiempo. Pero Gordon sintió un estremecimiento cuando se revolvió y lanzó una patada que Macklin esquivó sólo por centímetros.
Gordon comenzó a concebir esperanzas. Quizá Powhatan fuese un natural cuya rapidez —incluso en la mediana edad— pudiera casi igualarse a la de Macklin. De ser así, y con su mayor envergadura, podía lograr mantenerse a distancia de la terrible garra de su enemigo…
El hombre aumentado se abalanzó de nuevo, consiguiendo aferrar la camisa de su oponente. Esta vez Powhatan escapó por menos margen aún, deshaciéndose de la bordada prenda y asestando una serie de golpes, cualquiera de los cuales podía haber matado a un novillo. Casi colocó un salvaje puñetazo en el riñón de Macklin, pero este lo esquivó. Entonces, como una exhalación, el holnista se giró y asió la muñeca de Powhatan en el aire.
Tentando a la suerte, Powhatan se aproximó y consiguió liberarse con un revés.
Pero Macklin parecía esperar la maniobra. El General pasó de largo de su oponente, y cuando Powhatan se giró para seguirlo, lo asió velozmente y lo mantuvo sujeto por el otro brazo. Macklin sonrió cuando Powhatan trató de zafarse de nuevo, esta vez sin resultado.
A la distancia de un brazo, el hombre de Camas Valley tiró hacia atrás y jadeó. A pesar de la lluvia helada parecía acalorado.
Ya está, pensó Gordon, perdiendo los ánimos. A pesar de sus pasadas diferencias con Powhatan, trató de pensar en algo que hacer para ayudarle. Miró alrededor en busca de cualquier cosa que arrojar al monstruo aumentado, aunque sólo fuera para distraerlo a fin de que el otro pudiera alejarse.
Pero sólo había barro y varias ramitas mojadas. Y él apenas tenía fuerzas para salir de la zanja adonde había sido empujado. Únicamente pudo quedarse allí y contemplar el desenlace, esperando su turno.
—Ahora —dijo Macklin a su nuevo cautivo—. Ahora diga lo que tenga que decir. Pero más le vale que sea divertido. Mientras yo sonría, usted vivirá.
Powhatan hizo una mueca y tiró, poniendo a prueba la férrea garra de Macklin. Incluso después de un minuto entero no había dejado de respirar profundamente. Ahora la expresión de su rostro parecía distante, como resignada. Su voz resonó extrañamente rítmica cuando respondió al fin:
—Yo no deseaba esto. Les dije que no podría… demasiado viejo… la suerte se acaba… —inspiró profundamente y suspiró—. Les rogué que no me hicieran. Y ahora, ¿para terminar aquí…? —Los grises ojos chispearon—… Pero esto jamás termina… excepto con la muerte.
Está deshecho, pensó Gordon. Está destrozado. No quería presenciar aquella humillación. Y dejé a Dena para ir a buscar a este famoso héroe…
—No me está divirtiendo, Propietario —dijo Macklin, fríamente—. No me aburra, si valora los momentos que le quedan.
Pero Powhatan parecía distraído, como si de hecho estuviera pensando en otra cosa, concentrándose en recordar algo, quizás, y manteniendo la conversación sólo por cortesía.
—Yo únicamente… creía que debía saber que las cosas cambiaron un poco… después de que ustedes dejaran el programa.
Macklin meneó la cabeza y frunció el entrecejo.
—¿De qué diablos está hablando?
Powhatan parpadeó. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, lo que hizo sonreír a Macklin.
—Me refiero a que… a que ellos no estaban dispuestos a abandonar algo tan prometedor como el proyecto de los hombres aumentados… porque hubiera habido fallos la primera vez.
Macklin rezongó.
—Estaban demasiado asustados para continuar. ¡Demasiado asustados de nosotros!
Las pestañas de Powhatan se movieron ligeramente. Su respiración aún era acelerada. Algo le estaba ocurriendo a aquel hombre. El sudor relucía formando oleosas cuentas en sus hombros y pecho que eran arrastradas por la torrencial y pesada lluvia. Sus músculos se crispaban como si tuviera calambres.
Gordon se preguntó si se estaría desmoronando ante sus ojos.
La voz de Powhatan sonó remota, casi atontada.
—… las nuevas implantaciones no fueron ni tan grandes ni tan potentes… pretendían que fueran un suplemento del adiestramiento en ciertas artes orientales… en biorregeneración…
Macklin echó la cabeza hacia atrás y soltó una gran carcajada.
—¿Neohippies aumentados? ¡Oh! Bien, Powhatan. ¡Qué farol! ¡Magnífico!
Sin embargo, Powhatan no pareció haberlo oído. Se estaba concentrando, moviendo los labios como si recitara algo memorizado mucho tiempo atrás.
Gordon miró, parpadeó para eliminar las gotas de lluvia y volvió a mirar con mayor fijeza. Sobre los brazos y hombros de Powhatan parecían estar dibujándose tenues líneas, que le cruzaban cuello y pecho. Los temblores habían aumentado hasta alcanzar un ritmo uniforme que ahora ya no parecía caótico sino… deliberado.
—El proceso también requiere mucho aire —dijo Powhatan afablemente, coloquialmente. Inspirando todavía con profundidad, comenzó a erguirse.
Por entonces Macklin ya había dejado de reír. El holnista le miraba con franca incredulidad.
Powhatan siguió hablando.
—Estamos prisioneros en jaulas similares… aunque usted parece disfrutar mucho de la suya… También, ambos estamos atrapados por la arrogancia de una época arrogante…
—Usted no está…
—Vamos, General. —Powhatan sonrió a su captor sin malicia—. No se sorprenda… No creerá que usted y su generación fueron los últimos.
Macklin debía de haber sacado la misma conclusión que antes Gordon, al pensar que George Powhatan sólo hablaba para ganar tiempo.
—¡Macklin! —gritó Gordon. Pero el holnista no se distrajo. En un momento, su largo cuchillo, similar a un machete, estuvo a la vista, brillando húmedo a la luz de la lámpara antes de bajar hacia la inmovilizada mano derecha de Powhatan.
Inclinado aún y desprevenido, Powhatan reaccionó con un rapidísimo movimiento. El golpe sólo le arañó el brazo cuando sujetó la muñeca de Macklin con la otra mano.
Forcejearon y el holnista lanzó un grito. La fuerza superior del General empujaba la goteante hoja cada vez más cerca.
Con un repentino paso y un movimiento de la cadera, Powhatan cayó hacia atrás, lanzando a Macklin por encima de su cabeza. El General cayó de pie, todavía sujeto, y tiró con fuerza a su vez. Girando como los dos brazos de un molinete, se midieron mutuamente, ganando momentos, hasta que desaparecieron en la negrura más allá del círculo de luz. Se oyó ruido de algo que se rompía. Luego otro. Gordon tenía la impresión de que eran elefantes aplastando la maleza.
Venciendo el dolor que le producía el mero movimiento, se arrastró fuera de la luz lo suficiente para que sus ojos se adaptaran a la oscuridad y se incorporó bajo un cedro rojo empapado por la lluvia. Escudriñó en la dirección en que se habían ido los dos hombres, pero era incapaz de hacer algo más que seguir la lucha por su fragor y por los ruidos que producían las diminutas criaturas del bosque al apartarse del camino de destrucción.
Cuando las dos siluetas que luchaban volvieron a aparecer en el claro, sus ropas estaban hechas trizas. Por sus cuerpos corrían rojos regueros desde veintenas de cortes y arañazos. El cuchillo había desaparecido, pero incluso desarmados los dos guerreros eran impresionantes. En su camino ninguna zarza ni vástago resistían. Una zona de devastación los seguía a dondequiera que fueran.
No había ritual ni elegancia en aquel combate. La figura más pequeña y poderosa se acercaba con ferocidad y trataba de agarrar a su enemigo. La más alta luchaba por mantener la distancia y lanzaba golpes que parecían cortar el aire.
No exageres, se dijo Gordon. Sólo son hombres, y viejos, además.
Y aun así, una parte de Gordon se sentía emparentada con aquellos antiguos pueblos que creían en gigantes, en hombres iguales a los dioses, cuyas batallas hacían hervir los mares y derribaban cadenas de montañas. Cuando los combatientes volvieron a desaparecer en la oscuridad, experimentó una oleada de aquella abstracta sorpresa que siempre afloraba a su mente cuando menos lo esperaba. Pensó con imparcialidad en cómo el acrecentamiento, como tantos otros poderes descubiertos recientemente, había visto su primera utilidad en la guerra. Pero siempre se hacía así, antes de que se encontraran otros usos… con la química, las aeronaves, los vuelos espaciales… Aunque más tarde llegaba su verdadera utilidad.
¿Qué hubiera ocurrido, de no producirse la guerra Fatal? ¿Se habría fusionado esta tecnología con los ideales mundiales del Nuevo Renacimiento, siendo asequible a todos los ciudadanos?
¿De qué hubiera sido capaz la humanidad? ¿Qué podía haber quedado fuera de su alcance?
Gordon se apoyó en el áspero tronco del cedro y consiguió ponerse en pie. Se balanceó inseguro un instante; luego, puso un pie delante del otro y, paso a paso, cojeó en dirección al estrépito. No pensó en escapar, sólo en presenciar el gran último milagro de la ciencia del Siglo Veinte destruyéndose a sí mismo bajo la lluvia y los relámpagos en un bosque de la edad oscura.
La linterna arrojaba tenebrosas sombras sobre las aplastadas zarzas, pero pronto salió de la zona iluminada. Se guio por los ruidos hasta que, de pronto, estos cesaron. No hubo más gritos, ni más choques violentos, sólo el retumbar de los truenos y el rugir del río.
Sus ojos se adaptaron a la oscuridad. Protegiéndolos de la lluvia, finalmente vio, recortadas sobre las grises nubes, dos rígidas figuras rojizas en la cumbre de un promontorio que dominaba el río. Una, achaparrada, con cuello de toro, como el legendario Minotauro. La otra parecía más un hombre, con el pelo largo ondeando al viento como una bandera hecha jirones. Completamente desnudos ahora, los dos hombres aumentados frente a frente se bamboleaban jadeantes bajo el bramar de la tormenta.
Entonces, como a una señal, se atacaron por última vez.
Resonó un trueno. Una cegadora escalera de luz golpeó la montaña en la orilla opuesta del río, vapuleando las ramas del bosque con su bramido.
En ese instante, Gordon vio una figura que se destacaba contra la dentada escalera eléctrica, sosteniendo con los brazos extendidos otra figura que se debatía sobre su cabeza. El cegador resplandor duró sólo lo suficiente para que Gordon viera a la sombra erguida tensarse, flexionarse y arrojar a la otra al vacío. La negra silueta permaneció en el aire un instante antes de que el resplandor eléctrico se desvaneciera y la oscuridad cayera otra vez.
La inesperada imagen desapareció. Gordon sabía que aquella silueta tenía que caer de nuevo, al cañón y al helado torrente que discurría mucho más abajo. Pero en su imaginación vio que la sombra continuaba ascendiendo, como proyectada desde la Tierra.
Grandes cortinas de lluvia eran impulsadas hacia el sur por el angosto desfiladero. Gordon volvió a tientas hasta el tronco de un árbol caído y se sentó pesadamente. Allí se limitó a esperar, incapaz incluso de pensar en moverse; sus recuerdos se agitaban como un río caudaloso y lleno de remolinos.
Por último, oyó un crujido de ramas rotas a su izquierda. Una figura emergió lentamente en la oscuridad y avanzó hacia él con cansancio.
—Dena decía que sólo contaban dos clases de hombres —comentó Gordon—. Siempre me pareció una idea descabellada. Pero nunca me di cuenta de que el gobierno también pensaba de ese modo, antes del final.
El hombre se desplomó en el tronco roto junto a él. Bajo su piel palpitaban un millar de pequeñas hebras. La sangre manaba de cientos de rasguños por todo su cuerpo. Respiraba pesadamente, mirando al vacío.
—Ellos cambiaron su política, ¿verdad? —preguntó Gordon—. Al final, redescubrieron la sabiduría.
Sabía que George Powhatan le había oído, y había comprendido. Pero no hubo respuesta.
Gordon se enojó. Necesitaba una respuesta. Por alguna razón, muy profunda, tenía que saber si Estados Unidos había sido regido, en aquellos últimos años antes de la Calamidad, por hombres y mujeres de honor.
—¡Dime, George! Antes te he oído decir que dejaron de utilizar el tipo guerrero. ¿Quién más había allí, entonces? ¿Seleccionaron a los contrarios? ¿A los que sentían aversión por el poder? ¿A hombres que lucharan bien, pero sólo por cumplir su cometido?
Recordó a un estupefacto Johnny Stevens, siempre ansioso por aprender, siempre tratando de comprender el enigma de un gran líder que despreció una corona de oro por un arado. Nunca se lo había explicado del todo al chico. Y ahora era demasiado tarde.
—¿Y bien? ¿Revivieron el viejo ideal? ¿Buscaron soldados que se vieran a sí mismos principalmente como ciudadanos?
Asió los palpitantes hombros de Powhatan.
—¡Maldito seas! ¿Por qué no me lo dijiste, cuando hice todo el camino desde Corvallis para suplicarte? ¿No crees que yo, al menos, lo hubiera comprendido?
El Propietario de Camas Valley parecía hundido. Cruzó la mirada con Gordon brevemente; luego la apartó otra vez, estremeciéndose.
—Oh, suponías que yo lo comprendería, Powhatan. Sabía a lo que te referías cuando dijiste que las Grandes Cosas son insaciables —Gordon apretó los puños—. Las Grandes Cosas te arrebatarán todo lo que amas, y aún exigirán más. Tú lo sabes, yo lo sé… ese podre idiota de Cincinatus lo sabía, cuando les dijo que podían quedarse con su estúpida corona.
»¡Pero tu error fue creer que eso puede acabar alguna vez, Powhatan! —Gordon se puso en pie, gritando al otro su ira—. ¿Crees sinceramente que tu responsabilidad terminó alguna vez?
Cuando Powhatan habló al fin, Gordon hubo de inclinarse para oírlo debido al rugido de la tormenta.
—Esperaba… estaba tan seguro de que podría…
—¡Tan seguro de que podrías decir no a todas las grandes mentiras! —Gordon rio sarcástica y amargamente—. ¿Seguro de que podías decir no al honor, a la dignidad y a la patria?
»Entonces, ¿qué te hizo cambiar de opinión?
»Te reíste de Cíclope y de la promesa de tecnología. ¡Ni Dios, ni la compasión, ni Estados Unidos Restablecidos hubieran podido moverte! Dime pues, Powhatan, ¿qué poder fue lo bastante fuerte para hacer que siguieras a Phil Bokuto hasta aquí y me buscaras?
Sentado con las manos juntas, el más poderoso hombre vivo, la única reliquia de una época de semidioses, parecía replegarse en sí mismo como un muchacho, exhausto, avergonzado.
—Tienes razón —gruñó—. Nunca acaba. ¡Yo he cumplido mi parte, lo he hecho más de un millar de veces…! Lo único que quería era que me dejaras envejecer en paz. ¿Era demasiado pedir? ¿Lo es? —Tenía los ojos empañados—. Pero nunca, jamás acaba.
Powhatan alzó la mirada, encontró la de Gordon por primera vez y la sostuvo.
—Fueron las mujeres —prosiguió con voz baja, respondiendo al fin a la pregunta de Gordon—. Desde tu visita y aquellas condenadas cartas, no dejaron de hablar, de hacer preguntas.
»Luego llegó la historia de esa locura del norte, incluso a mi valle. Intenté… intenté explicarles que era un disparate lo que hicieron tus amazonas, pero ellas…
A Powhatan se le quebró la voz. Meneó la cabeza.
—Bokuto armó gran revuelo al venir aquí solo… y cuando eso sucedió ellas siguieron mirándome… Me acosaron y me acosaron y me acosaron…
Gimió y se cubrió la cara con las manos.
—Dios del Cielo, perdóname. Las mujeres me empujaron a hacerlo.
Gordon parpadeó atónito. Entre las gotas de lluvia, las lágrimas corrían por el rostro anguloso y preocupado del último hombre aumentado. George Powhatan se estremecía y sollozaba dolorosamente.
Gordon se dejó caer en el áspero tronco junto a él; una gran pesadumbre lo inundaba como el cercano Coquille, crecido a causa de las nieves invernales. Al cabo de otro minuto, sus propios labios estaban temblando.
Los relámpagos destellaban. Rugía el río. Y lloraron juntos bajo la lluvia, lamentándose como únicamente los hombres pueden lamentarse de sí mismos.