17

—Ahora lo sé todo sobre sus mujeres.

La visión de Gordon del mohoso y destrozado establecimiento comercial no paraba de girar. Le resultaba difícil enfocar algo en particular, y mucho menos al hombre que le estaba hablando.

Gordon colgaba de una cuerda atada a los tobillos y las manos caían hasta medio metro del deteriorado suelo de madera. El General Macklin se hallaba junto al fuego, afilando un trozo de madera. Miraba a Gordon Krantz cada vez que el movimiento del cuerpo de su prisionero los ponía cara a cara. La mayor parte del tiempo sonreía.

La opresión que sentía en los tobillos y el dolor en la frente y el esternón no eran nada comparados con el peso de la sangre que se agolpaba en su cerebro. A través de la puerta trasera, Gordon oía un leve gimoteo, un sonido en sí bastante patético, pero que resultaba un alivio después de los gritos que había soportado durante la última media hora. Al fin, Macklin había ordenado a Bezoar que parara y dejase a las mujeres hacer algún trabajo. Había un prisionero en la habitación contigua que quería fuese atendido, y no deseaba que Marcia y Heather perdiesen el conocimiento a causa de los golpes cuando aún podían ser de utilidad.

Macklin también deseaba mantener su entrevista con Gordon en paz y tranquilidad.

—Algunos de esos chiflados espías de Willamette vivieron lo suficiente para ser interrogados —le dijo apaciblemente el jefe holnista—. El que está en la habitación contigua no ha cooperado mucho todavía, pero también tenemos informes de nuestra fuerza invasora, así que el cuadro está muy claro. He de reconocer su mérito, Krantz. Fue un plan muy imaginativo. ¡Lástima que no funcionase!

—No tengo ni idea de qué demonios está diciendo, Macklin. —Gordon tenía la lengua tan entumecida que le era difícil hablar.

—Ah, pero por su cara veo que comprende —repuso su captor—. Ya no hay necesidad de mantener el secreto. No necesita preocuparse más por sus mujeres soldado. Debido a su especial modo de atacar, sufrimos algunas bajas. Pero apostaría a que muchas menos de las que usted esperaba. En estos momentos, desde luego, todas sus «Exploradoras de Willamette» estarán muertas o encadenadas. No obstante, lo felicito por su inteligente intento.

A Gordon el corazón le latía desbocado.

—Bastardo. No me atribuya a mí el mérito. ¡Fue idea de ellas! ¡Yo ni siquiera sabía lo que planeaban hacer!

Fue la segunda vez que Gordon vio que la sorpresa cruzaba la cara de Macklin.

—Bien, bien —dijo el jefe bárbaro al fin—. Imagíneselo. Feministas, todavía por ahí en estos días y en esta época. ¡Mi querido Inspector, parece que hemos llegado justo a tiempo para salvar a la pobre gente de Willamette! —Volvió a sonreír.

La vanidad que mostraba aquella cara era excesiva para soportarla. Gordon se aferró a cualquier cosa para intentar borrarla.

—Jamás vencerá, Macklin. ¡Aunque quemase Corvallis, arrasara cada aldea e hiciera pedazos a Cíclope, el pueblo nunca dejará de luchar contra ustedes!

La sonrisa no se borró, imperturbable. El General ladeó la cabeza.

—¿Piensa que carecemos de experiencia? Mi querido amigo, ¿cómo se impusieron los normandos a los orgullosos y numerosos sajones? ¿Qué secreto utilizaron los romanos para dominar a los galos?

»Es usted de veras un romántico, señor, si subestima el poder del miedo.

»De todas formas —prosiguió Macklin mientras se recostaba y volvía a afilar la madera—, olvida que no seguiremos marginados mucho tiempo. Incontables jóvenes se darán cuenta de las ventajas de ser señores y no siervos. Y al contrario que los nobles de la Edad Media, nosotros, los nuevos feudales, creemos que todos los varones deberían tener derecho a luchar por su primer aro en la oreja.

»Esa es la verdadera democracia, amigo mío. Hacia la que América se estaba encaminando antes de la Traición Constitucionalista. Mis propios hijos deben matar para llegar a ser holnistas, o morderán el polvo para apoyar a aquellos que lo logren.

«Tendremos reclutas. Muchísimos, créalo. Con la asombrosa cantidad de gente que hay en el norte, podemos poseer, dentro de una década, un ejército como no se ha visto desde la «Civilización de Franklinstein» aplastada por su propia hipocresía.

—¿Qué le hace pensar que sus otros enemigos le darán esa década? —masculló Gordon—. ¿Cree que los californianos los dejarán sentarse sobre sus conquistas dándoles el tiempo suficiente para curar sus heridas y formar ese ejército?

Macklin se encogió de hombros.

—Habla con muy pocos conocimientos, mi querido amigo. Una vez que nos hayamos retirado, la débil confederación del sur se debilitará y nos olvidará. Y aunque pudieran dejar de lado sus perpetuas rencillas y unirse, esos «californianos» de los que habla precisarían toda una generación para alcanzarnos en nuestro nuevo reino. Entonces estaremos más que preparados para contraatacar.

»Por otro lado, y esta es la parte divertida, aunque nos persiguieran, tendrían que pasar por entre sus amigos de la montaña de Sugarloaf para llegar hasta nosotros.

Macklin rio ante la expresión en el rostro de Gordon.

—¿Pensaba que no conocía su misión? Oh, señor Krantz, ¿por qué imagina que tendí una emboscada a su grupo e hice que lo trajeran hasta mí? Lo sé todo sobre la negativa del terrateniente a ayudar a nadie situado más allá de la línea que va desde Roseburg hasta el mar.

»¿No es maravilloso? La «Muralla de las Montañas Callahan» y el famoso George Powhatan defenderán su valle, y de paso, también a nuestro flanco mientras nos consolidamos en el norte… hasta que al fin estemos preparados para iniciar la Gran Campaña.

El General sonrió con aire pensativo.

—A menudo he lamentado no haberle puesto las manos encima a Powhatan. Siempre que nuestros bandos se han encontrado, él ha sido demasiado escurridizo y ha estado incordiando en otro lado. ¡Pero creo que es mejor que haya sucedido así! Que disfrute diez años más en su granja, mientras yo conquisto el resto de Oregón. Entonces le llegará el turno.

«Incluso usted, señor Inspector, estará de acuerdo en que merece lo que le ocurrirá.

No había forma de responder a eso salvo con el silencio. Macklin tocó a Gordon con la madera que estaba afilando con la fuerza suficiente para hacer que se moviera de nuevo. Como consecuencia de ello a Gordon le resultó difícil enfocar la mirada cuando la puerta principal se abrió y un par de pesados mocasines entraron en su campo de visión.

—Bill y yo hemos registrado la ladera de la montaña —oyó que el enorme Shawn le decía a su jefe—. Hemos encontrado las mismas huellas que hemos visto antes, río arriba. Estoy seguro de que es el mismo bastardo negro que rajó a aquellos centinelas.

Bastardo negro…

Gordon musitó una palabra en silencio. ¿Phil?

Macklin rio.

—Ahí está. ¿Entiendes, Shawn? Nathan Holn no fue racista y tú tampoco deberías serlo. Siempre he lamentado que las minorías raciales estuvieran en tal desventaja en las revueltas y el caso de la posguerra. Incluso los fuertes que hay en ellos tuvieron pocas posibilidades de sobresalir.

»Ahora considera a ese soldado negro objetivamente. Le ha cortado la garganta a tres de los guardianes del río. Es fuerte y habría sido un excelente recluta.

Pese a estar boca abajo y girando, Gordon percibió la amarga expresión de Shawn. Pero el hombre aumentado, no contradijo a su comandante en voz alta.

—Lástima que no tengamos tiempo para jugar con este tipo —continuó Macklin—. Ve y mátalo ya, Shawn.

Hubo movimiento de aire y el fornido veterano se encontró junto a la puerta de nuevo, sin decir una palabra y casi sin hacer ruido.

—Realmente habría preferido advertir a su explorador —confió Macklin a Gordon—. Hubiera sido más deportivo que su hombre supiera que se enfrentaba a algo… anormal. —Macklin rio otra vez—. Sí, en estos tiempos no siempre se puede jugar limpio.

Gordon pensó que no era la primera vez que odiaba. Pero la fría cólera que sentía ahora era distinta de cualquier cosa que recordara.

—¡Philip! ¡Corre! —gritó tan fuerte como pudo, rogando por que el sonido de su voz se impusiera al repiqueteo de la lluvia—. Cuidado, están…

El palo de Macklin restalló, golpeando a Gordon en la mejilla y haciéndole doblar la cabeza hacia atrás. El mundo se enturbió y casi desapareció en la oscuridad. Sus ojos tardaron mucho tiempo en aclararse, cegados por las lágrimas. Notó el sabor de la sangre.

—Sí —asintió Macklin—. Es usted un hombre. Le concederé eso. Cuando llegue el momento, procuraré que muera como tal.

—No me haga ningún favor —contestó Gordon entre ahogos. Macklin se limitó a hacer un gesto y continuar afilando su palo.

Unos minutos después, la puerta trasera del almacén en ruinas se abrió.

—¡Vuelve a ocuparte de las mujeres! —ordenó Macklin.

Bezoar cerró rápidamente la puerta que daba a la habitación sin ventanas que había servido de almacén, donde Marcia y Heather debían de estar atendiendo al otro prisionero que Gordon aún no había visto.

—Esto le demostrará que no todos los hombres fuertes son agradables —comentó Macklin agriamente—. Aunque él es útil. Por ahora.

Gordon no tenía ni idea de si habían pasado horas o minutos cuando escuchó un gorjeo que atravesó las ventanas tapadas con tablas. Creyó que era sólo el trino de un pájaro de río pero Macklin reaccionó rápidamente, apagando la lamparilla de aceite y echando arena al fuego.

—Esto es demasiado bueno para perdérselo —dijo a Gordon—. Parece que los muchachos están efectuando una buena cacería. Espero que me excusará durante algunos minutos. —Cogió a Gordon del pelo—. Por supuesto, si hace un solo ruido mientras estoy fuera, lo mataré en cuanto vuelva. Se lo prometo.

Gordon no pudo encogerse de hombros dada su posición.

—Vaya a reunirse con Nathan Holn en el Infierno —espetó.

Macklin sonrió.

—Indudablemente, algún día. —Un instante después el hombre aumentado ya había traspuesto el umbral de la puerta y corría a través de la oscuridad y la lluvia.

Gordon siguió colgado mientras poco a poco iba girando más despacio. Luego respiró hondo y puso manos a la obra.

Tres veces intentó izarse para alcanzar la cuerda que le rodeaba los tobillos. Cada vez volvió a caer, gruñendo por la desgarradora agonía que le producía la súbita sacudida de la gravedad. La tercera fue casi insoportable. Le zumbaron los oídos y llegó a pensar que oía voces.

Con los ojos llenos de lágrimas le pareció entrever a varios espectadores de su lucha. Todos los fantasmas que había ido acumulando con los años parecieron alinearse en las paredes. Se le ocurrió que estaban haciendo balance de su situación.

… Toma… lo…, dijo Cíclope hablando por todos ellos en un código de luces ondulantes en los carbones de la chimenea.

—Marchaos —murmuró Gordon colérico, resentido con su imaginación. No tenía ni tiempo ni energías que perder en tales juegos. Suspiró con fuerza preparándose para realizar un intento más; luego, se elevó con todas sus fuerzas.

En esta ocasión logró coger la cuerda, resbaladiza por la lluvia que goteaba, y la aferró fuertemente con ambas manos. Todo su cuerpo se resintió por el esfuerzo, doblado como una navaja cerrada, pero sabía que no la dejaría escapar. Ya no le quedaba nada para efectuar otro intento.

Como tenía ambas manos ocupadas no podía desatarse. Tampoco tenía con qué cortar la cuerda. Arriba —se concentró—. Será mejor que resistas.

Se izó despacio por la cuerda, una mano después de otra. Le temblaban los músculos que amenazaban con sufrir calambres, y tenía un intenso dolor en el pecho y en la espalda; pero al fin «se puso en pie», los tobillos rodeados por la cortante soga, sosteniéndose con fuerza y oscilando como un incensario.

Junto a la pared, Johnny Stevens lo aclamaba desvergonzadamente. Tracy Smith y las demás Exploradoras del Ejército sonreían. Muy bien, para ser un macho, parecían decir.

Cíclope estaba en su nube de bruma superfría, jugando a las damas con la humeante estufa de Franklin. Ellos también parecían dar su aprobación.

Gordon trató de descender para llegar a los nudos, pero esto apretó tanto la cuerda de los tobillos que casi se desmayó de dolor. Tuvo que enderezarse de nuevo.

De esa forma no. Ben Franklin meneó la cabeza. El Gran Manipulador lo miró por encima de las gafas.

—Por encima de los… encima de… —Gordon miró la recia viga de la que colgaba la cuerda.

Arriba y por encima, entonces.

Levantó los brazos y pasó la soga en torno de ellos. Hacías esto en clase de gimnasia, antes de la guerra, se dijo mientras empezaba a tirar.

Sí. Pero ahora eres viejo.

Cuando comenzó a ascender se le saltaron las lágrimas aunque se ayudaba donde podía con las rodillas. En su visión borrosa, sus fantasmas parecían más reales cuanto más se esforzaba. Habían pasado poco a poco de imaginaciones a alucinaciones de primera clase.

—¡Vamos, Gordon! —le animó Tracy.

El teniente Van alzó los pulgares. Johnny Stevens sonrió alentadoramente junto con la mujer que le había salvado la vida en las ruinas de Eugene.

Una sombra esquelética con una camisa de franela y una chaqueta de cuero le hizo un gesto y le mostró los descarnados pulgares levantados. Sobre su cráneo pelado llevaba una gorra azul con visera, en la que brillaba una insignia de latón.

Incluso Cíclope cesó su machaqueo cuando Gordon puso en la interminable escalada todo cuanto tenía.

Arriba…, gimió, asiendo el resbaladizo cáñamo y luchando contra el abrumador empuje de la gravedad. Arriba, intelectual inútil… Muévete o muere…

Pasó un brazo por encima de la tosca viga de madera. Gordon se sostuvo y obligó al otro brazo a unirse con el que ya había pasado.

Y eso fue todo. No había nada más que dar. Se quedó colgado de las axilas incapaz de moverse. Con los ojos entrecerrados y empañados por las lágrimas vio que todos aquellos fantasmas lo miraban, claramente decepcionados.

—Oh, id y perseguíos unos a otros —les dijo en su interior, incapaz incluso de hablar en voz alta.

… ¿Quién asumirá la responsabilidad…? Centellearon los carbones en la chimenea.

—Estás muerto, Cíclope. ¡Todos estáis muertos! ¡Dejadme en paz! —Extenuado, Gordon cerró los ojos para escapar de ellos.

Solo allí, en la negrura, encontró al único espectro que se había quedado. Aquel al que había utilizado con mayor desvergüenza, aquel que lo había utilizado a él.

Era una nación. Un mundo.

Detrás de sus párpados aparecieron y desaparecieron rostros… millones de rostros, traicionados y arruinados pero esforzándose aún…

… Por unos Estados Unidos Restablecidos.

… por un Mundo Restablecido.

… por una fantasía… por una fantasía que se negaba obstinadamente a morir, que no podía morir… mientras él viviera.

Se preguntó, asombrado, si era esa la razón que le había hecho mentir durante tanto tiempo, que le había obligado a relatar semejantes cuentos de hadas. Porque él los necesitaba, porque no podía desprenderse de ellos.

Sin ellos, me habría ovillado y muerto.

Tenía gracia que no lo hubiese visto antes de ese modo, con tan pasmosa claridad. En la oscuridad de su interior el sueño resplandeció, aunque no existiera en ninguna otra parte del Universo, fluctuando como una diatomea, como una brillante partícula revoloteando en un tenebroso mar.

En medio de la total oscuridad, le pareció que estaba frente a él y lo cogía en su mano, asombrado por la luz. La joya aumentó de tamaño. Y en sus facetas vio a más gente, a más generaciones.

Un futuro cobró forma a su alrededor, envolviéndolo, penetrando en su corazón.

Cuando volvió a abrir los ojos estaba sobre la viga, incapaz de recordar cómo había llegado hasta allí. Se incorporó, parpadeando de incredulidad. Una luz espectral parecía salir de él en todas direcciones y atravesar los muros del ruinoso edificio como si estos fueran la substancia del sueño y los rayos radiantes la verdadera realidad. La luminosidad se extendió cada vez más, sin límites. Durante un breve lapso de tiempo sintió como si pudiera ver para siempre en aquel fulgor.

Después, tan misteriosamente como había llegado, se fue. La energía pareció volver hacia el misterioso pozo que él había destapado. Con su marcha regresó la sensación física, la realidad de la extenuación y el dolor.

Temblando, Gordon forcejeó con los nudos que le apretaban los tobillos. Los pies, desgarrados y desnudos, resbalaban a causa de la sangre. Cuando al fin desató las cuerdas, el regreso de la circulación fue como si un millón de furiosos insectos corrieran sin rumbo por su piel.

Al menos, sus fantasmas se habían ido; el coro que lo animaba parecía haber sido absorbido por el extraño resplandor, fuera lo que fuese. Gordon se preguntó si regresarían alguna vez.

Cuando deshizo el último nudo oyó disparos a lo lejos, los primeros desde que Macklin lo había dejado. Esperaba que eso significara que Phil Bokuto no estaba muerto aún. En silencio le deseó suerte a su amigo.

Se agazapó en la viga cuando se aproximaron unos pasos a la puerta del almacén. Esta se abrió despacio y Charles Bezoar observó la habitación, vacía, la cuerda que colgaba fláccida. El pánico inundó los ojos del antiguo abogado cuando sacó su automática y retrocedió.

Gordon hubiera preferido aguardar hasta que el hombre estuviera directamente bajo él, pero Bezoar no era ningún idiota. Una expresión de oscura sospecha cubrió su cara y comenzó a alzar la mirada…

Gordon saltó. La 45 subió y disparó en el mismo instante en que chocaron.

En el torrente hormonal que el combate produjo Gordon no pudo saber adónde fue la bala o de quién era el hueso que se quebró con tanto ruido a causa del impacto. Cuando rodaron juntos por el suelo intentó coger el arma.

—Te mataré —bramó el holnista, inclinando la 45 hacia el rostro de Gordon. Este tuvo que echarse a un lado cuando el arma volvió a rugir, y sintió un escozor en el cuello producido por la ardiente pólvora—. ¡Quédate quieto! —masculló Bezoar, acostumbrado a que le obedecieran—. Déjame…

Gordon forcejeó con todas sus fuerzas contra su enemigo y de pronto trató de hacer caer el arma con una mano dando golpes. Cuando la automática bajó hacia él, lanzó el puño derecho contra la base de la mandíbula de Bezoar. El cuerpo del holnista calvo sufrió una convulsión cuando su cabeza golpeó contra el suelo. La 45 disparó dos veces a la pared.

Entonces Bezoar quedó inmóvil.

En esta ocasión el peor dolor lo sentía Gordon en la mano. Se puso en pie despacio, con cautela, percatándose semiconscientemente de que debía de tener una costilla rota, además de otras muchas heridas.

—Nunca hables mientras peleas —le dijo al hombre inconsciente—. Es una mala costumbre.

Marcia y Heather salieron del almacén y le quitaron a Bezoar los cuchillos. Cuando Gordon vio lo que harían después, estuvo a punto de decirles que se detuvieran, que en lugar de ello ataran al hombre.

Sin embargo, no lo hizo. Se volvió para dejarlas actuar como quisieran y cruzó la puerta trasera hacia el almacén.

Dentro, la oscuridad era aún mayor, pero cuando sus ojos se adaptaron, distinguió una esbelta figura tendida sobre una sucia sábana en el rincón. Una mano se levantó hacia él y una débil voz dijo:

—Gordon, sabía que vendrías por mí… ¿Verdad que es ridículo?… Parece… parece un cuento de hadas, pero… pero de alguna forma lo sabía.

Se arrodilló junto a la mujer agonizante. Habían intentado limpiar y vendar sus heridas, pero su enredado cabello y las prendas manchadas de sangre cubrían más lesiones de las que se atrevió incluso a mirar.

—Oh, Dena. —Volvió la cabeza y cerró los ojos. Ella le cogió la mano.

—Les dimos su merecido, cariño —le dijo con un hilo de voz—. Yo y las demás exploradoras… ¡En algunos sitios realmente cogimos a esos bastardos con los pantalones bajados! Es… —Dena hubo de parar cuando un acceso de tos casi la hizo doblarse y expulsó un fluido ocre. Tenía manchas oscuras en las comisuras de la boca; al parecer, de sangre seca.

—No hables —le dijo él—. Encontraremos un medio de sacarte de aquí.

Dena se aferró a la destrozada camisa de Gordon.

—Descubrieron nuestro plan, no sé cómo… en más de la mitad de los sitios estaban advertidos antes de que pudiésemos atacar…

»Quizás alguna de las chicas se enamoró de su violador, como dicen las leyendas que le ocurrió a Hipermnestra… —Dena meneó la cabeza, incrédula—. Tracy y yo estábamos preocupadas por esa posibilidad, porque Tía Susan dijo que algunas veces solía pasar, en los viejos tiempos…

Gordon no tenía ni idea de a qué se refería Dena. Balbuceaba. Interiormente hacía esfuerzos para hallar algún medio, cualquier medio, de trasladar a una mujer gravemente herida y delirante a través de kilómetros y kilómetros de líneas enemigas antes de que Macklin y los otros holnistas volvieran.

—Supongo que hicimos una chapuza, Gordon… ¡Pero lo intentamos! Intentamos… —Dena meneó la cabeza y las lágrimas se le derramaron cuando Gordon la tomó en sus brazos.

—Sí, lo sé, cariño. Sé que lo intentaste.

Se le empañaron los ojos. Por debajo de la suciedad y las heridas, reconoció su perfume. Y se dio cuenta, demasiado tarde, de lo que significaba para él. La estrechó con más fuerza de lo que sabía que debía hacer, pues no quería permitir que se marchara.

—Todo saldrá bien Dena. Te quiero. Estoy aquí y cuidaré de ti.

Dena suspiró.

—Estás aquí. Estás… —Dena se desplomó en su brazo—. Tú…

De pronto su cuerpo se arqueó y se estremeció.

—¡Oh, Gordon! —exclamó ella—. Veo… ¿Ves tú…?

Por un instante sus ojos se encontraron con los de Gordon. En ellos había una luz que él reconoció.

Después, todo terminó.

—Sí, la he visto —dijo él, sosteniendo aún su cuerpo en los brazos—. No con tanta claridad como tú, quizá. Pero también la he visto.