Pasaron el día entre zarzas y maleza bajo un derruido bunker de hormigón. Antes de la guerra Fatal debía de haber sido el preciado refugio de algún supervivencialista, pero ahora era una ruma. Estaba destrozado, lleno de agujeros de bala y saqueado.
En una ocasión, antes de la guerra, Gordon leyó que en el campo había zonas plagadas de escondrijos como este, habitados por hombres cuyo pasatiempo consistía en pensar en la caída de la sociedad y fantasear sobre lo que harían después de que se produjese. Habían existido clases, talleres, revistas especializadas… toda una industria para abastecer «necesidades» que iban más allá de las del leñador o el campesino medio.
A algunos les gustaba simplemente soñar despiertos, o disfrutaban con una pasión relativamente inofensiva por los rifles. Pocos eran partidarios de Nathan Holn, y la mayoría probablemente se horrorizaron cuando sus fantasías al fin se convirtieron en realidad.
Al llegar ese momento, gran parte de aquellos solitarios «supervivencialistas» murieron en sus búnkers, muy solos.
La batalla y las lluvias del bosque habían erosionado los escasos restos dejados por las oleadas de saqueadores. La fría lluvia repiqueteaba en los bloques de hormigón mientras los tres fugitivos hacían turnos para montar guardia y dormir.
En una ocasión oyeron gritos y el resonar de cascos de caballo en el barro. Gordon se esforzó por aparentar confianza ante las mujeres. Había tenido cuidado en dejar el menor rastro posible, pero ellas ni siquiera tenían la experiencia de las exploradoras en el Ejército de Willamette. No estaba en absoluto seguro de poder despistar a los mejores rastreadores del bosque habidos desde Cochise.
Los jinetes se alejaron, y al cabo de un rato los fugitivos consiguieron relajarse un poco. Gordon dormitó.
Esta vez no soñó. Estaba demasiado exhausto para gastar energías en obsesiones.
Esa noche tuvieron que esperar a que saliese la luna para ponerse en camino. Había varios senderos, que se entrecruzaban con frecuencia, pero Gordon consiguió seguir la dirección correcta, sirviéndose del semipermanente hielo en el lado norte de los árboles como guía.
Tres horas después del crepúsculo llegaron a las ruinas de una pequeña aldea.
—Illahee. —Heather identificó el lugar.
—Está abandonada —observó él. Aquel pueblo fantasmal iluminado por la luna resultaba inquietante. Desde la antigua propiedad del Barón a la más inmunda choza parecía haber sido evacuado.
—Todos los soldados y sus siervos fueron enviados al norte —explicó Marcia—. En las últimas semanas se han desalojado muchas aldeas de ese modo.
Gordon asintió.
—Están luchando en tres frentes. Macklin no bromeaba cuando dijo que estaría en Corvallis para mayo. Tienen que tomar Willamette o morir.
La campiña parecía un paisaje lunar. Había arbolitos por todas partes, pero pocos árboles altos. Gordon pensó que aquel debía de ser uno de los lugares donde los holnistas había intentado la agricultura de rozas y quema. Pero aquella región no era tan fértil como el valle de Willamette. El experimento debía de haber sido un fracaso.
Heather y Marcia andaban cogidas de la mano, con el miedo pintado en la mirada. Gordon no pudo por menos de compararlas con Dena y sus valientes y orgullosas amazonas, o con Abby, feliz y optimista en Pine View. La verdadera edad oscura no sería una época dichosa para las mujeres, decidió. Dena tenía razón en eso.
—Vamos a echar un vistazo alrededor de la casa grande —dijo—. Quizá haya comida.
Eso consiguió interesarlas. Corrieron delante de él hacia la hacienda abandonada con su valla de madera y espinos circundando una sólida casa de antes de la guerra.
Cuando las alcanzó estaban acuclilladas sobre un par de oscuras formas que se hallaban junto a la puerta. Gordon vaciló al ver que estaban desollando a dos grandes pastores alemanes. Su dueño no habría podido llevarlos en un viaje por mar, pensó con cierta tristeza. Sin duda el Barón holnista de Illahee se dolió más por sus preciados animales que por los esclavos que morirían durante el masivo éxodo a la tierra prometida del norte.
La comida olía un poco a podrido. Gordon decidió que aguardaría un rato, con la esperanza de encontrar algo mejor. Las mujeres, sin embargo, no fueran tan melindrosas.
Hasta aquel momento habían tenido suerte. Al menos, la búsqueda parecía haberse dirigido hacia el oeste, lejos de la dirección que seguían los fugitivos. Tal vez los hombres del General Macklin habían encontrado ya el cuerpo de Johnny, confirmándoles engañosamente que habían seguido el camino hacia el mar.
Sólo el tiempo diría cuánto iba a durarles la suerte.
Cerca de la abandonada Illahee discurría hacia el norte un arroyo angosto y veloz. Gordon dedujo que sólo podía ser el afluente sur del Coquille. Por supuesto, por allí no había ninguna canoa. La corriente no parecía navegable, de todas formas. Tendrían que andar.
Una vieja carretera discurría junto a la orilla este, en la dirección en que deseaban ir. No había más remedio que seguirla, a pesar de los evidentes peligros. Las montañas se alzaban justo enfrente, recortándose sobre las nubes iluminadas por la luna y bloqueando cualquier otro sendero concebible.
Al menos la marcha sería más rápida que por los fangosos caminos. O al menos, eso esperaba Gordon. Instó a las estoicas mujeres a que mantuvieran un paso lento y regular. Ni una sola vez se quejaron o se pararon Marcia y Heather, ni hubo reproche en sus ojos. Gordon Kranz no pudo decidir si era coraje o resignación lo que les permitió seguir avanzando, kilómetro tras kilómetro.
A decir verdad, tampoco estaba seguro de por qué perseveraba él. ¿Con qué finalidad? ¿Para vivir en el oscuro mundo que seguramente estaba por venir? Al ritmo que iba acumulando fantasmas, el «trayecto» sería algo así como la Semana de Regreso al Hogar.
¿Por qué?, se preguntó. ¿Soy el único idealista del Siglo Veinte que queda vivo?
Quizás. Quizás el idealismo sea una enfermedad, el desastre que Charles Bezoar dijo que era.
George Powhatan tenía razón. No era bueno luchar por las Grandes Cosas… por la civilización, por ejemplo. Todo lo que conseguías era que las muchachas y los muchachos creyeran en ti, para perder la vida en inútiles gestos, sin lograr nada.
Bezoar estaba en lo cierto. Powhatan estaba en lo cierto. Incluso Nathan Holn, un monstruo como fue, había dicho la verdad esencial sobre Ben Franklin y sus compinches constitucionalistas, al afirmar que habían vendado los ojos a un pueblo para que creyese en tales cosas. Habían sido tan grandes propagandistas que a su lado Himmler y Trotsky parecían unos aficionados.
… Sostenemos estas verdades porque son evidentes en sí mismas…
¡Ja!
En aquella época existía la Orden de Cincinnati, compuesta por oficiales de George Washington quienes, una noche en que estaban medio embarcados en un amotinamiento, fueron obligados por su austero jefe a que pronunciaran su lloroso y solemne voto de que en primer lugar serían granjeros y ciudadanos, y soldados sólo cuando su país los necesitara y llamara.
¿De quién había sido la idea de ese juramento sin precedentes? La promesa fue mantenida durante una generación, él tiempo suficiente para que el ideal se asentara. En esencia, duró hasta la era de los ejércitos profesionales y la guerra tecnológica. Hasta el final del Siglo Veinte. Es decir, hasta que ciertos poderes decidieron que los soldados deberían convertirse en algo más que meros hombres.
La idea de que Macklin y sus aventajados veteranos cayeran sobre los desprevenidos habitantes de Willamette ponía enfermo a Gordon. Pero ni él ni nadie podía hacer nada para impedirlo.
No se puede hacer ni lo más mínimo, pensó con desazón. Pero eso no evita que los malditos fantasmas me acosen.
El Coquille South se hacía más caudaloso a cada kilómetro que recorrían, al írsele uniendo los arroyuelos procedentes de las colinas circundantes. Comenzó a caer una lóbrega llovizna, y un trueno resonó en contrapunto al rugido del torrente situado a su izquierda. Cuando tomaban una curva en la carretera, el cielo del norte se iluminó con lejanos fulgores de relámpagos.
Mirando hacia las amenazantes nubes, Gordon por poco no tropezó contra la espalda de Marcia cuando ella se detuvo en seco. Alargó la mano para darle un amable empujón, como se había visto obligado a hacer cada vez con más frecuencia en los últimos kilómetros. Pero esta vez la mujer no se movió.
Se volvió a él, y en sus ojos había una desolación mayor que todo cuanto Gordon había visto en diecisiete años de guerra. Invadido por un negro presagio, la adelantó y miró hacia la carretera.
A unos quince metros se encontraban las ruinas de una tienda de carretera. Un descolorido letrero anunciaba esculturas en madera de mirto a precios fabulosos. Dos oxidados automóviles se hallaban enfrente, medio hundidos en el barro.
Había cuatro caballos y carretas de dos ruedas atados a un lado de la derruida cabaña. Bajo el inclinado techo del porche, el General Macklin estaba de pie con los brazos cruzados y sonreía a Gordon.
—¡Corred! —gritó Gordon a las mujeres, y se lanzó a la espesura que bordeaba la carretera, rodando hasta detrás de un tronco cubierto de musgo con el rifle de Johnny en las manos. Mientras actuaba, se daba cuenta de que se estaba comportando como un tonto. Macklin aún podía desear mantenerlo vivo, pero si se producía un tiroteo ya podía darse por muerto.
Sabía que había saltado por instinto; para alejarse de las mujeres, para atraer sobre sí la atención y darles una oportunidad de escapar. «Estúpido idealista», maldijo. Marcia y Heather se quedaron en la carretera, demasiado cansadas o resignadas para moverse.
—Eso no ha sido muy inteligente —dijo Macklin, con su voz más afable y peligrosa—. ¿Cree que conseguirá dispararme, señor Inspector?
A Gordon se le había ocurrido una idea. Dependía, desde luego, de que el otro le dejara acercarse lo suficiente para intentarlo. Y de si la munición de hacía veinte años se hallaba todavía en buen estado tras el remojón en el Rogue.
Macklin permanecía inmóvil. Gordon levantó la cabeza y vio a través de las hojas que Charles Bezoar estaba junto al General. Ambos parecían blancos fáciles. Pero cuando deslizó el perno del rifle y comenzó a reptar hacia adelante, se dio cuenta, angustiado, de que había cuatro caballos.
De pronto oyó un crujido justo sobre su cabeza. Antes de que pudiera reaccionar, un peso aplastante le cayó sobre la espalda e hizo que se le clavara la culata del rifle en el esternón.
Gordon abrió la boca, ¡pero no le entraba el aire! Apenas pudo crispar un músculo al sentirse alzado en vilo por el cuello. El rifle se le escurrió de los dedos casi insensibles.
—¿Este tipo se cargó de verdad a dos de los nuestros el año pasado? —gritó una voz áspera detrás de su oído izquierdo con escarnecedor regocijo—. A mí más bien me parece un infeliz.
Le pareció una eternidad, pero al fin algo volvió a abrirse en su interior y pudo respirar de nuevo. Jadeó ruidosamente, de momento más preocupado por el aire que por la dignidad.
—No olvides a esos tres soldados de Agnes —le gritó Macklin a su hombre—. Él puede reclamarlos también.
Eso le proporciona cinco orejas holnistas para su cinturón, Shawn. Nuestro señor Krantz merece respeto.
»Ahora tráele aquí, por favor. Estoy seguro de que a él y a sus damas les gustaría tener la oportunidad de calentarse.
Los pies de Gordon apenas tocaron el suelo cuando su captor lo llevó cogido del cuello a través de la maleza y por la carretera. El hombre aumentado ni siquiera jadeaba cuando tiró a Gordon sin ceremonias sobre el porche.
Bajo el agrietado techo, Charles Bezoar miró con dureza a Marcia; los ojos del Coronel holnista ardían de vergüenza y prometían venganza. Pero Marcia y Heather sólo miraban a Gordon, en silencio.
Macklin se agachó junto a Gordon.
—Siempre he admirado a un hombre con atractivo para las mujeres. Tengo que admitirlo, parece que le va bien con ellas, Krantz. —Sonrió entre dientes. Después hizo señas a su corpulento ayudante—. Llévale dentro, Shawn. Las mujeres tienen trabajo que hacer, y el Inspector y yo hemos de discutir algunos asuntos.