14

Aquella noche Gordon soñó que estaba mirando a Benjamín Franklin jugar al ajedrez con una estufa de hierro cuadrada.

—Es un problema de equilibrio —dijo el canoso científico y hombre de estado a su contrincante, haciendo caso omiso de Gordon mientras contemplaba el tablero—. He pensado en ello. ¿Cómo podemos establecer un sistema que aliente a los individuos a esforzarse y destacar, y sin embargo muestre compasión con el débil y cribe a los dementes y tiranos?

Las llamas oscilaban tras la brillante rejilla de la estufa, como hileras de luces ondeantes. Con palabras más vistas que oídas, la estufa preguntó:

¿… Quién asumirá la responsabilidad…?

Franklin movió un caballo blanco.

—Buena pregunta —repuso él echándose hacia atrás—. Una pregunta muy buena.

»Por supuesto, podemos establecer frenos y equilibrios constitucionales, pero no significarán nada a menos que los ciudadanos estén seguros de que las salvaguardas se toman en serio. Los codiciosos y sedientos de poder siempre buscarán la manera de romper las reglas, o de manipularlas a su conveniencia.

Las llamas vacilaron; y de alguna forma, mientras esto ocurría, un peón rojo cambió de sitio.

¿Quién…?

Franklin sacó un pañuelo y se enjugó la frente.

—Los aspirantes a tiranos tienen… tienen una vieja reserva de métodos para manipular al hombre común, mintiéndole, o aplastando su fe en sí mismo.

—Los cuerdos generalmente se ven atraídos por cosas distintas al poder. Cuando lo poseen, piensan en él como en un servicio, que tiene sus límites. El tirano, sin embargo, pretende el dominio, para el cual es insaciable, implacable.

… estúpidos niños… —Las llamas oscilaron.

—Sí —Franklin asintió, limpiando sus gafas—. Sin embargo, creo que ciertas innovaciones podrían ayudar. Los mitos adecuados, por ejemplo.

»Y luego, si el Bien predispone a hacer sacrificios… —Alargó la mano, al coger a su reina, titubeó por un instante, y luego trasladó la delicada pieza de marfil por todo el tablero, hasta casi debajo de la caliente rejilla.

Gordon quiso lanzar un grito de advertencia. La posición de la reina era muy expuesta. Ni siquiera tenía un peón cerca para protegerla.

Sus peores temores se confirmaron casi al instante. Las llamas avanzaron. En un parpadeo, un rey rojo se irguió sobre un montón de cenizas donde la esbelta figura blanca había estado sólo un momento antes.

—Oh, señor, no —rogó Gordon. Incluso en su estado de duermevela supo lo que estaba ocurriendo, y lo que aquello simbolizaba.

¿Quién asumirá la responsabilidad…? —preguntó de nuevo la estufa.

Franklin no respondió. En lugar de ello, cambió de postura y se retrepó en la silla. La estufa crujió cuando él lo hizo. Miró directamente a Gordon por encima de sus gafas.

¿También tú?, Gordon se acobardó. ¿Qué queréis todos de mí?

El rojo hizo un movimiento ondulante. Y Franklin sonrió.

***

Despertó sobresaltado, con la mirada fija, hasta que vio a Johnny Stevens inclinado sobre él, a punto de tocarle el hombro.

—Gordon, creo que será mejor que eche un vistazo. Algo ocurre con los guardianes.

Gordon se incorporó, restregándose los ojos.

—Enséñamelo.

Johnny lo condujo hasta la pared este del cobertizo, junto a la puerta. Los ojos de Gordon tardaron un momento en adaptarse a la luz de luna. Luego distinguió a los dos soldados supervivencialistas a quienes había sido asignada su custodia.

Uno estaba tendido sobre un banco hecho de troncos; tenía la boca abierta, floja, y miraba con los ojos en blanco hacia las bajas y amenazantes nubes.

El otro holnista todavía respiraba. Se aferraba al suelo, tratando de arrastrase hacia el rifle. En una mano tenía su afilado cuchillo, que brillaba a la escasa luz del fuego. Junto a sus rodillas había una jarra volcada de cerveza negra; una mancha oscura se derramaba desde sus labios rotos.

Segundos después de que hubiesen empezado a observar, la cabeza del último guardia se desplomó. Sus esfuerzos se desvanecieron tras un leve estertor.

Johnny y Gordon se miraron el uno al otro. Juntos, se apresuraron a comprobar la puerta, pero el cerrojo estaba bien corrido, como siempre. Johnny metió el brazo por un hueco que había entre las tablas, intentando agarrar alguna parte del uniforme de los guardias. Las llaves…

—¡Maldita sea! ¡Están demasiado lejos!

Gordon empezó a escudriñar las tablas. La choza era lo bastante frágil para ser derribada con las manos. Pero cuando empujó, los oxidados clavos chirriaron, lo que hizo que se le erizaran los pelos de la nuca.

—¿Qué hacemos? —preguntó Johnny—. Si empujamos con fuerza, todos a la vez, podemos romperla y correr sendero abajo hasta las canoas…

—¡Chsss! —Gordon le hizo callar. Había visto una figura que se movía en la oscuridad exterior.

Una figura menuda y harapienta se movió con rapidez, cautelosa, hacia el claro iluminado por la luna justo desde la cabaña, procedente del lugar donde yacían los guardianes.

—¡Es ella! —susurró Johnny. También Gordon reconoció a la sirvienta de pelo oscuro, la que había escrito el patético y breve mensaje en la carta de Dena. Observó como superaba el terror y se disponía a acercarse a cada uno de los guardianes, por turno, para comprobar si respiraban y vivían.

Todo su cuerpo se estremeció y dejó escapar sordos gemidos mientras buscaba el manojo de llaves bajo el cinturón del segundo hombre. Para cogerlas tenía que pasar los dedos a través de la cuerda que sujetaba los horribles trofeos, pero cerró los ojos y lo consiguió, aunque tintinearon levemente.

Cada segundo era una agonía mientras forcejeaba con el cerrojo. Su liberadora se apartó para que los dos hombres salieran. Corrieron hacia los guardianes y los despojaron de los cuchillos, las cananas y los rifles. Arrastraron los cuerpos hacia el cobertizo, cerraron y trabaron la puerta.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Gordon a la agazapada mujer, agachándose ante ella. Respondió con los ojos cerrados.

—Heather.

—Heather. ¿Por qué nos has ayudado?

Abrió los ojos. Eran de un sorprendente color verde.

—Su… su mujer escribió… —Hizo un visible esfuerzo por sobreponerse—. Nunca creí lo que las viejas contaban de los tiempos de antes… Pero luego algunos de los nuevos prisioneros hablaron de cómo eran las cosas en el norte… y ahí estaba usted… No me pegará demasiado fuerte por leer la carta, ¿verdad?

La mujer se encogió cuando Gordon alargó la mano para acariciarle la mejilla, por lo que la retiró. La ternura era algo demasiado extraño para ella. Acudieron a su mente toda clase de argumentos para tranquilizarla, pero optó por la declaración más sencilla, la que ella entendería:

—No voy a pegarte —le dijo—. Nunca.

Johnny apareció a su lado.

—Sólo hay un guardián abajo, vigilando las canoas. Creo que he descubierto la manera de acercarnos sin peligro. Aunque sea un Rogue, ahora no está sobre aviso. Podemos cogerlo desprevenido.

Gordon mostró su acuerdo con un movimiento de cabeza.

—Tendremos que llevarla con nosotros —dijo.

Johnny pareció debatirse entre la compasión y lo práctico. Evidentemente, consideraba que su primer deber era sacar a Gordon de aquel lugar.

—Pero…

—Sabrán quién envenenó a los guardianes. Si se queda la crucificarán.

Johnny parpadeó, luego asintió, contento en apariencia de tener el dilema resuelto de modo tan inmediato.

—De acuerdo. ¡Pero vámonos ya!

Hicieron ademán de levantarse, pero Heather cogió a Gordon de la manga.

—Tengo una amiga —dijo, y se volvió para hacer señas hacia la oscuridad.

De entre las sombras de los árboles surgió una delgada figura vestida con pantalones y camisa varias tallas mayor de lo que le correspondía, fruncida y ceñida por un gran cinturón. Pese a su indumentaria, la segunda mujer era inconfundible. La amante de Charles Bezoar llevaba el rubio cabello recogido en la nuca y un pequeño paquete. Parecía aún más nerviosa que Heather.

Al fin y al cabo, pensó Gordon, ella tenía mucho que perder en el intento de escapar. Exponerse con dos pintorescos extranjeros de un norte casi mítico demostraba cuán desesperada estaba.

—Se llama Marcia —dijo la mujer mayor—. No estábamos seguras de que quisieran llevarnos, así que hemos traído algunos regalos con el objeto de convencerlos.

Con las manos temblorosas, Marcia desató un hule negro.

—A-aquí está su co-correo —dijo. La muchacha extrajo los papeles con delicadeza, como si temiera profanarlos con su tacto.

Gordon estuvo a punto de echarse a reír al ver el fajo de cartas casi sin valor. Pero se detuvo en seco cuando vio el otro objeto que le ofrecía: un librito encuadernado en negro y muy deteriorado. Entonces, Gordon sólo pudo pestañear pensando en los riesgos que habría corrido para conseguir aquello.

—De acuerdo —dijo; cogió el paquete y lo ató de nuevo—. ¡Seguidnos y guardad silencio! Cuando haga señas con la mano, os agacháis y esperáis.

Ambas mujeres asintieron solemnemente. Gordon se volvió, como si encabezara el grupo, pero Johnny ya se había adelantado, enfilando el sendero que bajaba hasta el río.

No discutas esta vez. Él tiene razón, maldita sea.

La libertad era más maravillosa de lo que cabía imaginar. Pero con ella siempre iba otra cosa: el Deber.

Aunque detestaba el hecho de volver a ser «importante», siguió a Johnny, agazapado, guiando a las mujeres hacia las canoas.