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IMPERIO PERDIDO

por Nathan Holn

Hoy, cuando nos aproximamos al final del Siglo Veinte, se dice que las grandes luchas de nuestro tiempo se producen entre la llamada «Izquierda» y la llamada «Derecha», esos grandes monstruos de un espectro político artificial, ficticio. Muy poca gente parece darse cuenta de que los llamados «contrarios» son, en realidad, dos caras de la misma bestia enferma. Existe una extendida ceguera, que impide a millones de personas ver como han sido engañadas por esta maquinación.

Pero no siempre ha sido así. Ni siempre lo será.

Anteriormente he hablado de otros tipos de sistemas… del honor del Japón medieval, de los gloriosos y salvajes indios americanos y de la radiante Europa durante el período que obsoletos eruditos denominan hoy su «Edad Oscura».

Una cosa nos dice la historia, una y otra vez. En todas las épocas, unos han mandado, mientras otros han obedecido. Es una pauta de lealtad y poder honorable y natural a la vez. El feudalismo ha sido siempre nuestro sistema, como especie, desde que comíamos hierbas en grupos salvajes y nos desafiábamos a gritos unos a otros desde cimas opuestas.

Ese fue siempre nuestro proceder hasta que los hombres fueron pervertidos, debilitándose los fuertes por la gimoteante propaganda de los débiles.

Pensad en cómo eran las cosas en América cuando comenzaba el Siglo Diecinueve. Entonces parecía clara la oportunidad de invertir las enfermizas tendencias de la llamada «Ilustración». Los victoriosos soldados de la Guerra Revolucionaria habían expulsado la decadencia inglesa de la mayor parte del continente. La frontera estaba abierta, y un tosco espíritu de individualismo reinaba con supremacía por toda la recién nacida nación.

Aaron Burr sabía esto cuando partió para apoderarse de los nuevos territorios situados al oeste de las trece colonias iniciales. Su sueño era el de todos los verdaderos machos, ¡dominar, conquistar, ganar un imperio!

¿Cómo habría sido el mundo si él hubiera vencido? ¿Podría haber evitado el desarrollo de esas dos malnacidas obscenidades gemelas, el socialismo y el capitalismo?

¿Quién sabe? Os diré, sin embargo, lo que yo creo. ¡Creo que la Era de la Grandeza estaba al alcance de la mano, dispuesta a salir a la luz!

Pero Burr fue abatido antes de que pudiera llevar a cabo mucho más que el castigo de aquel instrumento de los traidores que fue Alexander Hamilton. Aparentemente, su principal adversario debería haber sido Jefferson, el confabulador que le robó la Presidencia. Pero en realidad la conspiración fue mucho más profunda.

Ese genio maléfico, Benjamín Franklin, estaba en el núcleo… de esa intriga para matar al Imperio antes de que naciera. Sus instrumentos fueron muchos, demasiados incluso para que un hombre tan fuerte como Burr los combatiera.

Y el principal de esos instrumentos fue la Orden de Cincinatus

Gordon cerró de golpe el libro y lo dejó en el suelo, junto al jergón de paja. ¿Cómo podía nadie haber leído basura como esa, y mucho menos publicarla?

Después de la comida de la tarde aún había luz suficiente para leer, y el sol lucía por vez primera en muchos días. No obstante, un helado estremecimiento le recorrió la espalda cuando aquella descabellada dialéctica se repitió dentro de su cabeza.

Ese genio maléfico, Benjamín Franklin…

Nathan Holn argumentaba bien que el «Pobre Richard» había sido mucho más que un inteligente impresor filósofo, que jugaba a ser embajador entre experimentos científicos y rameras. Si una pequeña fracción de las citas de Holn eran correctas, Franklin estaba ciertamente en el centro de hechos inusuales. Algo extraño sucedió después de la Guerra Revolucionaria, algo que de alguna forma obstaculizó a hombres como Aaron Burr y dio lugar a la nación que Gordon Krantz había conocido.

Pero aparte de eso, estaba tremendamente impresionado por la magnitud de la locura de Nathan Holn. ¡Bezoar y Macklin tenían que estar completamente chiflados si pensaban que esos desvaríos lo convencerían para acatar sus planes!

El libro tuvo, en realidad, exactamente el efecto contrario. Si un volcán entrara en actividad allí, en Agnes, él moriría contento sabiendo que aquel nido de serpientes se iría también al infierno.

No muy lejos, un bebé estaba llorando. Gordon miró pero apenas pudo distinguir un grupo de harapientas figuras que se movían junto al cercano bosquecillo de alisos. La noche anterior habían llegado nuevos cautivos. Gemían y se acurrucaban alrededor del pequeño fuego que les habían permitido, sin merecer siquiera el cobijo de un cobertizo techado.

Gordon y Johnny podían reunirse pronto con aquellos miserables esclavos si Macklin no obtenía la respuesta que deseaba. El «General» estaba perdiendo la paciencia. Al fin y al cabo, desde el punto de vista de Macklin la oferta hecha a Gordon debía de parecer bastante razonable.

A Gordon le quedaba poco tiempo para decidirse. La ofensiva holnista recomenzaría con el primer deshielo, con o sin su colaboración.

No veía que tuviera mucho donde elegir.

De modo inesperado, acudió a su mente el recuerdo de Dena. Se sorprendió añorándola, preguntándose si aún estaría viva, deseando poder abrazarla y estar con ella… con preguntas fastidiosas y todo.

Ahora, desde luego, ya debía de ser demasiado tarde para detener el disparatado proyecto que ella y sus seguidoras habían tramado. Gordon se preguntaba por qué Macklin no había fanfarroneado ante él por aquel otro desastre sufrido por el desventurado Ejército de Willamette.

Tal vez sólo sea cuestión de tiempo, pensó sombríamente.

Johnny terminó de enjuagar el gastado cepillo de dientes que era su única posesión común. Se sentó junto a Gordon y cogió la biografía de Burr. El joven leyó un rato; después, alzó la vista, claramente atónito.

—Sé que nuestra escuela de Cottage Grove no era gran cosa comparada con las de antes de la guerra, Gordon, pero mi abuelo solía darme montones de cosas para leer, y me hablaba mucho de historia y cosas similares. Hasta yo sé que este Holn se está inventando la mitad de esta basura.

»¿Cómo se las arregló para sacar adelante un libro como este? ¿Cómo es posible que alguien le creyera alguna vez?

Gordon se encogió de hombros.

—A eso se le dio el nombre de técnica de «la Gran Mentira», Johnny. Se da la impresión de que se sabe de qué se está hablando, de que se citan hechos reales. Se habla a gran velocidad, alternando las propias mentiras con una aparente teoría de conspiración y repitiendo las mismas aseveraciones una y otra vez. Los que desean una excusa para odiar o maldecir, los que poseen un ego exagerado pero débil, aceptarán de inmediato una explicación simple y sencilla de cómo es el mundo. Esos tipos nunca exigirán hechos.

»Hitler lo hizo con brillantez. Igual que el Místico de Leningrado. Holn fue otro maestro de la Gran Mentira.

¿Y tú que?, se preguntó Gordon para sus adentros. ¿Tenía él, inventor de una fábula de unos «Estados Unidos Restablecidos», colaborador en la farsa de Cíclope, derecho a tirar alguna piedra?

Johnny leyó unos cuantos minutos más. Luego volvió a cerrar el libro.

—Entonces, ¿quién fue este Cincinatus? ¿También Holn se lo ha sacado de la manga?

Gordon se tendió en la paja. Tenía los ojos cerrados.

—No. Si recuerdo bien, fue un gran general de la antigua Roma, en la época de la República. Según la leyenda, se cansó de luchar y se retiró del ejército para cultivar la tierra en paz.

»Sin embargo, un día llegaron emisarios procedentes de la ciudad. Los ejércitos de Roma estaban derrotados; sus jefes habían demostrado su incompetencia. El desastre parecía inevitable.

»La delegación se acercó a Cincinatus, lo hallaron detrás de su arado y le suplicaron que tomase el mando de la última defensa.

—¿Qué les dijo Cincinatus a los de Roma?

—Oh, bien —Gordon bostezó—. Accedió. Contra su voluntad. Reunió a los romanos, combatió a los invasores y les hizo retirarse hasta su propia ciudad. Fue una gran victoria.

—Apuesto a que le hicieron rey o algo así —sugirió Johnny.

Gordon negó con la cabeza.

—El ejército quería hacerlo. El pueblo también… Pero Cincinatus se negó. Regresó a su granja y nunca más la abandonó.

Johnny se rascó la cabeza.

—Pero… ¿por qué hizo eso? No lo entiendo.

Gordon sí. Comprendía muy bien la historia, ahora que pensaba en ella. Le habían explicado las razones, no hacía mucho tiempo, y jamás las olvidaría.

—¿Gordon?

No respondió. Se volvió al escuchar un débil ruido en el exterior. Atisbo por las rendijas y vio a un grupo de hombres que se aproximaban por el sendero que subía desde el embarcadero del río. Un bote acababa de atracar.

Johnny parecía no haberlo advertido aún. Siguió preguntando, como hacía siempre desde que se habían recobrado de su captura. Como Dena, el joven nunca parecía dispuesto a perder una oportunidad de mejorar su educación.

—Roma existió mucho antes de la Revolución Americana, ¿verdad, Gordon? Bien, ¿entonces qué era esa —tomó el libro de nuevo—, esa Orden de Cincinatus de que habla este tipo?

Gordon observó la procesión que se acercaba al cobertizo-prisión. Dos siervos llevaban una camilla, vigilados por varios soldados supervivencialistas vestidos de caqui.

—George Washington fundó la Orden de los Cincinnati después de la Guerra Revolucionaria —contestó distraído—. Sus antiguos oficiales eran los principales miembros…

Gordon calló cuando su guardián salió y abrió la puerta, observaron cuando los siervos entraron y dejaron su carga sobre la paja. Ellos y sus escoltas dieron media vuelta y se marcharon sin pronunciar palabra.

—Está muy mal herido —dijo Johnny cuando se acercaron a examinar al hombre herido—. Hace días que no le cambian el vendaje.

Gordon había visto muchos heridos desde los años en que, siendo un alumno de segundo curso, fue llamado a la milicia. Había aprendido a hacer muchos diagnósticos aproximados mientras servía en el pelotón del teniente Van. Una ojeada le mostró que las heridas de bala de aquel hombre podían haberse curado, muy probablemente, con un tratamiento adecuado. Pero el olor de la muerte pendía ahora sobre la inmóvil figura, procedente de miembros supurados con marcas de tortura.

—Espero que les mintiera —murmuró Johnny mientras se afanaba en poner cómodo al prisionero moribundo. Gordon ayudó a abrigarle con sus mantas. Le intrigaba la procedencia del tipo. No parecía de Willamette. Y, al contrario que la mayoría de los habitantes de Camas y Roseburg, había ido pulcramente afeitado hasta hacía poco. A pesar de los malos tratos, tenía demasiada carne sobre los huesos para haber sido un esclavo.

De pronto Gordon se detuvo y se agachó. Sus ojos parpadeaban mientras miraba con fijeza.

—Johnny, observa esto. ¿Es lo que yo creo que es?

Johnny miró hacia donde le señalaba; luego, quitó las mantas para ver mejor.

—Bueno, yo… ¡Gordon, esto parece un uniforme!

Gordon asintió. Un uniforme… y claramente confeccionado en la posguerra. El corte y el color eran completamente distintos a los que llevaban los holnistas y a todos los que habían visto en Oregón anteriormente.

Sobre un hombro, el moribundo llevaba un parche bordado con un símbolo que Gordon conocía desde mucho tiempo atrás: un oso pardo andando sobre una franja roja… en contraste con un campo dorado.

Poco más tarde llegó un mensaje requiriendo la presencia de Gordon otra vez. La acostumbrada escolta fue a buscarlo a la luz de una antorcha.

—Ese hombre de ahí se está muriendo —le dijo al que mandaba la guardia.

El taciturno holnista con tres pendientes se encogió de hombros.

—¿De veras? Mandaré a una mujer para que lo atienda. Ahora, vamos. El General espera.

Cuando subían por el sendero iluminado por la luna se encontraron con alguien que iba en dirección contraria. La figura de hombros caídos se apartó y esperó a que pasaran los hombres, con los ojos puestos en la bandeja de rollos de vendas y ungüentos que llevaba. Ninguno de los indiferentes guardianes pareció reparar en ella.

En el último momento, sin embargo, levantó sus ojos hacia Gordon. Este reconoció a la mujer menuda de pelo castaño entreverado de gris, la que había cogido y arreglado su uniforme unos días atrás. Trató de sonreírle mientras pasaban, pero sólo pareció inquietarla. Ella agachó la cabeza y se perdió entre las sombras rápidamente.

Entristecido, Gordon continuó sendero arriba con su escolta. Ella le había recordado un poco a Abby. Una de sus preocupaciones se refería a sus amigos de Pine View. Los exploradores holnistas que encontraron su diario habían estado muy cerca de la amistosa y pequeña aldea. La frágil civilización de Willamette no era lo único que estaba en peligro.

Comprendió que nadie estaba ya a salvo en parte alguna. Excepto, quizá, George Powhatan, que vivía en la seguridad que le proporcionaba la cima de la montaña de Sugarloaf, atendiendo a sus abejas y cerveza mientras el resto del mundo ardía.

—Me estoy cansando de sus evasivas, Krantz —dijo el General Macklin cuando los guardianes abandonaron la biblioteca de la antigua estación de guardabosques.

—Me pone en una situación difícil, General. Estoy estudiando el libro que el Coronel Bezoar me dejó, tratando de comprender…

—Cállese. —Macklin se aproximó hasta que su cara estuvo a dos palmos de la de Gordon. Incluso visto desde arriba, el semblante extrañamente deformado del holnista intimidaba—. Conozco a los hombres, Krantz. Usted es fuerte, de acuerdo, y sería un buen vasallo. Pero está contaminado por el sentido de culpa y otros venenos «civilizados». Tanto es así que estoy empezando a creer que tal vez no podamos sacar provecho de usted, después de todo.

La insinuación era directa. Gordon hizo esfuerzos por disimular la debilidad de sus rodillas.

—Usted podría ser el Barón de Corvallis, Krantz. Un señor importante en nuestro nuevo imperio. Podría conservar incluso algunos de sus extravagantes y anticuados sentimientos, si lo desea… y es lo bastante fuerte para imponerlos. ¿Quiere ser amable con sus propios vasallos? ¿Quiere estafetas postales?

»Podemos incluso encontrar una utilidad para esos “Estados Unidos Restablecidos” suyos. —Macklin sonrió a Gordon mostrando sus dientes—. Por eso sólo Charlie y yo sabemos de su pequeño diario negro, hasta que podamos descartar la idea.

»No es porque usted me agrade, comprenda. Es porque nos beneficiaríamos un poco si colaborase. Podría entenderse con esos técnicos de Corvallis mejor que ninguno de mis muchachos. Hasta podríamos dejar que esa máquina, Cíclope, siguiera funcionando, si pagara su propio mantenimiento.

Así que los holnistas aún no estaban enterados de la falsedad que rodeaba a la gran computadora. No era que importase mucho. Nunca se habían preocupado realmente por la tecnología, excepto por la necesaria para hacer la guerra. La ciencia beneficiaba demasiado a todo el mundo, especialmente a los débiles.

Macklin cogió el atizador de la chimenea y se dio unos golpecitos en la palma de la mano izquierda.

—La alternativa, por supuesto, es que tomaremos Corvallis de todas formas, esta primavera. Sólo que si hemos de hacerlo a nuestro modo, arderá. Y no habrá estafetas en ningún sitio, muchacho. Y nada de ridículas máquinas inteligentes.

Acercó el atizador a una hoja de papel que había sobre el escritorio, junto a una pluma y un tintero. Gordon sabía bien lo que aquel hombre esperaba de él.

Si todo lo que tenía que hacer hubiera sido acceder al proyecto, Gordon lo habría hecho de inmediato. Hubiera seguido el juego hasta encontrar una oportunidad de dejarlo.

Pero Macklin era demasiado astuto. Quería que Gordon escribiese al Consejo de Corvallis y convenciera a sus miembros de que rindieran algunas poblaciones clave como acto de buena voluntad antes de que él fuese liberado.

Desde luego, únicamente tenía la promesa del General de que sería nombrado «Barón de Corvallis» después de aquello. Dudaba de que la palabra de Macklin valiese más que la suya propia.

—Quizá crea que no somos lo bastante fuertes para vencer a su patético «Ejército de Willamette» sin su ayuda. —Macklin rio. Se volvió hacia la puerta—. ¡Shawn!

El fornido guardaespaldas de Macklin apareció en la habitación tan rápida y sigilosamente como un fantasma. Se acercó al General y se puso firme dando un golpe seco.

—Voy a revelarle algo, Krantz: Shawn, yo y ese arisco gato que lo capturó, somos los últimos de nuestra especie. —Y, confidencialmente, agregó—: En realidad fue un asunto muy secreto, pero puede que haya oído algunos rumores. Los experimentos condujeron a ciertas unidades especiales de lucha, distintas a todo lo conocido hasta entonces.

Gordon parpadeó. De pronto todo adquirió sentido, la extraña agilidad del General, la red de cicatrices bajo su piel y la de sus dos ayudantes.

—¡Aumentos!

Macklin asintió.

—Chico listo. Prestó buena atención, para ser un joven estudiante que debilitaba su mente con psicología y ética.

—¡Pero todos pensamos que sólo eran rumores! Quiere decir que realmente cogieron a soldados y los modificaron para…

Se interrumpió, mirando los músculos extrañamente nudosos en los brazos desnudos de Shawn. Por imposible que pareciera, la historia tenía que ser cierta. No existía ninguna otra explicación racional.

—Nos probaron por primera vez en Kenia. Y al gobierno le gustaron los resultados mientras estuvimos en combate. Pero supongo que no se sintió muy feliz cuando fue informado de lo que sucedió cuando llegó la paz y nos trajeron a casa.

Gordon observó como Macklin le tendía el atizador a su guardaespaldas, que lo cogió por un extremo, no con toda la mano sino entre dos dedos y el pulgar. Macklin asió el otro extremo de la misma forma.

Tiraron. Sin que su respiración se alterara lo más mínimo, Macklin siguió hablando.

—El experimento prosiguió a finales de los ochenta y principios de los noventa. Sobre todo en las Fuerzas Especiales. Escogieron a tipos entusiastas como nosotros. Nacidos para ello, en otras palabras.

El atizador de acero no tembló ni se agitó. Casi totalmente rígido, comenzó a alargarse.

—Oh, vapuleamos bien a esos cubanos. —Macklin rio entre dientes, mirando sólo a Gordon—. Pero al Ejército no le gustó cómo actuaron algunos veteranos cuando terminó la acción y volvimos a casa.

»Tenían miedo de Nate Holn, ya ve, incluso entonces. Él apelaba a la fuerza, y ellos lo sabían. El programa de aumento fue interrumpido.

El atizador adquirió un tono rojo desvaído en el centro. Se había alargado en casi la mitad de su longitud cuando comenzó a retorcerse y desmenuzarse como una pastilla de café con leche. Gordon dirigió una rápida mirada a Charles Bezoar, que estaba de pie al otro lado de los dos hombres aumentados. El coronel holnista se mordisqueaba los labios nerviosamente, con aire disgustado. Gordon habría podido decir lo que Bezoar estaba pensando.

Había allí una fuerza que él nunca podría conseguir. Los científicos llevaban mucho tiempo muertos y los hospitales donde el trabajo se había hecho habían desaparecido. De acuerdo con las creencias de Bezoar, estos hombres tenían que ser sus amos.

Las puntas del destrozado atizador se separaron con un fuerte chasquido, desprendiendo calor de fricción que se percibía a cierta distancia. Ninguno de los soldados se sobresaltó siquiera.

—Eso es todo, Shawn. —Macklin arrojó los trozos a la chimenea mientras su ayudante giraba marcialmente y abandonaba la estancia. El General miró a Gordon con sorna—. ¿Aún duda de que estemos en Corvallis para mayo? ¿Con o sin usted? Cualquiera de los chicos no aumentados de mi ejército equivale a veinte de sus torpes granjeros o de sus alocadas mujeres soldado.

Gordon alzó la mirada rápidamente, pero Macklin siguió hablando.

—Pero aunque los bandos estuvieran más igualados, usted seguiría sin tener ninguna posibilidad. ¿Cree que los aumentados no podríamos colarnos en cualquiera de sus plazas fuertes y destruirlas? Podríamos despedazar sus ridículas defensas sólo con las manos. No lo dude ni un segundo.

Empujó el papel escrito hacia adelante e hizo rodar la pluma hasta Gordon.

Gordon miró la hoja amarillenta. ¿Qué importaba? Entre todas aquellas revelaciones, creía saber cómo estaban las cosas. Sus ojos se encontraron con los de Macklin.

—Estoy impresionado. De veras. Ha sido una demostración convincente.

»Pero dígame, General, si son ustedes tan buenos, ¿por qué no están ya en Roseburg?

Mientras Macklin enrojecía, Gordon dirigió al jefe holnista una leve sonrisa.

—Y siguiendo con el tema, ¿quién los está arrojando de sus propios dominios? Debería haber adivinado antes por qué están promoviendo esta guerra con tanta dedicación y prisa. Por qué su gente está preparando a los siervos y sus posesiones para trasladarse al norte, en masa. En el curso de la historia, la mayoría de las invasiones bárbaras empezaron de ese modo, como fichas de dominó derrumbadas por otras fichas.

»Dígame, General, ¿quién está jugando tan fuerte que les obliga a salir del Rogue?

La cara de Macklin era una tempestad. Dobló sus nudosas manos y apretó los puños. Gordon esperaba pagar en cualquier momento el último precio por su satisfactoria explosión.

Casi fuera de sus órbitas, los ojos de Macklin no se apartaban de Gordon.

—¡Sáquelo de aquí! —le gritó a Bezoar.

Gordon se encogió de hombros y dio la espalda al furioso hombre aumentado.

—¡Y cuando vuelva usted quiero investigar esto, Bezoar! ¡Quiero saber quién rompió la seguridad! —La voz de Macklin persiguió a su jefe de inteligencia hasta las escaleras, donde los guardianes se situaron tras ellos.

La mano de Bezoar se mantuvo sobre el codo de Gordon durante todo el camino de vuelta al cobertizo-prisión.

—¿Quién puso aquí a este hombre? —gritó el Coronel holnista cuando vio al prisionero moribundo en el jergón de paja entre Johnny y la atónita mujer.

Un guardián parpadeó.

—Isterman, creo. Acababa de llegar del frente de Salmon River…

… el frente de Salmon River…. Gordon reconoció el nombre de un arroyo del norte de California.

—¡Cierra la boca! —Bezoar casi gritó. Pero Gordon vio confirmadas sus teorías. En esa guerra había más de lo que ellos sabían hasta aquella tarde.

—¡Sacadlo de aquí! ¡Después llevad a Isterman a la casa grande en seguida!

Los guardianes se movieron con premura.

—¡Eh, tened cuidado con él! —gritó Johnny cuando cogieron al hombre inconsciente como un saco de patatas. Bezoar le dirigió una mirada fulminante. El Coronel holnista desfogó su rabia lanzando una patada hacia la encogida mujer, pero ella tenía buenos reflejos. Cruzó la puerta antes de que la tocara.

—Lo veré mañana —dijo Bezoar a Gordon—. Creo que más le valdría recapacitar y escribir esa carta a Corvallis mientras tanto. Lo que ha hecho esta noche no es sensato.

Gordon apenas miró al hombre, como si no mereciese atención.

—Lo que ocurre entre el General y yo no le concierne a usted —le dijo a Bezoar—. Sólo los iguales tienen derecho a intercambiar amenazas, o desafíos.

La cita de Nathan Holn pareció empujar hacia atrás a Bezoar, como si hubiese sido golpeado. Observó a Gordon mientras este se sentaba en la paja con los brazos detrás de la cabeza, haciendo caso omiso al antiguo abogado.

Sólo cuando Bezoar se hubo marchado, cuando el lóbrego cobertizo se quedó tranquilo de nuevo, Gordon se levantó y corrió hacia Johnny.

—¿Ha dicho algo el soldado que lleva la insignia del oso?

Johnny negó con la cabeza.

—No ha recobrado la conciencia, Gordon.

—¿Qué hay de la mujer? ¿Ha dicho algo ella?

Johnny miró a derecha e izquierda. Los demás prisioneros estaban en sus rincones, de cara a la pared como habían estado durante semanas.

—Ni una palabra. Pero me ha dado esto.

Gordon cogió un sobre manoseado. Reconoció las cuartillas en cuanto las sacó.

Era la carta de Dena, la que había recibido de manos de George Powhatan, en la montaña de Sugarloaf. Debía de estar en el bolsillo de sus pantalones cuando la mujer se llevó su ropa para lavarla. Debía de haberla guardado.

¡No era de extrañar que Macklin y Bezoar no la hubieran mencionado!

Gordon tomó la determinación de que el General nunca consiguiera aquella carta. Por muy locas que Dena y sus amigas estuviesen, merecían una oportunidad. Comenzó a romperla, dispuesto a comerse los trazos, pero Johnny lo detuvo.

—¡No, Gordon! Ha escrito algo en la última página.

—¿Quién? ¿Quién ha escrito…? —Gordon acercó el papel a la tenue luz de la luna que se introducía entre los tablones. Al fin vio unos garabatos hechos con lápiz, toscas letras de molde que contrastaban fuertemente bajo la culta escritura de Dena.

¿es verdad?

¿son las mujeres tan libres en el norte?

¿son algunos hombres buenos y fuertes a la vez?

¿morirá ella por ti?

Gordon estuvo largo rato mirando las sencillas y tristes palabras. Sus fantasmas lo seguían a todas partes, a pesar de la resignación recién hallada. Aún le inquietaba lo que George Powhatan había dicho sobre los motivos de Dena.

Las Grandes Cosas no sueltan sus presas.

Masticó la carta despacio. No dejaría que Johnny compartiese su particular comida. Cada trozo se convirtió en una expiación, en un sacramento.

Aproximadamente una hora más tarde, se produjo una conmoción… una ceremonia de alguna clase. Al otro lado del claro, en el viejo almacén general de Agnes, una doble columna de soldados holnistas marchaban con un lento y sordo redoble de tambores. En medio de ellos caminaba un hombre alto y rubio. Gordon lo reconoció como uno de los holnistas con uniforme de camuflaje que habían acompañado a los siervos que dejaron al prisionero moribundo en su prisión.

—Debe de ser Isterman —comentó Johnny, fascinado—. Esto le enseñará a no olvidarse de informar a G-2.

Gordon advirtió que Johnny debía de haber visto demasiadas películas viejas sobre la Segunda Guerra Mundial, en la videoteca de Corvallis.

Al final de la línea de escoltas reconoció a Roger Septien. Pese a la oscuridad apreció que el antiguo bandolero montañés temblaba tanto que era casi incapaz de sostener el rifle.

La cultivada voz de Charles Bezoar sonó nerviosa, también, al leer los cargos. Isterman tenía la espalda apoyada en un gran árbol, el rostro impasible. Llevaba la ristra de trofeos sobre el pecho en bandolera…, como un repugnante fajín de medallas al valor.

Bezoar se hizo a un lado y Macklin se adelantó para hablar con el condenado. Macklin estrechó la mano a Isterman, lo besó en ambas mejillas y luego fue a situarse junto a su ayudante para contemplar el final. Un sargento con dos pendientes dio las escuetas órdenes. Los ejecutores se arrodillaron, levantaron los rifles y dispararon a la vez.

Excepto Roger Septien, que se desmayó.

El alto y rubio holnista yacía ahora sobre un charco de sangre al pie del árbol. Gordon pensó en el prisionero moribundo que había compartido su cautiverio durante tan poco tiempo y les había dicho tanto sin abrir siquiera los ojos.

—Que duermas bien, californiano —musitó—. Te has llevado a uno más de ellos contigo. Todos deberíamos hacerlo tan bien como tú.