12

Bienvenidos, caballeros.

Lo primero que Gordon advirtió fue la chisporroteante chimenea. La cómoda casita de guardabosques de antes de la guerra era de piedra sólida y cálida. Casi había olvidado aquella sensación.

Lo segundo que advirtió fue un frufrú de sedas cuando una rubia de piernas largas se levantó de un cojín situado junto al fuego. La muchacha contrastaba notoriamente con casi todas las demás mujeres que habían visto allí. Pulcra, erguida, cubierta de destellantes piedras que hubieran valido una fortuna antes de la guerra.

No obstante, tenía arrugas alrededor de los ojos, y miró a los del norte como podía haber contemplado a criaturas del lado oculto de la Luna. En silencio, se puso en pie y salió de la habitación a través de una cortina hecha de tiras de abalorios.

—He dicho bienvenidos, caballeros. Bienvenidos al Reino Libre.

Al fin Gordon se volvió y reparó en un hombre delgado y calvo con una barba esmeradamente recortada, que se levantó de un desordenado escritorio para saludarlos. Cuatro anillos de oro refulgían en el lóbulo de una oreja y tres en el de la otra, símbolos del rango. Se aproximó tendiendo la mano.

—Coronel Charles Westin Bezoar, a su servicio, antiguamente miembro de la curia del Estado de Oregón y Comisionado Republicano por el Distrito de Jackson. Actualmente tengo el honor de ser abogado juez del Ejército de Liberación Americano.

Gordon enarcó una ceja, haciendo caso omiso de la mano extendida.

—Ha habido un montón de «ejércitos» desde la Caída. ¿A cuál dice usted que pertenece?

Bezoar sonrió y dejó caer la mano como por casualidad.

—Sé que algunos nos aplican otros nombres. Dejemos eso por ahora y digamos que sirvo como ayuda de campo al General Volsci Macklin, su anfitrión. El General se reunirá con nosotros en breve. Entretanto, ¿puedo ofrecerles licor de malta de nuestras colinas? —Sacó una botella de vidrio labrado del aparador de roble tallado—. Sea lo que fuere que hayan oído decir sobre la ruda vida de aquí, creo que se darán cuenta de que al menos hemos refinado algunas de las viejas artes.

Gordon negó con un gesto. Johnny miró por encima de la cabeza del hombre. Bezoar se encogió de hombros.

—¿No? Lástima. Quizás en otro momento. Espero no les importe que yo beba. —Bezoar se sirvió un vaso de licor color castaño y señaló dos sillas junto al fuego—. Por favor, caballeros, todavía deben de estar fatigados del viaje. Pónganse cómodos. Hay mucho que me gustaría saber.

»Por ejemplo, señor Inspector, ¿cómo van las cosas en los Estados del este, más allá de los desiertos y las montañas?

Gordon se sentó sin parpadear siquiera. Así que el «Ejército de Liberación» tenía un servicio secreto. No era de extrañar que Bezoar supiese quiénes eran… o al menos quién creía el norte de Oregón que era Gordon.

—Las cosas van de forma muy similar a las del oeste, señor Bezoar. La gente trata de vivir y reconstruir donde puede.

Gordon trataba de recrear mentalmente la visión soñada, la fantasía de St. Paul City, de Odessa y Green Bay; imágenes de ciudades vivas a la cabeza de una nación valerosa y resurgente, no las ciudades fantasmales barridas por el viento que recordaba, saqueadas por harapientas bandas de cautos supervivientes.

Habló por las ciudades tal como las había soñado. Su voz fue dura.

—En algunos lugares los ciudadanos han sido más afortunados que en otros. Han recuperado mucho, y esperan más para sus hijos. En otras áreas, la recuperación se ha visto entorpecida. Algunos de los que casi arruinaron nuestro país, una generación atrás, siguen destruyendo, asaltando a nuestros mensajeros e interrumpiendo nuestras comunicaciones.

»Y al hablar de esto —continuó Gordon fríamente—, no puedo posponer por más tiempo preguntarle qué han hecho con el correo que sus hombres han robado a Estados Unidos.

Bezoar se puso unas gafas de montura metálica y levantó un grueso archivador de la mesa que estaba junto a él.

—Supongo que se refiere a estas cartas —abrió el paquete. Docenas de grisáceas y amarillentas hojas crujieron secamente—. ¿Lo ve? No me molesto en negarlo. Estimo que debemos ser abiertos y francos el uno con el otro, si ha de salir algo de esta reunión.

»Sí, un equipo de nuestros exploradores de vanguardia halló un caballo de carga en las ruinas de Eugene, suyo, imagino, cuyas alforjas contenían este extrañísimo fardo. Irónicamente, creo que en el instante mismo en que nuestros exploradores estaban cogiendo estas muestras, usted estaba matando a dos de nuestros camaradas en otra parte de la desierta ciudad.

Bezoar alzó la mano antes de que Gordon pudiese hablar.

—No tema represalias. Nuestra filosofía holnista no cree en ellas. Derrotó a dos supervivencialistas en una lucha justa. Eso le hace un igual a nuestros ojos. ¿Por qué cree que han sido tratados como hombres después de ser capturados, y no castrados como un esclavo o un carnero?

Bezoar sonrió afablemente, pero Gordon hervía por dentro. La pasada primavera había visto en Eugene lo que los holnistas habían hecho con los cuerpos de los indefensos rebuscadores a los que habían asesinado. Recordó a la madre del joven Mark Aage, que salvó su vida y la de su hijo gracias a un heroico gesto. Estaba claro que Bezoar creía lo que decía, pero para Gordon su lógica era enfermiza, amargamente irónica.

El supervivencialista calvo extendió las manos.

—Admitimos haber cogido su correo, señor Inspector. ¿Podemos mitigar nuestra culpa alegando ignorancia? Después de todo, hasta que estas cartas llegaron a mis manos, ninguno de nosotros había oído hablar nunca de los Estados Unidos Restablecidos.

»Imagine nuestro asombro cuando vimos esto… cartas llevadas de pueblo en pueblo, autorizaciones para nuevos jefes de correos, y esto —levantó un fajo de cuartillas de aspecto oficial—, estas declaraciones del gobierno provisional de St. Paul City.

Sus palabras eran conciliatorias y parecían serias. Pero había algo en el tono de voz del hombre… Gordon no pudo definirlo, pero fuera lo que fuese le inquietó.

—Usted lo conoce —puntualizó—. Y sin embargo continúa. Dos de nuestros mensajeros postales han desaparecido sin dejar rastro desde su invasión del norte. Su «Ejército de Liberación Americano» está en guerra con Estados Unidos desde hace muchos meses, Coronel Bezoar. Y en eso no puede alegar ignorancia.

Las mentiras le salían fácilmente ahora. En lo esencial, después de todo, sus palabras eran ciertas.

Desde aquellas pocas semanas, justo después de que se «ganara» la Gran Guerra, cuando EE.UU. aún tenía un gobierno y los alimentos y materiales todavía se transportaban con seguridad por las autopistas, el verdadero problema no había sido el maltrecho enemigo sino el caos interior.

El grano se pudría en rebosantes silos mientras los granjeros se arruinaban a causa de plagas leves contra las que existían vacunas. En las ciudades se disponía de ellas, y allí la inanición mataba a multitudes. Moría más gente debido al desorden y a la anarquía (la destruida red de comercio y asistencia médica) que a todas las bombas y gérmenes, o incluso a los tres años de semioscuridad.

Hombres como aquel dieron el golpe de gracia, acabaron con cualquier posibilidad que tuvieran esos millones de personas.

—Quizá, quizá —Bezoar tomó un trago del amargo licor. Y sonrió—. Desde entonces, muchos han afirmado ser los auténticos herederos de la soberanía americana. Así sus «Estados Unidos Restablecidos» controlan grandes áreas y poblaciones, y así entre sus líderes se incluyen algunos viejos zoquetes que una vez compraron un cargo electo con dinero en metálico y una sonrisa televisiva. ¿Los convierte eso en la verdadera América?

Por un instante la actitud calmada y razonable pareció romperse, y Gordon vio al fanático que había dentro, inmutable excepto quizá por la radicalización de los años. Gordon había oído ese tono… hacía mucho, en la voz de Nathan Holn retransmitida por radio, antes de que el «santo» supervivencialista fuese colgado, tras lo cual tuvo que hablar a través de sus partidarios.

Era la misma filosofía solipsista del ego que había espoleado la violencia del nazismo, del estalinismo. Hegel, Horbiger, Holn; las raíces eran idénticas. Verdades deducidas, pretenciosas y ciertas, pero no para ser examinadas a la luz de la realidad.

En Norteamérica, el holnismo fue una regresión en un tiempo que, por otra parte, había sido de una incomparable brillantez, una vuelta a los egoístas ochenta. Pero otra versión del mismo mal, el «Misticismo Eslavo», ostentaba actualmente el poder en el otro hemisferio. Aquella demencia finalmente arrastró al mundo a la guerra Fatal.

Gordon sonrió con gravedad.

—¿Quién puede decir lo que es legítimo, después de todos estos años? Pero una cosa es cierta, Bezoar, el «verdadero espíritu de América» parece haberse convertido en una pasión por cazar holnistas. Su culto a la fuerza es detestado, no sólo en EE.UU. Restablecidos sino en casi todos los lugares por donde he viajado. Aldeas rivales se unían ante el rumor de haber visto una de sus bandas. Cualquier hombre que vista el traje de camuflaje del Ejército es colgado sin tardanza.

Sabía que había dado en el clavo. Las ventanas nasales del oficial aletearon.

Coronel Bezoar, por favor. Y apostaría a que hay zonas en la que eso no ocurre, señor Inspector. ¿Florida, tal vez? ¿Y Alaska?

Gordon se encogió de hombros. Ambos Estados habían quedado silenciados el día después de que cayeran las primeras bombas. También hubo otros lugares, como el sur de Oregón, donde la milicia no se había atrevido a entrar, ni siquiera armada.

Bezoar se levantó y fue hasta una estantería. Extrajo un grueso volumen.

—¿Ha leído a Nathan Holn? —preguntó, afable la voz una vez más.

Gordon negó con la cabeza.

—¡Pero, señor! —protestó Bezoar—. ¿Cómo puede conocer a su enemigo sin saber lo que piensa? Por favor, tome este ejemplar del Imperio Perdido… La biografía, de ese gran hombre que fue Aaron Burr, escrita por Holn. Puede hacerle cambiar de parecer.

»Creo, señor Krantz, que usted es la clase de hombre que podría convertirse en holnista. A menudo los fuertes sólo necesitan que les abran los ojos para ver que han sido atrapados por la propaganda de los débiles, que podrían tener el mundo, sólo con extender las manos y cogerlo.

Gordon reprimió la primera respuesta que se le ocurrió y cogió el libro que le ofrecía. Probablemente no sería sensato provocar demasiado a aquel tipo. Después de todo, una sola palabra suya bastaba para que los matasen.

—De acuerdo. Me ayudará a pasar el rato mientras dispone nuestro traslado a Willamette —dijo con gran calma.

—Sí —coincidió Johnny Stevens, que habló por primera vez—. Y de paso, ¿qué le parece pagar el franqueo extra necesario para terminar de repartir ese correo robado que transportaremos con nosotros?

Bezoar devolvió a Johnny la fría sonrisa, pero antes de que acertara a replicar, se oyeron pasos en el porche de madera de la antigua estación de guardabosques. La puerta se abrió y entraron tres hombres barbudos vestidos con los tradicionales atuendos en verde y negro.

Uno de ellos, el más bajo aunque con mucho el más imponente, lucía un único pendiente en la oreja, en el que brillaban unas grandes gemas engastadas.

—Caballeros —dijo Bezoar, levantándose—. Permítanme presentarles al General de Brigada Macklin, Reserva del Ejército de EE.UU., unificador de los clanes holnistas de Oregón y comandante de las Fuerzas de Liberación Americanas.

Gordon se puso en pie, aturdido. Por un instante no pudo hacer otra cosa que mirar. El General y sus dos ayudantes eran los seres humanos de aspecto más extraño que había visto nunca.

No había nada desacostumbrado en sus barbas o pendientes… o en la corta ristra de mustios trofeos que cada uno llevaba como adorno ceremonial. Pero los tres tenían cicatrices terribles, dondequiera que los uniformes permitían verles el cuello y los brazos. Y bajo las tenues líneas dejadas por la cirugía mucho tiempo atrás, los músculos y tendones parecían combarse y formar nudos de una forma insólita.

Era increíble, y sin embargo Gordon tuvo la impresión de haber visto algo similar en el pasado. Aunque no acertó a recordar dónde ni cuándo.

¿Habían padecido aquellos hombres una de las plagas de después de la guerra? ¿Superpaperas, quizás? ¿O alguna clase de hipertrofia de la glándula tiroides? No lo podía precisar.

Gordon advirtió de repente que el más corpulento de los ayudantes de Macklin era el atacante que lo había golpeado con tanta rapidez la noche de la emboscada, junto a las riberas del Coquille, y lo había tirado al suelo de un contundente puñetazo antes de que pudiese siquiera empezar a moverse.

Ninguno de los hombres pertenecía a la nueva generación de supervivencialistas feudales, toscos jóvenes reclutados por todo el sur de Oregón. Como Bezoar, los recién llegados parecían lo bastante viejos para haber sido adultos antes de la guerra Fatal. Sin embargo, el tiempo no parecía haber mermado sus facultades. El General Macklin se movía con una agilidad felina que intimidaba. No perdió tiempo en cortesías. Con una inclinación de cabeza y una mirada a Johnny, hizo conocer sus deseos a Bezoar.

Bezoar unió los dedos.

—Ah. Sí, señor Stevens, ¿sería tan amable de acompañar a estos señores de vuelta a su mmm, alojamiento? Parece ser que el General desea hablar a solas con su superior.

Johnny miró a Gordon. Era evidente que a una palabra suya, pelearía.

Gordon se acobardó interiormente al ver la intensidad de la expresión de los ojos del joven. Él nunca había pretendido semejante devoción de nadie.

—Vuelve, John —dijo a su joven amigo—. Me reuniré contigo más tarde.

Los dos corpulentos ayudantes acompañaron a Johnny afuera. Cuando la puerta se hubo cerrado y los pasos se perdieron en la noche, Gordon se volvió para mirar de frente al comandante de los holnistas unidos. En su corazón sentía una fuerte determinación. No había ningún pesar, ningún temor a la hipocresía. Si era capaz de mentir lo bastante bien para engañar a estos bastardos, lo haría. Se sintió pletórico en su uniforme de cartero y se preparó para iniciar la mejor representación de su vida.

—Ahórreselo —masculló Macklin. El hombre de la barba negra le apuntó con una mano grande y fuerte—. ¡Una palabra sobre esa farsa de unos «Estados Unidos Restablecidos» y le haré tragar su «uniforme»!

—Me temo que no he sido del todo franco con usted, señor Inspector. —Había un evidente tono sarcástico en las dos últimas palabras de Bezoar. El Coronel holnista se inclinó para abrir un cajón de su escritorio—. En cuanto oí hablar de usted, envié de inmediato grupos para seguir sus pasos. A propósito, tiene razón en que el holnismo no es muy popular en ciertas áreas. Al menos aún no. Dos de los equipos nunca regresaron.

El General Macklin chasqueó los dedos.

—No alargue esto, Bezoar. Estoy ocupado. Haga entrar al sujeto.

Bezoar asintió rápidamente y retrocedió para tirar de un Gordon que colgaba en el muro, dejando a Gordon preguntándose qué había pretendido encontrar en el cajón.

—De todas formas, uno de nuestros grupos exploradores halló a una banda de espíritus afines en las Cascadas, en un paso al norte de Cráter Lake. Hubo una serie de malentendidos y me temo que la mayoría de los pobres lugareños murieron. Pero logramos persuadir a un superviviente…

Se oyó ruido de pasos; luego, la cortina de abalorios se abrió. La esbelta rubia la mantuvo abierta con actitud fría mientras un hombre de aspecto maltrecho y con un vendaje en la cabeza entraba en la estancia. Llevaba un uniforme de camuflaje remendado y desteñido, un cuchillo al cinto y un único y diminuto pendiente. Miraba al suelo. Aquel supervivencialista no parecía muy contento de estar allí.

—Le presentaré a nuestro último reclutado, señor Inspector —dijo Bezoar—. Aunque creo que ya se conocen.

Gordon meneó la cabeza, completamente perdido. ¿Qué estaba pasando allí? ¡Que él supiera nunca en su vida había visto a aquel hombre!

Bezoar dio un codazo al abatido recién llegado, que alzó la mirada.

—No puedo decirlo con seguridad —repuso el desfallecido recluta, escrutando a Gordon—. Podría ser él. Fue un incidente realmente de tan… tan poca trascendencia en su momento…

Gordon apretó los puños. Esa voz.

—¡Eres , tú, bastardo!

No llevaba la airosa gorra alpina, pero Gordon reconoció ahora las patillas entrecanas, la tez cetrina. Roger Septien parecía mucho menos dueño de sí mismo que cuando lo viera por última vez en las laderas de una reseca montaña, ayudando a acarrear casi todo lo que Gordon había poseído en el mundo, jovialmente, sarcásticamente, abandonándolo a una muerte casi segura.

Bezoar asintió con satisfacción.

—Puedes irte, soldado Septien. Creo que tu oficial tiene una tarea apropiada dispuesta para ti, esta noche.

El antiguo ladrón y en otro tiempo agente de cambio y bolsa asintió fatigosamente. Ni siquiera volvió a mirar a Gordon, sino que salió sin volver a hablar.

Gordon se dio cuenta de que había cometido un desatino al actuar tan deprisa. Tenía que haberle hecho caso omiso, fingir que no lo reconocía.

Aunque ¿habría servido de algo? Macklin parecía ya tan seguro…

—Adelante —dijo el General a su subordinado.

Bezoar volvió a meter la mano en el cajón y esta vez sacó un pequeño cuaderno de notas negro y estropeado. Se lo tendió a Gordon.

—¿Reconoce esto? Lleva su nombre.

Gordon parpadeó. Era sin lugar a dudas su diario, robado —junto con todas sus pertenencias— por Roger Septien y los demás asaltantes sólo horas antes de que tropezase con la furgoneta de correos y comenzase su nueva carrera.

En su momento lamentó la pérdida, pues el diario detallaba sus viajes desde que había salido de Minnesota, hacía diecisiete años… sus cuidadosas observaciones sobre la América de después del holocausto.

Ahora, sin embargo, el delgado volumen era la última cosa en la Tierra que hubiese querido ver. Se sentó pesadamente, cansado de súbito, consciente de cómo aquellos diablos habían estado jugando con él. La mentira al fin lo había atrapado.

En las páginas de ese pequeño diario no había ni una sola palabra sobre carteros, o recuperación, o unos «Estados Unidos Restablecidos».

Había únicamente la verdad.