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Una helada y neblinosa lluvia convirtió el embarrado camino en un lodazal que succionaba los entumecidos pies de los prisioneros. Sujetos por el cuello luchaban contra el barro, esforzándose por mantenerse al nivel de los caballos y sus jinetes. Después de tres días, lo único que importaba en el reducido mundo de los cautivos era seguir la marcha y evitar que los golpearan más.

Los vencedores no parecían menos temibles ahora, sin la pintura de guerra. Vestidos con sus ropas de camuflaje de invierno, cabalgaban imperiosamente sobre las monturas de que se habían apropiado en Camas Valley. El holnista más joven que iba en la retaguardia, con un anillo de oro colgado de la oreja, se volvía de vez en cuando para increpar a los prisioneros y tirar de la cuerda atada en la muñeca del que iba en cabeza, haciendo que toda la fila caminara más deprisa.

A lo largo del camino había rastros de desperdicios dejados por las sucesivas oleadas de refugiados. Tras incontables pequeñas batallas y masacres, los más fuertes se quedaron las tierras altas de este territorio. Este era el paraíso de Nathan Holn.

La caravana pasó varias veces a través de pequeños grupos de casuchas, sucias conejeras hechas con fragmentos y enseres rescatados de antes de la guerra. En cada miserable caserío una población de menesterosas criaturas salía a presentar sus respetos, con la mirada baja. De vez en cuando algún desgraciado se doblaba bajo los indolentes golpes asestados sin motivo aparente por los que iban a caballo.

Hasta que los guerreros habían pasado los aldeanos no volvían a levantar la vista. Sus fatigados ojos no reflejaban odio, sólo hambre, mientras observaban los cuartos traseros de los caballos bien alimentados que se alejaban.

Los siervos apenas miraban a los nuevos prisioneros. Su falta de atención les era devuelta.

La caminata llenó las horas diurnas con pocas paradas. Por la noche los cautivos fueron separados para evitar que hablaran. Cada uno atado a un caballo trabado para que se calentaran sin fuego. Después, con el alba y un caldo poco espeso, la larga caminata empezó de nuevo.

Al llegar al cuarto día, dos de los prisioneros habían muerto. Dos más, que estaban demasiado débiles para continuar, fueron entregados al holnista barón de un pequeño feudo, para que sustituyeran a los siervos cuyos cadáveres crucificados aún colgaban en el camino para lección de cualquiera que se sintiera tentado a desobedecer.

Durante todo este tiempo, Gordon vio poco más que la espalda del hombre que le precedía. Llegó a odiar al prisionero que iba atado detrás de la cintura. Cada vez que este tropezaba, la súbita sacudida le desgarraba los torturados músculos de los brazos y costados. Sin embargo, durante un rato casi no notó que el hombre también había desaparecido y que sólo dos cautivos seguían a los nerviosos caballos. Envidió al que había quedado atrás, sin saber siquiera si el tipo había muerto.

El viaje parecía interminable. Había despertado cuando este ya se había iniciado días atrás, y desde entonces no había alcanzado la plena conciencia. A pesar del sufrimiento, una pequeña parte de él dio la bienvenida al atontamiento y la monotonía. Ningún fantasma lo molestaba allí. Ninguna complicación, ninguna culpa. Todo era muy sencillo. Uno pone un pie delante de otro, come lo poco que le dan y mantiene la cabeza gacha.

En algún momento observó que el prisionero acompañante le estaba ayudando, acarreando parte de su peso sobre sus hombros cuando se debatían en el barro. Semiconscientemente, se preguntó por qué haría alguien una cosa así.

Al fin llegó un momento en el que parpadeó y vio que le habían desatado las manos. Se hallaban junto a una estructura revestida de madera, situada a cierta distancia de un laberinto de cabañas inestables y apestosas. Desde no muy lejos llegaba un ruido de un torrente de agua.

—Bienvenidos a Agnes Town —dijo uno de los hombres con voz áspera.

Alguien le puso una mano en la espalda y empujó. Hubo carcajadas cuando los prisioneros entraron dando tumbos y se desplomaron en un sucio jergón de paja.

Gordon ni se molestó en moverse del punto exacto hasta el que había rodado. Era una oportunidad para dormir. Por el momento, eso era todo lo que le importaba. Tampoco ahora hubo sueños, sólo una ocasional contracción espasmódica cuando los cansados músculos fallaron durante el resto de aquel día, su noche y la mañana siguiente.

Gordon no despertó hasta que la brillante luz del sol alcanzó la suficiente altura para resplandecer a través de sus párpados. Rodó hacia un lado, gimiendo. Una sombra pasó sobre él y sus párpados vacilaron como postigos oxidados.

Tardó varios segundos en enfocar la vista. Tardó un poco en comprender. Lo primero que captó fue la falta de un diente en la familiar sonrisa.

—Johnny —dijo con voz ronca.

La cara del joven tenía ampollas y contusiones. Aun así, Johnny Stevens sonrió alegremente.

—Hola Gordon. Bienvenido de vuelta entre los desafortunados, los vivos.

Ayudó a Gordon a sentarse y le dio un cazo de fría agua de río para que bebiera. Entretanto, Johnny habló.

—Hay comida en el rincón. Y he oído a un guardián decir algo sobre que podremos lavarnos pronto. Así que tal vez haya alguna razón para que nuestras cabezas no estén colgando ya del cinturón de trofeos de algún asno. Supongo que nos han traído aquí para que conozcamos a algún pez gordo. —Johnny rio, secamente—. Espere y verá, Gordon. Con nuestra oratoria, le daremos cien vueltas al tipo, quienquiera que sea. Tal vez podamos ofrecerle una jefatura postal, o algo. ¿Es eso lo que me quería decir cuando me sermoneó sobre la importancia de aprender política práctica?

Gordon estaba demasiado débil para estrangular a Johnny por su increíble e irritante buen humor. En vez de ello intentó devolverle la sonrisa, pero sólo consiguió que le doliesen los agrietados labios.

Un movimiento apresurado en el rincón opuesto a ellos evidenció que no estaban solos. Había otros tres prisioneros en la celda. Sucios, con los ojos salvajes y esperpénticos que evidenciaban que llevaban allí mucho tiempo. Los miraban con una expresión que ya no era humana.

—¿Es… escapó alguien a la emboscada? —fue la primera pregunta lúcida que Gordon pudo formular.

—Eso creo. Su aviso debió de alterar los planes de esos bastardos. Nos dio la posibilidad de plantarles cara. Estoy seguro de que nos cargamos a un par de ellos antes de que nos aplastaran. —A Johnny le brillaban los ojos. Si era posible, la admiración del muchacho parecía haber aumentado. Gordon desvió la mirada. No quería alabanzas por su conducta de esa noche—. Estoy seguro de que me cargué al hijo de puta que me rompió la guitarra. Otro…

—¿Y Phil Bokuto? —lo interrumpió Gordon.

—No lo sé. No vi orejas negras u… otras cosas… entre los «trofeos» que recogieron los canallas. Puede que lo consiguiera —dijo Johnny, meneando la cabeza.

Gordon se recostó contra los tablones de la guarida. El ruido de agua turbulenta, que no habían dejado de oír en toda la noche, venía del otro lado. Se volvió y escudriñó por las rendijas entre los toscos tablones.

A unos ocho metros se hallaba el borde de un escarpado risco. Más allá, a través de la niebla, vio el muro de un desfiladero profusamente cubierto de vegetación, cortado por una estrecha y rápida corriente de agua.

Johnny pareció leer sus pensamientos. Por vez primera la voz del joven fue grave, seria.

—Es cierto, Gordon. Estamos justo en el corazón de ello. Ahí abajo está la propia arpía. El sanguinario Rogue River.