9

Mi querido Gordon:

Cuando leas esta carta será ya demasiado tarde para detenernos, así que por favor mantén la calma mientras trato de explicarme. Luego, si todavía no puedes disculpar lo que hemos hecho, espero que encuentres algo en tu corazón que te induzca a perdonarnos.

Lo he discutido una y otra vez con Susanna, Jo y las demás mujeres del Ejército. Hemos leído tantos libros como nos permitían nuestros deberes. Hemos asaeteado a preguntas a nuestras madres y tías sobre sus recuerdos. Finalmente, nos vimos obligadas a llegar a dos conclusiones.

La primera es obvia. Está claro que no debería haberse dejado a los seres humanos varones el control del mundo durante todos estos siglos. Muchos de vosotros sois increíblemente maravillosos, pero existen demasiados lunáticos sanguinarios.

Vuestro sexo simplemente es así. Su mejor parte nos dio poder y luz, ciencia y razón, medicina y filosofía. Mientras tanto, la mitad oscura se dedicaba a imaginar infiernos horribles y a hacerlos realidad.

Algunos de los viejos libros apuntan RAZONES para esta extraña división, Gordon. La ciencia puede incluso haber estado en el umbral de una respuesta antes de la guerra Fatal. Había sociólogos (la mayoría mujeres) que estudiaban el problema y daban respuesta a preguntas difíciles.

Pero todo lo que aprendieron se perdió para nosotros, excepto las verdades más simples.

Oh, puedo OÍRTE, Gordon, diciéndome que exagero de nuevo, que simplifico al máximo y «generalizo a partir de datos demasiado escasos».

Por una parte, muchas mujeres participaron en los grandes logros del «varón», y también en las grandes maldades.

Asimismo, es obvio que la mayor parte de los hombres se hallaba entre esos extremos de bien y de mal de los que hablo.

Pero estos no poseen ningún poder. No cambian el mundo, ni para mejor ni para peor. Resultan inútiles.

¿Ves? ¡Puedo contestar a tus objeciones como si estuvieses aquí! Aunque nunca olvido que la vida me ha privado de muchas cosas, es cierto que he recibido una buena educación para una mujer de estos tiempos. Este último año he aprendido más incluso, gracias a ti. Conocerte me ha convencido de que estoy en lo cierto con respecto a los hombres.

Afróntalo, amor mío. No quedan suficientes tipos buenos para ganar este asalto. ¡Tú y los que son como tú sois nuestros héroes, pero esos bastardos están ganando! Están a punto de traer la noche que sucede al crepúsculo, y tú solo no puedes detenerlos.

HAY otra fuerza en la humanidad, Gordon. Esta podía haber inclinado la balanza en vuestra vieja lucha, en la época anterior a la guerra Fatal. Pero era perezosa o distraída… No lo sé. Por algún motivo, sin embargo, no intervino. No de una forma eficaz.

Esa es la segunda cosa que nosotras, las mujeres del Ejército de Willamette, hemos entendido: que tenemos una última oportunidad para realizar lo que las mujeres dejaron de hacer en el pasado.

Vamos a detener a esos bastardos, Gordon. Vamos a cumplir con nuestra misión por fin… ELEGIR entre los hombres y rechazar a los perros rabiosos.

Perdóname, por favor. Las demás me pidieron que te dijese que siempre te querremos. Tuya para siempre.

Dena.

¡Alto!… Oh, Dios… ¡No!

Cuando Gordon despertó bruscamente, ya estaba levantado. Los rescoldos de la fogata de la noche ardían muy cerca de sus pies desnudos. Tenía los brazos extendidos, como si entre ellos hubiese habido algo o alguien.

Tambaleándose, sintió que los flecos de su sueño se deshilachaban en la noche del bosque. Su fantasma había vuelto a visitarlo, hacía sólo unos momentos, mientras dormía. La voz de la máquina muerta le había hablado a través de las décadas, acusando con creciente impaciencia.

… ¿quién asumirá la responsabilidad… por estos niños estúpidos…?

Hileras de luces rutilantes y una voz llena de triste sabiduría, desesperanzada por los interminables fracasos de los seres humanos con vida.

—¿Gordon? ¿Qué pasa?

Johnny Stevens se incorporó en su saco de dormir, restregándose los ojos. Se veía muy poco bajo el cielo encapotado, sólo con los rescoldos del fuego y unas cuantas estrellas descoloridas aquí y allá, titilando débilmente a través de las ramas que sobresalían.

Gordon sacudió la cabeza, en parte para ocultar su temblor.

—Pensaba en ir a ver cómo están los caballos y los que hacen guardia —dijo—. Vuelve a dormirte, Johnny.

El joven cartero asintió.

—De acuerdo. Dígale a Philip y a Cal que me despierten cuando me toque a mí. —Volvió a echarse y se cubrió con el saco de dormir—. Tenga cuidado, Gordon.

Poco después su respiración era un suave silbido, su expresión apacible y confiada. La vida dura parecía sentarle bien a Johnny, algo que nunca dejaba de asombrar a Gordon. Después de diecisiete años de llevar esa vida, él aún no había podido aceptarla del todo. Pese a que se acercaba a la edad madura, imaginaba cada vez con más frecuencia que iba a despertar en su dormitorio de estudiante de Minnesota, y toda la suciedad, la muerte y la locura sólo serían una pesadilla, un mundo alternativo que nunca había existido.

Junto a las brasas se extendía una hilera de sacos de dormir, muy próximos unos a otros para compartir el calor. Había ocho figuras además de Johnny. Aaron Schimmel, más todos los luchadores que habían conseguido reclutar en Camas Valley.

Cuatro de los voluntarios eran muchachos, de apenas edad para afeitarse. Los otros eran viejos.

Gordon no deseaba pensar, pero los recuerdos lo asaltaron mientras se ponía las botas y el poncho de lana.

A pesar de su victoria casi total, George Powhatan parecía muy ansioso por ver partir a Gordon y su grupo. Los visitantes incomodaban al patriarca de la montaña de Sugarloaf. Su dominio no sería el mismo hasta que se marcharan.

Resultó que Dena había hecho dos envíos, uno además de su loca carta. En él se las había arreglado para enviar regalos a las mujeres de la casa de Powhatan a pesar de Gordon, despachándolos vía «Correo de EE.UU.». Diminutas pastillas de jabón, agujas y ropa interior iban acompañadas de pequeños panfletos mimeografiados. Había frascos de píldoras y ungüentos que Gordon reconoció como procedentes de la farmacia central de Corvallis. Y vio copias de la carta que le había enviado a él.

Todo el asunto confundió a Powhatan. Al menos tanto como el discurso de Gordon. La carta de Dena le había puesto enfermo.

—No lo comprendo —dijo, sentado a horcajadas en una silla mientras Gordon se preparaba para partir—. ¿Cómo puede una mujer obviamente inteligente haber concebido ideas tan estrambóticas? ¿No se ha preocupado nadie lo bastante de inculcarle un poco de sentido común? ¿Qué creen ella y su pandilla de jovencitas que pueden hacer contra los holnistas?

Gordon no se molestó en responder, pues sabía que su respuesta irritaría a Powhatan. De todas formas, tenía prisa. Aún esperaba contar con tiempo para regresar y detener a las Exploradoras antes de que llevasen a cabo la mayor idiotez desde la guerra Fatal misma.

A pesar de ello, Powhatan siguió indagando. El hombre parecía sinceramente perplejo. Y no estaba acostumbrado a quedar marginado. Por último, Gordon se encontró hablando en defensa de Dena.

—¿Qué clase de «sentido común» habría hecho que le inculcasen, George? ¿La lógica de desaliñadas e insignificantes mujeres que cocinan para hombres satisfechos, aquí en Camas? ¿O quizá debería hablar sólo cuando le hablaran, como esas pobres mujeres que viven como ganado en Rogue, y ahora en Eugene?

»Quizá estén equivocadas. Tal vez incluso estén locas. Pero al menos Dena y sus compañeras se preocupan por algo más importante que ellas mismas, y tienen agallas para luchar por eso. ¿Lo haces tú, George? ¿Lo haces tú?

Powhatan bajó la mirada al suelo. Gordon apenas oyó su respuesta.

—¿Dónde está escrito que uno deba preocuparse sólo por grandes cosas? Yo luché por grandes cosas, hace mucho tiempo…, por modos de vida, por principios, por un país. ¿Dónde está todo eso ahora?

Los acerados ojos grises estaban entrecerrados y entristecidos cuando volvieron a mirar a Gordon.

—Averigüé algo. Descubrí que las grandes cosas no corresponden al amor que les dedicas. Toman y toman y jamás dan nada a cambio. Se apoderan de tu sangre y de tu alma, si las dejas, y nunca sueltan la presa.

»Perdí a mi mujer y a mi hijo, mientras estaba lejos luchando por Grandes Cosas. Me necesitaban, pero yo tenía que irme a intentar salvar el mundo. —Powhatan suspiró en la última frase—. Hoy lucho por mi gente, por mi granja, por cosas más pequeñas, cosas que puedo retener.

Gordon observó a Powhatan cerrar la mano, grande y encallecida, como esforzándose por agarrar la vida misma. No se le había ocurrido hasta entonces que aquel hombre temiera a algo en el mundo; pero ahí estaba, visible sólo durante un breve instante.

Un extraño terror en sus ojos.

Powhatan se volvió en el umbral de la puerta de la habitación de Gordon, recortado su rostro de facciones afiladas en la oscilante luz de las velas de sebo.

—Creo que sé por qué su loca mujer está empeñada en llevar a cabo ese disparatado malabarismo que ha tramado, y que no tiene relación alguna con esos grandes «héroes y villanos» sobre los que escribe.

»Las otras mujeres la siguen porque ella es una líder innata para tiempos desesperados. Las ha atrapado en su estela, pobres chicas. Pero ella… —Powhatan meneó la cabeza—. Ella cree que lo está haciendo por grandes razones, pero debajo yace una de las cosas pequeñas.

»Lo hace por amor, señor Inspector. Creo que lo está haciendo únicamente por usted.

Se miraron el uno al otro, aquella última vez, y Gordon se dio cuenta entonces de que Powhatan estaba devolviendo con intereses al cartero la responsabilidad que le había sido entregada sin que él la hubiera solicitado.

Gordon había inclinado la cabeza ante el Señor de la Montaña de Sugarloaf, aceptando la carga, sin gastos de envío.

Dejando el calor de los rescoldos, Gordon se dirigió hacia los caballos y comprobó cuidadosamente sus cinchas. Todas parecían estar bien, aunque los animales daban la impresión de sentirse inquietos aún. Después de todo, habían cabalgado mucho aquel día. Habían dejado atrás las ruinas de la ciudad de antes de la guerra Remote y los viejos Campamentos de Bear Creek. Si en realidad el grupo reanudaba el camino al día siguiente, Calvin Lewis calculaba que llegarían a Roseburg poco después del anochecer.

George Powhatan había sido generoso con las provisiones para el viaje. Les había dado lo mejor de sus establos. Cualquier cosa que quisieran los del norte, les sería entregada. A excepción de George Powhatan, por supuesto.

Mientras Gordon daba unas palmadas al último de los nerviosos caballos y se alejaba bajo los árboles, una parte de él todavía era incapaz de creer que hubiesen recorrido aquel camino para nada. El fracaso tenía un amargo sabor en su boca.

… ondulantes luces… la voz de una máquina muerta hace mucho tiempo…

Gordon sonrió sin alegría.

—Si hubiera podido contagiarlo de tu espíritu, Cíclope, ¿crees que lo hubiera logrado? ¡Pero no es tan sencillo llegar a un hombre como él! Está hecho de una materia más fuerte que la mía.

¿… quién asumirá la responsabilidad…?

—¡No lo sé! —susurró rápidamente, quedamente, en la oscuridad que lo rodeaba—. ¡Ya ni siquiera me importa!

Se encontraba ahora a unos trece metros del campamento. Se le ocurrió que podía irse al lugar que quisiera. Si desaparecía en el bosque, justamente ahora, aún se hallaría en mejor situación que hacía dieciséis meses cuando, robado e injuriado, se había topado con aquel viejo y destrozado jeep de Correos en un bosque alto y polvoriento.

Había cogido el uniforme y la bolsa únicamente para sobrevivir, pero algo había penetrado dentro de él aquella extraña noche, el primero de muchos fantasmas.

En la pequeña Pine View había comenzado la leyenda que él no buscaba. Aquel Johnny el Eficiente, «cartero» sin sentido, llevaba mucho tiempo fuera de control, cargando con la responsabilidad de una civilización entera. Desde entonces su vida ya no le pertenecía. ¡Pero ahora se dio cuenta de que eso podía cambiar!

Márchate ya, pensó.

Gordon emprendió la marcha en la densa negrura, usando la única habilidad que nunca le había fallado: su sentido de la orientación y su percepción del terreno. Caminó con paso seguro, captando dónde debían de estar las raíces de los árboles y las pequeñas hondonadas, empleando la lógica de alguien que ha llegado a conocer bien los bosques.

Andar por aquel camino en la casi total oscuridad requería una especial y extraña clase de concentración… algo semejante a un ejercicio de zen que estuviera haciendo efecto, tan absorbente pero más activo que la meditación al atardecer de dos días atrás, sobre la rugiente confluencia de los afluentes del Coquille. Mientras avanzaba parecía distanciarse cada vez más de sus problemas.

¿Quién necesitaba ojos para ver, u oídos para escuchar? Sólo el roce del viento lo guiaba. Eso y el aroma de los rojos cedros y las tenues señales salinas del lejano y expectante mar.

Márchate ya… Se dio cuenta con placer de que había hallado un antídoto contra el hechizo. Uno que se oponía y neutralizaba el ondear de las lucecitas en su mente. Un antídoto contra los fantasmas.

Apenas sentía el suelo bajo sus pies mientras caminaba en la oscuridad, repitiendo con creciente entusiasmo: «¡Márchate!»

El exaltado recorrido terminó de forma abrupta y contundente cuando tropezó con algo del todo inesperado, algo que no tenía que estar sobre el terreno del bosque.

Gordon cayó al suelo sin apenas hacer ruido; una capa de agujas de pino cubiertas de nieve paró el golpe. Gordon gateó en torno, pero no pudo identificar en un primer momento el obstáculo que le había hecho caer. Aunque era blando y dúctil al tacto. Retiró la mano pegajosa y caliente.

Las pupilas de Gordon no habrían podido dilatarse más, pero el repentino miedo lo consiguió. Se inclinó y de súbito logró enfocar el rostro de un hombre muerto.

El joven Cal Lewis lo miraba con una helada expresión de sorpresa. El muchacho tenía la garganta rota, cercenada con precisión.

Gordon retrocedió hasta chocar contra el tronco de un árbol cercano. Aturdido, se dio cuenta de que ni siquiera llevaba su cuchillo o su bolsa. De alguna forma, quizás a causa de la fascinación que había ejercido en él George Powhatan, había permitido que un peligroso retazo de confianza se introdujera en él. Tal vez había sido su último error.

Oía en la oscuridad las impetuosas aguas de la corriente principal del Coquille. Tras ella se hallaba la tierra del enemigo. Pero debían de haber cruzado el río.

Los emboscados no saben que estoy aquí, dedujo. No parecía posible después del modo en que se había movido, absorto, hablando consigo mismo, pero quizás el cerrado cerco del enemigo tenía un agujero.

Tal vez se habían distraído.

Gordon comprendió bien el sistema. Primero se eliminaban los vigilantes, después, en una embestida, se precipitan sobre el desprevenido campamento. Esos muchachos y viejos que dormían junto a la fogata no tenían ahora con ellos a George Powhatan. No deberían haber dejado su montaña.

Gordon se agachó. Los incursores nunca lo encontrarían allí, en las raíces de aquel árbol. No si permanecía inmóvil. Cuando comenzara la carnicería, mientras los holnistas se ocupaban en recoger trofeos, podía ir hacia el interior del bosque sin dejar rastro.

Dena había dicho que existían dos clases de hombres que contaban… y los situados entre ellos carecían de importancia. Bien —pensó—. Déjame ser uno de esos. Conservar la vida impone «condiciones» algún día.

Se agachó, tratando de hacer el menor ruido posible.

Una ramita crujió, apenas el más leve de los chasquidos llegó de la dirección del campamento. Un minuto después ululó un «pájaro nocturno», un poco más lejos. La imitación fue aceptable y completamente creíble.

Ahora que estaba escuchando, Gordon pensó que en aquellos momentos la envoltura mortal podía estar cerrándose. Su árbol había quedado atrás, fuera del anillo de muerte que se estrechaba.

Quieto —se dijo—. Espera.

Trató de no imaginar el aspecto del enemigo oculto, sus caras pintarrajeadas para camuflarse sonriendo con anticipación mientras acariciaban sus engrasados cuchillos.

¡No pienses en eso! Cerró los ojos con fuerza, tratando de oír únicamente el latir de su corazón mientras palpaba la fina cadena que rodeaba su cuello. La había llevado siempre, junto con el pequeño silbato que Abby le diera, desde que dejó Pine View.

Eso es, piensa en Abby. Intentó imaginarla, sonriendo alegre y amorosa, pero el pensamiento anterior siguió rondando en su cabeza.

Los holnistas querrían cerciorarse de que habían acabado con todos los que hacían guardia antes de cerrar la trampa. Si no se habían ocupado ya del otro vigilante, Phil Bokuto, lo harían pronto.

Agarró con fuerza el regalo de Abby. La cadena le apretó en la nuca.

Bokuto… custodiando a su comandante aun cuando desaprobaba… haciendo el trabajo sucio por Gordon bajo la nieve… dedicando todos sus esfuerzos a la causa de un mito… de una nación que había muerto y que nunca podría renacer.

Bokuto…

Por segunda vez esa noche, Gordon se halló de pie sin recordar cómo había ocurrido. No intervino su voluntad, únicamente un estridente pitido que horadó la noche cuando sopló con fuerza el silbato de Abby; luego su propia voz, gritando con las manos en cuenco.

¡Philip! ¡Cuidado!

… ado… ado… ado… El eco se expandió y dio la impresión de ocupar todo el bosque.

Durante un largo segundo se mantuvo la quietud; después, seis fuertes detonaciones en rápida sucesión sacudieron el aire y, repentinamente, la noche se llenó de gritos.

Gordon parpadeó. Fuera lo que fuese aquello que le había caído encima, era demasiado tarde para retroceder. Tenía que jugar hasta el final.

—¡Se han metido en tu trampa! —gritó tan fuerte como pudo—. ¡George dice que los cogerá en la orilla del río! ¡Phil, cubre la derecha!

¡Qué improvisación! Aunque sus palabras probablemente se habían perdido entre los alaridos, las detonaciones y los gritos de guerra de los supervivencialistas, la algarabía debía de estar truncándoles los planes. Gordon siguió gritando y dando pitidos con el silbato para confundir a los emboscados.

Los hombres daban alaridos y rodaban por la maleza en lucha desesperada. Las llamas de la avivada fogata se elevaban a gran altura, proyectando sombras que forcejeaban a través de los árboles.

Si la lucha continuaba aún pasados dos minutos, Gordon sabría que había una posibilidad después de todo. Gritó como si estuviese dirigiendo a toda una compañía de refuerzos.

—¡No dejéis que esos bastardos escapen por el río! —aulló. Y, en efecto, parecía haber movimientos apresurados por ese lado. Gordon fue de árbol en árbol hacia la lucha, aunque no tenía ningún arma—. ¡Mantenedlos bloqueados! No los dejéis…

Fue entonces cuando de pronto apareció una figura cerca del siguiente árbol. Gordon se detuvo a unos tres metros de los desiguales trazos en blanco y negro que hacían que la cara pintada resultara difícil de distinguir. Una boca como una cuchillada se abrió en una amplia mueca burlona que mostraba una dentadura llena de huecos. El cuerpo que había debajo de la hostil sonrisa era inmenso.

—Un tipo muy ruidoso —comentó el supervivencialista—. Tienes que quedarte callado un rato, eh, ¿Nate? —Los ojos oscuros miraron por encima del hombro de Gordon.

Por un breve instante Gordon empezó a volverse, aunque se dijo a sí mismo que aquello era un truco, que probablemente aquel bastardo estaba solo.

Su atención sólo fluctuó un segundo, pero fue suficiente. La figura camuflada se movió como una exhalación. El golpe de un puño del tamaño de un martillo y duro como una roca hizo que Gordon rodara por el suelo.

El mundo era un torbellino de estrellas y dolor. ¿Cómo había alguien capaz de moverse con tanta rapidez?, se preguntó con los últimos residuos de conciencia.

Fue el último pensamiento claro de Gordon.